La fotografía puede desempeñar un papel importante propiciando la solidaridad. Las fotografías potentes son las tridimensionales y que tienen un final abierto. Las que sacan al observador de aquello que conoce para llevarlo al encuentro con lo extraño, cercano pero también distante, inquietante por inexplorado. Las fotografías no solo pueden impactar: pueden desestabilizar.
Por Parvati Nair
Ciudad de México, 9 de julio (OpenDemocracy).- Los medios de comunicación consiguen que un impacto vaya rebotando de público en público a través de la difusión de pruebas de la realidad letal de los migrantes indocumentados, como si se tratase de algo nuevo. La imagen de Julia Le Duc, tomada a orillas del Río Grande, de un padre y una niña que murieron ahogados mientras intentaban cruzar desde México a Estados Unidos, ha circulado muchísimo en los últimos días como un recordatorio más de la barbarie que acosa a los sin papeles. Algunos opinan que la imagen es demasiado desgarradora y que cuesta mantener la mirada. Retrata, al fin y al cabo, una escena que es a la vez demasiado familiar y demasiado extraña. El padre, protegiéndola hasta el final, se ha atado al cuerpo a la hijita con su camiseta. En la muerte, el brazo de la niña reposa confiadamente alrededor del cuello del padre, como debió hacerlo tantas veces en vida cuando éste la llevaba en brazos. Sin embargo, tendidos ambos boca abajo, se convierten rápidamente en íconos, evocando todo un abanico de respuestas, desde tristeza y solidaridad hasta un sentimentalismo que tiene mucho de sórdido.
Se ha comparado la imagen de Le Duc con la de Aylan Kurdi, considerándola la versión estadounidense de los horrores vividos en el Mediterráneo a raíz del conflicto de Siria. La fotografía se inserta, de hecho, en una larga serie de imágenes de la desesperación de los migrantes, como aquella Madre migrante de Dorothea Lange, tomada en California cuando el desastre ecológico de los años 30 conocido como Dust Bowl, coincidiendo con la Gran Depresión. La tragedia de la indigencia se vuelve más elocuente cuando se colorea con la desesperación de unos padres que no pueden mantener a sus hijos. Al menos, las personas que aparecen en la imagen de Lange estaban vivas. No así la pequeña Valeria y su padre, procedentes de El Salvador. Al igual que Aylan Kurdi, o que el migrante desconocido de la galardonada imagen de Javier Bauluz de 2002, los sujetos de la fotografía de Le Duc vienen a añadirse al contingente de los que mueren en las fronteras.
No hay duda de que tanto la difusión de la fotografía de Le Duc como la respuesta de los medios se han centrado en provocar impacto. Ha habido un gran interés por saber la historia de esta familia, sus identidades, sueños y deseos. A pesar de que está ampliamente documentado que muchas de las políticas fronterizas actuales, especialmente la de Estados Unidos, lo que hacen es preparar el terreno para que se produzcan muertes innecesarias de migrantes en tránsito, los medios han actuado como si el público adoleciese de información y no tuviese conciencia de que tales horrores están sucediendo a diario. Sin lugar a dudas, la imagen capta la atención de quien la ve. Pero existe el riesgo de que las respuestas que no van más allá de suscitar impacto y conmoción actúen de hecho como aliadas de los contextos políticos que han llevado a la muerte los sujetos de la imagen, porque conforman los cimientos políticos de los estados de excepción y son esenciales para los procesos de segurización, violencia y control.
El impacto y la conmoción, experimentados como mezcla de horror y sensacionalismo, es lo que los medios de comunicación han ido adiestrando al público a buscar cada vez más a través de imágenes en lugar de tomar un compromiso real con cuestiones del mundo actual. La conmoción convierte la imagen en espectáculo, convirtiendo a los sujetos en objetos a través de una sensación reconocible de sufrimiento humano que, sin embargo, está muy lejos de “nosotros” como espectadores. La conmoción provoca respuestas viscerales, a menudo pasajeras, que en ningún caso constituyen estrategias racionales y meditadas para el cambio. La conmoción nos sacude y provoca que reaccionemos como impulsados por adrenalina, y luego la sensación remite hasta que se nos presenta la siguiente imagen y vuelve a subir otra vez la respuesta. El factor conmoción es un aliado de la cultura consumista que suelen utilizar habitualmente, por razones de marketing, las industrias de la publicidad y el entretenimiento y que acaba produciendo la estupefacción del espectador.
Para valorar todo lo que implica la fotografía de Le Duc, el observador debe ir más allá del impacto inicial y hacer preguntas – y, al hacerlo, abarcar todo lo que no se ve y que no puede resumirse en una imagen: la política de Estados Unidos, México y Centroamérica; la realidad de la migración en la región en relación con las profundas divisiones políticas y económicas imperantes; las políticas regionales que ensalzan la soberanía y alienan lo humano; el flagrante fracaso a nivel mundial de manejar las migraciones internacionales de manera humana y digna.
Uno puede empezar por preguntar qué fue lo que provocó que este padre se llevara a su hijita con él a intentar cruzar a Estados Unidos. ¿Por qué lo hizo, cuando, probablemente, podía haber tratado de cruzar solo y dejarla con su madre? Las muchas noticias que se han publicado y emitido alrededor de esta imagen no dan respuesta a esta pregunta. Quizás la respuesta está en el hecho de que muchos migrantes que intentan cruzar fronteras internacionales, especialmente las más mortíferas – las que separan el sur global del norte global -, suelen llevar a niños con ellos. Siempre hay más posibilidades, si son aprehendidos, de que encuentren un trato humano, asistencia e indulgencia en cuanto a permitirles quedarse si hay menores de por medio – incluso, tal vez, en los Estados Unidos de Trump. Lo cierto es que los alambres de púas con los que están hechas las políticas fronterizas internacionales no solo obstaculizan el paso de los sin papeles, sino que moldean las opciones que toman éstos dentro de los limitadísimos márgenes de los que disponen.
Lo que es objetable, más allá de la muerte sin sentido de esta niña y su joven padre, es el abismo que separa a sus cuerpos sin vida en la orilla del río de los espacios seguros y privilegiados de los responsables de formular las políticas mundiales, regionales y nacionales, mientras deliberan a un ritmo exasperantemente lento las formas de “gestionar” la migración sin alterar el statu quo que los llevó a la muerte y que lleva a la muerte de innumerables – literalmente: innumerables – migrantes en tránsito. El Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular se adoptó en diciembre de 2018, tras un proceso que reveló grandes fracturas entre los estados, confirmando el carácter altamente polémico de la cuestión migratoria. Poco se ha logrado desde entonces para garantizar la vida de los migrantes. Sin una gobernanza internacional coordinada, especialmente entre los estados y regiones ricos – que son los que más defienden sus fronteras – y sus vecinos más pobres, las posibilidades de implementar el Pacto son mínimas. La frontera de Estados Unidos con México – país éste último que co-lideró la negociación de este pacto mundial – se ha convertido en crisol de la toxicidad que merece el tema de la migración. Atrapado entre la afluencia de migrantes procedentes de sus vecinos pobres del sur y las políticas fronterizas fuertemente segurizadas de Estados Unidos al norte, México desempeña un papel ambivalente como receptor de migrantes y como guardián de la puerta de entrada a la pesadilla estadounidense que estaba esperando a Valeria y a su padre. Mientras la preocupación por la soberanía, el poder, el control regional y las fronteras prevalezca sobre el valor de la vida humana, las aguas del Río Grande continuarán arrastrando los cuerpos de muchos otros como ellos.
¿Entonces para qué sirven las imágenes de la realidad de los migrantes? ¿Cómo pueden los que las observan responder de manera útil para conseguir que las políticas cambien? El hecho de que los medios se centren de manera preponderante en historias personales proyecta un velo sobre lo político y lo público, lo que dificulta la participación proactiva – sobre todo porque los vínculos cruciales entre lo visible y lo oculto, lo personal y lo político, lo público y lo individual se obstruyen deliberadamente y los medios de comunicación confían en ‘nuestro’ olvido, en nuestra demanda de más noticias, más impactos, más historias. El objetivo, en última instancia, no es otro que el de perpetuar y fortalecer el control de cualquier brote de sistema alternativo de gobierno por parte de la gente.
La fotografía puede desempeñar un papel importante propiciando la solidaridad. Las fotografías potentes son las tridimensionales y que tienen un final abierto. Las que sacan al observador de aquello que conoce para llevarlo al encuentro con lo extraño, cercano pero también distante, inquietante por inexplorado. Las fotografías no solo pueden impactar: pueden desestabilizar. Pueden representar una protesta. Pueden exigir dignidad. La fotografía puede construir puentes, conduciendo al observador a través de la imagen a imaginar los espacios en que habitan “otros”, tanto vivos como muertos. Involucrarse con una imagen de manera proactiva, y no pasiva, no es experimentar una conmoción y detenerse ahí – es arriesgarse. La magnífica, memorable y desgarradora imagen de Julia Le Duc ofrece este tipo de oportunidad. Construye precisamente este puente hacia el riesgo y de cada observador, de cada uno de nosotros depende decidir cómo cruzarlo y emprender ese camino – a través de cómo votamos, cómo tratamos a nuestros vecinos, cómo percibimos a los ‘otros’, de cualquier minoría que sean, cómo respondemos al populismo, cómo manifestamos nuestro desacuerdo con las políticas fallidas, cómo reaccionamos ante políticas que sabemos que pueden tener consecuencias fatales.