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Jorge Alberto Gudiño Hernández

09/08/2014 - 12:03 am

Viajar en avión

De mi infancia proviene el recuerdo más lejano de un viaje en avión. Es un recuerdo aderezado por otros, por las palabras de mi madre, por la reconstrucción hecha a meses y años de distancia. Fue emocionante, sin duda, el destino lo volvió aún más placentero. Al menos, para mis pocos años de edad. Y […]

De mi infancia proviene el recuerdo más lejano de un viaje en avión. Es un recuerdo aderezado por otros, por las palabras de mi madre, por la reconstrucción hecha a meses y años de distancia. Fue emocionante, sin duda, el destino lo volvió aún más placentero. Al menos, para mis pocos años de edad. Y es que los viajes en avión estaban relacionados con la idea del lujo, de volar, de hacer algo que es impropio para los seres humanos.

         Sin embargo, las cosas no fueron del todo gratas entonces: un vuelo demorado, muchas horas de espera en un aeropuerto en otro país, dormitar mientras el pequeño dormía tendido entre dos butacas y el frío o el calor que se alternaban de acuerdo a la programación de los aires acondicionados. Una experiencia que distó mucho del glamour con que se asociaban esos viajes.

         Esa idea de glamour ha terminado por completo. En los últimos años he tomado varios aviones, ya sea por razones laborales o por viajes familiares. Es difícil sobrellevarlos. La necesidad de las aerolíneas por vender más boletos ha hecho que el espacio entre los asientos sea mínimo. Así, volar a Guadalajara, por ejemplo, implica tener el respaldo delantero chocando contra las rodillas. Es algo que ya hemos asumido: vamos más incómodos que en un camión o un coche, medios que suenan menos ostentosos y eso ya es una contradicción.

         Si a un viaje nacional se suman mi mujer y mis dos pequeños, el recuerdo del vuelo va por cuenta del cuerpo. Las piernas terminan adormecidas o acalambradas, la espalda tensa, el cuello adolorido. Y todo porque el espacio es insuficiente. Incluso considerando que los niños no ocupan la totalidad de su asiento.

         Acabo de volver de Nueva York. Fue un viaje rápido de apenas cuatro días. Cuando documentábamos, nos ofrecieron escoger nuestro lugar por el módico pago de cuarenta y tantos dólares. Declinamos. Éramos dos personas a las que no nos sobran mil pesos. A ellos habría que sumar, si así lo quisiéramos, otros tantos para que nos alimentaran en el vuelo con esa comida de tan sospechoso sabor. También declinamos. Corrimos con suerte y, de ida, nos fuimos juntos.

         La vuelta fue muy diferente. De entrada, una escala en Houston. Una escala muy apretada, con tiempo apenas suficiente para salir corriendo del avión, recorrer el inmenso aeropuerto y hacer cola para abordar. En ambos trayectos viajamos separados. Para colmo, olvidé mi libro dentro de la maleta. Compré otro en una tienda del aeropuerto. Era predeciblemente malo. Tanto, que tras las primeras cincuenta u ochenta páginas estaba seguro de lo que pasaría en las siguientes cuatrocientas. Tomé los folletos ubicados en el respaldo del asiento delantero. Los leí completos. Incluso las instrucciones de seguridad. Lo más llamativo fue constatar que, en caso de emergencia, con el espacio disponible, sería imposible ponerme en la posición sugerida por el folleto: no había forma de abrazar mis rodillas y poner mi cabeza entre ellas. Ignoro qué dicen las estrictas reglas de los organismos reguladores. Sin embargo, poco les debe preocupar que los pasajeros no puedan seguir las indicaciones propias de la aerolínea en caso de aterrizajes forzosos o acuatizajes. Por fortuna no sucedió.

         Fue en el trayecto de Houston al D.F. cuando decidí terminar la novela. Hice trampa, por supuesto: sólo leí las últimas sesenta páginas, saltándome unas dos terceras partes del libro. Constaté lo que ya sospechaba: no me perdí de gran cosa y el final resultó justo lo que yo había anticipado. No es que yo tenga una gran capacidad de análisis ni mucho menos. Es algo más simple: los libros que se venden para ser leídos en los aviones y en las salas de espera son malos, se basan en fórmulas y en lugares comunes. Al menos me entretuve un rato.

Cualquiera me podría preguntar por qué, en lugar de leer un libro de esa calidad, no opté por dormirme. Otra respuesta simple: es incómodo a más no poder. También decliné ver la pequeña tele ubicada en el asiento delantero: me habría costado otros ocho dólares. Más o menos lo mismo que me costaría contratar el derecho de uso de la WiFi del avión. Si lo sumo a la elección de asiento y a la posible comida, ahorré cerca de cien dólares, más los de mi esposa.

Así pues, viajé incómodo y aburrido. Para colmo, nuestra maleta no llegó. Al parecer, la escala en Houston fue tan breve que no les dio tiempo de llevar las maletas de quienes hicimos ese recorrido completo. Ni siquiera se disculparon. Eso sí, mientras hacíamos la fila para documentar el equipaje, vi a una señora con un par de niños sacando varias sudaderas y chamarras de su maleta porque excedía el peso límite por un par de libras. No había indulgencia que valiera: sacaba peso o pagaba extra.

La maleta ya llegó a casa. Insisto: ni una disculpa. Es como si a uno le hicieran el favor de recuperar su maleta. No consideran que uno puede necesitar con urgencia algo de lo que viene en su interior. Algo tan trivial que se sintetiza en la pregunta de mi hijo mayor en cuanto pasamos por él: ¿qué me trajeron? Le habíamos comprado algo increíble pero tuvimos que decirle que la maleta estaba en la panza de otro avión. Su cara de decepción fue breve pero dolorosa. Algo que, por supuesto, no consideran en la aerolínea, lo suyo es pedir, no dar. Falta algo: cuando la maleta por fin llegó, descubrimos que estaba rota. Llamamos a la aerolínea. Si queremos alguna suerte de reparación, debemos llevarla al aeropuerto para que evalúen el daño, con la consiguiente pérdida de tiempo, de nuestro tiempo. Tampoco les importa.

No soy de los privilegiados que viajan en primera. Supongo que no lo seré pronto. Entonces, deberé actualizar mis referentes, aceptar que viajar en avión no es un lujo y, pese a ello, sigue siendo la forma más rápida de hacerlo cuando las distancias son largas y la única que me permite leer en el camino (tanto en los coches como en los autobuses me mareo antes del primer párrafo).

Dejé el libro recién comprado en un contenedor con miras a que otro pasajero, en el futuro, pudiera leerlo. Regalar libros y lecturas es algo que suele enorgullecerme. Esta vez hizo que me avergonzara un poco. Una lástima. En verdad, me gusta viajar pero no el calvario que, cada vez más, me significa subirme a un avión. Y eso que aún no decido lo que haremos respecto a la maleta. Supongo que pronto habrá libros que nos enseñen a salir indemnes de tales experiencias.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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