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Tomás Calvillo Unna

09/10/2019 - 12:05 am

La presencia

Los rayos solares fragmentaban la penumbra de la habitación. Más moscas destellaban adueñándose del rostro del guerrero yaciente.

Gota de luz. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

Y si el rey Felipe VI pide perdón a la Virgen de Guadalupe, y se hinca ante ella en  la basílica del Tepeyac, ¿no se arregla algo del despapaye que suele ser la historia, sus interminables pleitos, muchos de ellos ciertamente más que dolorosos, y salpicados de un presente cargado de confusión, buenas intenciones, y con suerte, provisorio de tiempos mejores?

Con la plegaria todavía en los labios, se recostó sobre el húmedo suelo. “Este calor es del demonio”, murmuró, sin interrumpir su oración mental.

Tocaron a la puerta de su celda. Se levantó despacio, mientras daba su permiso para que entraran. Dos monjes penetraron a la pequeña habitación cargando un enorme bulto. Con su mano les indicó el lugar. Los monjes arrastraron la carga hasta dejarla bajo la única ventana. Inclinaron sus cabezas y salieron.

Dio tres pasos hasta detenerse frente a aquel envoltijo de ixtle, atado con gruesas cuerdas. El susurro de sus rezos era como el aire enredado en los espinosos ramajes. Se hincó y comenzó a desatar los nudos. Con destreza quitó las cuerdas y desdobló el rasposo tejido, dejando al descubierto el cuerpo desnudo de un guerrero indio, cuya herida mortal en su pecho había sido cubierta con las hojas frescas de un agave.

Se levantó y miró fijamente el cuerpo inerte. Pasó cerca de una hora así, sin moverse de aquel lugar. Tres moscas daban minúsculos saltos sobre la piel cobriza que aún guardaba el calor de los días y las noches de una vida. El viento que golpeaba los muros de adobe lo hizo retornar. Giró y fue hacia un banco junto a la burda mesa de mezquite. Abrió un grueso libro, y en voz alta comenzó a recitar los responsos.

Las moscas crecieron en número y se arremolinaron sobre los párpados del cadáver dejando sus ínfimos huevecillos entre las pestañas.

Sería la Nona, hora de la misericordia, porque la luz del sol empezaba a filtrarse por la ventana. Los rayos solares fragmentaban la penumbra de la habitación. Más moscas destellaban adueñándose del rostro del guerrero yaciente.

Desdichado, nunca lo bautizaron,
su alma deambulará sin reposo
por el laberinto del tiempo.
Debe envidiar a este cuerpo que poseyó,
ahí tirado, sin remordimientos,
al borde de su desaparición,
ignorante ya de todo, hasta de la misma eternidad,
hasta de su misma corrupción inevitable.

Su voz era grave, lejana por igual de la dulzura que de la violencia, sentenciosa como quien predica para no conversar. En un impulso tomó la taza de barro que tenía en su mesa y se dirigió otra vez hacia el cadáver. Mojó su mano derecha en el recipiente y la agitó salpicando con agua todo el cuerpo. Quería con ello prolongar el poder del líquido bendito.

“Dios tenga misericordia de tu alma y de mi destino”.

Las moscas se elevaron velozmente para posarse en su hábito marrón, a la altura de sus hombros; algunas se enredaron en negra barba. Se arrodilló ante el muerto y hundió su mano izquierda en los pliegues de su cogulla, extrajo unas cuentas de madera rosada que desprendían un perfume semejante al de las gardenias. Rezó un rosario. Volvió a levantarse y se acercó a la ventana. El sol estaba ahí, al alcance de las manos, como un gran fruto blanco. Lo miró sin parpadear y, en voz baja, dijo: “Te hemos de vencer…”.

Tocaron a la puerta. Cuando volteó, no podía ver, la luz solar lo había enceguecido. Dio la orden para que entrara, y un monje, desde el umbral, le preguntó: “¿Hermano, quiere que nos llevemos el cuerpo?” “No, pasará aquí algunas horas más”, respondió sin moverse de aquel sitio. “Bendito sea Dios”, dijo el monje antes de retirarse.

¿Cuántos días pasaron? No se sabe. Le entregaban en la mañana un platón con lentejas, dos tunas y un vaso grande con agua. Por la noche recogían a la orilla de su puerta los utensilios.

El cuerpo se fue carcomiendo rápidamente y las moscas invadieron la celda. El olor putrefacto se propagó más allá de su habitación. Los monjes se cubrían el rostro con paños cuando tenían que caminar por el claustro.

Una mañana decidió abrir la puerta y salir. No vio a nadie. Dio un grito incoherente que unos oyeron como un quejoso amén y otros como un largo no. Llegaron los jóvenes monjes y él los detuvo en la puerta: “Hermanos, recoged el cadáver y arrojadlo al monte, lejos de aquí”.

Uno de los novicios se desmayó, el Guardián lo arrastró por el pasillo alejándolo de su celda. Tres más entraron en la habitación y, entre cortinas de moscas, se aproximaron a los restos; el zumbido en los oídos y el olor los hizo vomitar. Otro monje entró apresuradamente y arrojó una lona de ixtle sobre los despojos nauseabundos. Entre todos hicieron un bulto que pronto sacaron de la celda. El Guardián regresó pausadamente a su habitación llevando una vasija llena de agua que derramó sobre el piso. Las moscas escaparon. Un niño mulato le trajo un ramo de aromáticas flores que comenzó a esparcir en el suelo. Los dos se pusieron a fregar al áspero piso con unos zacates. El viento entraba por la ventana y con fuerza cruzaba la habitación para perderse más allá de la puerta, en los corredores.

El niño se distrajo por momentos viendo en su mesa las hermosas hojas… hojas de amate traídas del sur. En la primera de ellas se podía leer algunas líneas que escribió esos días:

Señor permitidme seguir vuestro sendero.
Dadme el valor de Tu cruz
Para no temer a los infieles
A los que el demonio engañó.
Dadme las fuerzas para soportar Tu misión
Y cruzar estos desiertos llevando
Tu palabra y redimiendo
A estos pueblos bárbaros
Enseñándoles Tu nombre.
No permitas que flaquee
Otórgame la espada de Tu Arcángel San Miguel
Para vencer a la imagen de la muerte
Que en cada rincón me asalta
Dadme de Asís el desprendimiento
Para mostrar con el ejemplo
Los verdaderos tesoros del cielo.
Te pido por estos guerreros muertos
Que atentan contra Tu reino.
Te pido perdón por ellos
Recordando tus compasivas palabras
Del Gólgota.
Bendecid a los guachichiles muertos
Por las espadas gloriosas de tus conquistadores
Y reforzad en estos últimos la piedad.
Perdónanos…

El aroma de los jazmines y las rosas invadió la habitación. El niño se retiró y él volvió a su mesa a retomar sus lecturas.

El sol se escondía en los horizontes rumbo a la sierra que habían bautizado con el nombre de San Miguelito. El aire amainó y el color rojizo lleno la ventana. Un monje entró con un gran cirio encendido y lo colocó en el lugar donde había estado el cuerpo del indio. Antes de que saliera, el Guardián le llamó: “Espera hermano, mira bien esa vela; no la olvides. Un día te será de gran riqueza”. Se detuvo y vio con atención la flama blanca y azulada que contrastaba con el rojo solar de la ventana. Sin pestañear observó el escurrir de la cera, las formas casi humanas que la llama iba esculpiendo lentamente: esa blancura frágil que danzaba frente a la inmensa oscuridad que se venía encima.

Los ronquidos del guardián lo volvieron en sí: “Ahí está el viejo, por fin dormido en su silla”, pensó, mientras salía del cuarto…

 

 

 

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