¿De verdad es buena idea la segunda vuelta?

09/07/2012 - 12:02 am

En el diseño institucional hay dos tipos de reformas, las cuales cumplen con diferentes funciones. Por una parte se encuentran las eficaces: aquellas que, al incidir en el proceso de toma de decisiones, pueden llevar a mejores decisiones. Al contrario, las reformas legitimadoras no implican por sí mismas un cambio cualitativo en los resultados de un gobierno aunque, al permitir la participación de otros actores, posibilitar que las minorías expresen sus puntos de vista o abrir otro espacio para decidir, contribuyen a la aceptación de las reglas del juego y así a la estabilidad del sistema político en su conjunto.

Uno de los grandes problemas que enfrenta la reforma política es que, si se carece de diagnósticos asertivos sobre qué deberíamos cambiar al no haber continuidad en las carreras de quienes operan las instituciones, es muy común confundir a las reformas legitimadoras con las eficaces y viceversa. Todavía peor, esta falta de perspectiva facilita que sean más populares aquellas propuestas que suenan sencillas, aunque sus efectos arrojarían peores escenarios que el estatus quo.

En estos días, y como sucede cada que hay elecciones, ha resurgido el debate sobre una de esas propuestas simplistas: la segunda vuelta electoral, también conocida como “balotaje”. Para algunos, esta sería la solución frente a elecciones competidas, donde los márgenes de victoria son tan estrechos que sería fácil cuestionar la legitimidad del ganador. Suena bien, pero ¿es en realidad una buena idea?

La segunda vuelta apareció en Francia a mediados del siglo XIX durante el II Imperio y la retomaron las repúblicas III a V. Hoy día aplica no sólo al Presidente, sino a los diputados de la Asamblea Nacional. Es decir, no solamente sirve para asegurar que el ejecutivo llegue al poder con el respaldo de la mayoría absoluta, sino que limita la fragmentación partidista del legislativo.

Esta figura la han retomado en Iberoamérica Argentina, Colombia, Chile, Costa Rica, Ecuador, Perú y Uruguay. En estos países se usa en la elección presidencial, convocándose si nadie gana el 50% de los votos. Si bien esta reforma ayuda a generar una imagen de legitimidad, genera varios problemas.

Primero, desincentiva las coaliciones. Si las elecciones presidenciales se definen en la primera vuelta, los partidos pequeños tienen incentivos para coaligarse con aquellos que tienen posibilidades de ganar. En cambio, la existencia de otra votación fomenta que compitan por sí solos, ganen sus bancadas y de ahí negocien su apoyo para la segunda vuelta; dejando al ganador por mayoría un Congreso de todas formas atomizado.

En segundo lugar, las preferencias de los electores pueden ser tan variadas que una ronda adicional podría darle la victoria a un candidato que no sería ganador en la primera. La razón: todos los ciudadanos tienen un orden de preferencia frente a los candidatos y no son coincidentes. Por lo tanto podría quedarse en la primera ronda un competidor cuyas segundas preferencias pudieran ser superiores al voto de cualquiera los dos punteros. O alguno de los principales (incluso el principal) puede perder en la segunda ronda al no contar con las preferencias de los votantes cuyos candidatos quedaron fuera.

Por lo tanto, si se desea realmente que un candidato gane por mayoría simple (lo cual luce bonito, pero no mejora ni empeora las condiciones de gobernabilidad frente al Congreso), existen otros mecanismos más eficaces. Entre estos destaca el voto alternativo o preferencial: un votante establece su orden de preferencia entre los candidatos en caso de que, si su primera preferencia no queda en los dos primeros lugares, se cuentan sus preferencias subsecuentes. Sin embargo, esto parece ser demasiado complejo para las clases políticas de la región.

A lo anterior debemos tomar en consideración otros dos elementos. Primero: de 1996 a 2005 el estado de San Luis Potosí contempló la segunda ronda para las alcaldías. Los problemas de mayorías cíclicas y su escasa utilidad llevaron a su derogación. Lamentablemente los defensores de esta figura suelen ignorar la experiencia nacional.

Segundo: el 15 de diciembre de 2009, el ejecutivo federal presentó al Senado su iniciativa en materia de reforma política. Entre su decálogo se encontraba una propuesta sui generis para la materia que nos ocupa: en la primera ronda sólo se votaría por los candidatos a Presidente y en la otra por los dos punteros y el Congreso. La apuesta era acotar el pluripartidismo, toda vez que los electores conocerían las dos opciones principales a elegir. ¿Habría funcionado? Quizás no. Podría darse el escenario de que un partido gane el ejecutivo y el otro tenga una mayoría clara opositora. O incluso que se elija al legislativo según las verdaderas preferencias de los votantes.

Si la ciudadanía ha mostrado ser más sofisticada al votar de lo que se pensaba, no hay un efecto totalmente predecible. Por eso no es recomendable proponer reformas cuya problemática no está claramente definida y de la cual no se tiene algún escenario prospectivo sobre sus efectos.

Al operar en una sociedad siempre cambiante, sujeta a múltiples contingencias y por lo anterior impredecible, toda reforma institucional arrojará efectos esperados e inesperados. No existe la magia en el diseño: es necesario saber para qué deseamos cambiar algo. En este sentido creer en soluciones mágicas es contraproducente.

Fernando Dworak
Licenciado en Ciencia política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestro en Estudios legislativos en la Universidad de Hull, Reino Unido. Es coordinador y coautor de El legislador a examen. El debate sobre la reelección legislativa en México (FCE, 2003) y coautor con Xiuh Tenorio de Modernidad Vs. Retraso. Rezago de una Asamblea Legislativa en una ciudad de vanguardia (Polithink / 2 Tipos Móviles). Ha dictado cátedra en diversas instituciones académicas nacionales. Desde 2009 es coordinador académico del Diplomado en Planeación y Operación Legislativa del ITAM.
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