Sin apartarse del principio conductor de Dios es redondo —”el futbol es la recuperación de la infancia”—, los retratos y las crónicas de Balón dividido abarcan a las figuras recientes del balompié actual —Piqué, Messi, Pep Guardiola, Cristiano Ronaldo, los hermanos Boateng— y, entre extraordinarias conexiones con la literatura, la historia y la psicología, como Juan Villoro nos ha acostumbrado, calienta el ambiente para los numerosos y encendidos debates que el futbol siempre concede, sobre todo en años mundialistas.
Ciudad de México, 9 de junio (SinEmbargo).- Fragmento de “La pasión muere al último” del libro Balón dividido de Juan Villoro (Booket), © 2018, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
No es por presumir, pero me llevo bien con la derrota. El mérito no es mío sino del futbol mexicano. Si nuestra alegría dependiera del marcador seríamos profesionales de la tristeza. Los resultados adversos y los goles fallados a un metro de la portería nos han acostumbrado a disfrutar del juego sin pedirle demasiado a la diosa Fortuna.
Cuando un seleccionado nacional anota un gol de tijera, como la que Manuel Negrete logró en el Mundial de 1986 o la que Raúl Jiménez cuajó a unos segundos de que terminara un partido de eliminatoria en 2013, decimos que se trata de una jugada de “otro partido”, muy distinto al que se disputa en ese momento en el Estadio Azteca.
Nuestro grito de guerra, “¡Sí se puede!”, es un recordatorio de que los nuestros casi nunca han podido. De acuerdo con el doctor Samuel Johnson, el que se vuelve a casar demuestra “el triunfo de la esperanza sobre la experiencia”. Lo mismo define al aficionado mexicano. Su fe en el equipo no proviene de la realidad sino de la zona de las promesas incumplidas. La victoria es para nosotros un milagro. Si ocurre, lo celebramos en el Ángel, estatua que representa a un cartero del cielo; si no ocurre, descubrimos que lo importante no era ganar sino echar desmadre juntos.
El hincha mexicano hace que la pasión no dependa de los récords sino de la fantasía. Sin llegar al masoquismo de perder adrede, administra los infortunios con la resignación de un filósofo estoico. Una derrota de Brasil hace que los televisores salgan volando por las ventanas. Una derrota mexicana provoca que pidamos más cervezas y nos traslademos al reino de la fantasía para cantar con reivindicativo orgullo: “pero sigo siendo el rey…”
¿Acaso estamos locos? No lo creo. La fiesta nos interesa más que el motivo para celebrarla. En el fondo, somos realistas: convencidos de que no llegaremos lejos, disfrutamos el lugar que los goles nos deparan. Esto en modo alguno significa que seamos conformistas, pues no dejamos de rezarle a Nuestra Señora de la Chiripa.
Vivir el futbol desde México me ha convertido en coleccionista de situaciones ajenas al triunfo que no por ello están exentas de grandeza.
En el espléndido libro colectivo Memorias de San Mamés, el legendario José Ángel Iribar, portero que alcanzó una fama similar a la de Lev Yashin, comenta que la mejor jugada del Athletic de Bilbao no ha sido un gol ni una espectacular parada. De los muchos lances de su prolífica vida, elige uno que no protagonizó, pero que cambió para siempre su concepción del juego.
Telmo Zarra fue seis veces Pichichi de la Liga española, anotó un inolvidable tanto contra Inglaterra en Maracaná, en el Mundial de 1950, y se convirtió en dueño de todas las estadísticas relacionadas con el gol. Su especialidad era el remate de cabeza. Como el país vasco suele mirar con admiración hacia Inglaterra, se dijo que Zarra tenía “la mejor cabeza de Europa después de Churchill”.
Sólo en una ocasión fue expulsado, lo cual habla de su caballerosidad en el campo. La jugada que llamó la atención de Iribar tiene que ver con esa conducta ética. Obsesionado por el gol, Zarra no deseaba ganar a cualquier precio. En un partido contra el Málaga, el arquero Arnau se lesionó a unos metros de él, dejando abierta la portería. En un gesto que honra la invención del futbol, el más temible de los goleadores echó el balón afuera de la cancha. Este indulto disminuyó su abultado palmarés, pero le ganó la Insignia de Oro del club Málaga y la admiración de quienes creen que la honestidad puede existir en la oficina más peleonera del planeta: el área chica.
En un brillante texto publicado en el periódico Récord, Miguel Mejía Barón contó la siguiente anécdota: “Mi compañero Héctor Sanabria cometió una falta que el árbitro no sancionó con la severidad que merecía… Don Renato [Cesarini, entrenador de Pumas en 1963], le comentó a Héctor: “Si el juez no te expulsó, yo sí lo hago”, y ante el asombro de mi compadre y de todos nosotros lo sacó de la cancha y no lo sustituyó por ningún suplente”.
En ese mismo artículo, Mejía Barón recuerda el gesto del delantero alemán Miroslav Klose, que en 2005 recordó que el fair-play puede tener un sitio en el competitivo ámbito de las patadas. Jugando con el Werder Bremen, recibió una entrada de un defensa del Arminia Bielefeld que hizo que Herbert Fandel, árbitro del partido, marcara penalti. En forma inaudita, Klose se acercó al silbante y le dijo que no había sido falta. Después de consultar con su abanderado, el juez rectificó su decisión. “Nunca vi nada parecido en veinticinco años de arbitraje”, comentó al respecto. No es común que la ética prevalezca en un oficio donde el insigne Diego Armando Maradona le robó una picardía al destino para anotar con la mano ante Inglaterra. La mayoría de los futbolistas buscan y fingen faltas. Pero hay excepciones y esas deben ser recordadas.
El astro de las canchas suele ser un egoísta que sólo por azar practica un deporte de conjunto. La mejor jugada es la que lo beneficia a él. A Cristiano Ronaldo le cuesta mucho trabajo festejar un gol en el que no participó. Protagonista absoluto de la gesta, se siente como actor de reparto si otro anota, aunque lo haga para su propio equipo.
La inmensa mayoría de los delanteros sienten el futbol de ese modo pero no se atreven a decirlo. El narcisismo de Cristiano es tan sincero que nos hace olvidar otras de sus facetas. Una de las desgracias de ver partidos por televisión es que la cámara es esclava de la pelota; sólo vemos lo que ocurre en las inmediaciones del balón; esto impide advertir los largos desplazamientos de los jugadores que no participan en esa jugada pero aspiran a protagonizar la siguiente. Los recorridos de CR7 en el Real Madrid son tan formidables y sacrificados como los de Sergio Ramos; baja a defender y participa en lances sin gracia a cambio de recuperar el balón. Desde el punto de vista atlético es ampliamente generoso. No lo es desde el punto de vista emocional: el abnegado jugador que recorre el campo una y otra vez sólo abraza a quienes lo felicitan.
A muchos otros les gustaría actuar con el mismo descaro, pero carecen de la contundencia anotadora para que su egoísmo se perdone. Por eso llama tanto la atención que un futbolista como el francés Eric Cantona, a quien nunca le faltó protagonismo, considerara que la mejor jugada de su vida no era un gol. En la excelente película Looking for Eric, dirigida por Ken Loach, el delantero que vistió en forma inolvidable la camiseta roja del Manchester United repasa sus partidos y elige la siguiente jugada perfecta: un pase de gol. Con elocuencia, explica que el futbol no sería nada sin la presencia de los otros. Acabar una jugada es menos importante que crearla.
No se necesita ser un sufrido espectador mexicano para entender que algunos de los mayores momentos del futbol son ajenos al gol. Zarra se negó a sí mismo para no humillar a un guardameta injustamente abatido. El centro delantero del Athletic estaba dispuesto a vencerlo, no a que lo venciera el destino.
He tratado de ver el futbol desde una perspectiva en la que el éxito es un invitado recurrente, pero no ocupa la cabecera. Incluso al abordar figuras que lo han conseguido en forma avasallante, descubrimos que cada logro se alimenta de un descalabro.
Las fiestas mexicanas suelen tener un curioso desarrollo. Lo primero que se acaba es el hielo, luego el agua mineral y después los refrescos. Lo último que se acaba es el alcohol. Lo mismo sucede en los estadios. Cuando el triunfo, la fama y la gloria ya se han ido de la cancha, nuestra pasión sigue intacta.
La segunda infancia
“Tenemos de genios lo que conservamos de niños”, escribió Baudelaire. La frase alude al origen de la creatividad pero también al optimismo con que solemos recordar una etapa no siempre feliz.
Muchas veces concebimos la niñez como una arcadia donde todo es placentero. Gracias a la nostalgia, aquellos años que acaso fueron terribles se convierten en un campo que reverdece a medida que nos alejamos de él.
Javier Marías escribió con acierto: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”. Sin embargo, eso no significa retornar necesariamente a un momento de dicha: “Para el niño no hay cosa más seria que el juego”. El que se divierte, sufre.
Las virtudes que solemos atribuir a la niñez tienen menos que ver con lo que fue en realidad que con las ganas de huir del presente. Recuperar la infancia a voluntad por medio del juego o el arte permite que el adulto tome vacaciones de sí mismo. Este acto liberador nos lleva a mejorar la niñez en el recuerdo, aunque hubiese sido una etapa de grisura o de dolor. Ser niño resulta más complejo y áspero de lo que recordamos.
De pronto, el bote de una pelota o el indescriptible impacto de una melodía nos devuelven a un mundo anterior, el instante pueril en que los milagros eran posibles y el destino podía resolverse con un truco. El regreso consciente a esa condición engrandece y mitifica las posibilidades de la primera infancia. Una Olimpiada o un libro abierto son espejismos deliberados, simulacros en los que decidimos creer en busca de una posibilidad para la magia.
Todo placer tiene un componente ilusorio. Lo que deseamos se mezcla con lo que obtenemos.
Los sueños ponen en funcionamiento curiosos mecanismos compensatorios. Mientras un aficionado común sueña que mete tres goles en Maracaná, Pelé sueña que falla un penalti. Lo que para el hincha carece de problemas, para el crack es una realidad que exige cuentas. Sólo desde la vida adulta podemos concebir la infancia como territorio de la felicidad absoluta. Del mismo modo, sólo desde otro destino podemos imaginar el sabor de la gloria sin el esfuerzo de conseguirla.
Todo deporte ocurre en la cancha y la imaginación. Cuando algo cristaliza, el aficionado alza los brazos. Marías ha llamado la atención sobre la extraña gestualidad del fanático en estado de gol. Es muy difícil encontrar otra circunstancia que impulse a darle puñetazos al aire y soltar un alarido; el más disciplinado de los doctores de pronto profiere un grito de pánico. ¿Por qué ocurre eso?
El resorte que activa al fan tiene claves internas —agravios, deseos de reparación, supersticiones, anhelos incumplidos— que se condensan al ver la pelota en la red. Todos los goles exigen la participación de la cabeza.
La doble condición del juego (deportiva y mental) adquiere en estos tiempos de fantasmagoría mediática una tercera realidad. Hay cosas que “suceden” sólo porque aparecen en una pantalla. El cabezazo de Zidane a Materazzi en la final de Alemania 2006 no fue visto en la cancha, pues la pelota —destino de los ojos— estaba en otro sitio: fue detectado porque el cuarto árbitro lo vio en televisión. Yo me encontraba en el palco de transmisiones y ninguno de mis compañeros advirtió la falta; sólo al ver la repetición existió para nosotros.
Pero no siempre la televisión es un tribunal objetivo. El futbol depende tanto de la subjetividad que incluso influye en las cámaras.
En ocasiones, una toma muestra que un jugador está en posición correcta y otra lo muestra en fuera de lugar. Durante mucho tiempo, el gol fantasma de Wembley botó en miles de películas sin que se supiera si había entrado a la portería.
Las palabras convocan un mundo paralelo. Escribir de futbol equivale a recrear de otro modo lo que los espectadores ya conocen. ¿Quién, que pueda estar en un estadio, desea que le cuenten el partido? No es esa la función de la palabra.
Ningún libro descubrirá quién es Pelé o el Chicharito Hernández. Eso ya está en la mente del aficionado. El raro misterio de las palabras consiste en darle valor y emoción a lo que ya sabíamos.
Cuando tu equipo marca en el último minuto haces los gestos raros de la felicidad anotadora. Eso dura unos segundos. Misteriosamente, la discusión de esa jugada con los amigos durará toda la vida.
Los grandes momentos reclaman palabras. Nadie sobrevive en silencio a una tragedia y nadie se queda callado ante un gol que importe.
Vemos partidos y escribimos de futbol para recuperar la infancia, no la que en verdad vivimos, sino la que nos asignamos a nosotros mismos. Ser niño puede ser duro, injusto, angustioso. Recuperar mentalmente la niñez es liberador.
El futbol mejora la infancia que tuvimos, del mismo modo en que los sueños permiten que seamos diferentes.
Sumidos en ese trance dichoso, los hombres comunes anotamos como Pelé. Mientras tanto, el esforzado Edson Arantes sueña que falla un gol.
Padres e hijos
Cada vez que se acerca un Mundial, los aficionados revisamos recuerdos en busca de méritos sentimentales para recibir milagros. La autobiografía se convierte en una forma de cortejar a la fortuna. Al repasar las tardes sin gloria en que soportamos la lluvia en las tribunas, descubrimos que tenemos muchas razones para que le vaya bien a nuestra selección.
Todo aficionado tiene una relación íntima con el juego: la multitud que llena un estadio representa la más estruendosa versión de la vida familiar. La inmensa mayoría de los aficionados están ahí porque alguna vez su padre los llevó a ese sitio. Gritar en pro de unos colores es un signo —acaso el más primitivo y duradero— de filiación. Hay quienes no heredan otra cosa que el adorado nombre de un equipo.
Pertenezco a una generación en la que el divorcio era tan inusual como tener un pariente en África. Los padres carecían de códigos precisos para tratar a los niños que ya no vivían con ellos. El zoológico, el cine y el futbol eran los destinos más socorridos para sobrevivir al fin de semana. Ver animales en cautiverio resultaba fascinante pero desembocaba en la rutina. Luego de visitar durante diez domingos al perro que había crecido en la jaula de los lobos en el zoológico de Chapultepec, te sentías parte de esa tediosa jauría. El cine ofrecía más variedad, pero la cartelera no siempre brindaba epopeyas para niños. En cambio, el futbol renovaba sus esperanzas con la puntualidad de las estaciones.
Mi padre había apoyado sin muchas ganas al equipo Asturias. Cuando los Pumas de la Universidad subieron a primera división, los respaldó con solidaridad gremial. De niño me hizo creer que los goles lo apasionaban y que disfrutaba tanto como yo. Extrañaba Barcelona, su ciudad natal, y hablaba del club blaugrana con el fervoroso sentido de pertenencia que sólo puede tener alguien que vive al otro lado del mar. Cuando terminé la preparatoria y partí de viaje por seis meses con una mochila en la espalda, me escribió cada lunes, metiendo en el sobre la tabla de resultados del futbol.
La tribuna era para él una extensión del aula. Rodeado de quienes comían pepitas y chicharrones, no dejaba de ser un profesor de ética. Si alguien insultaba al equipo rival, lo reprendía con un argumento que nadie osó rebatir: “¡Así no se trata a los invitados!”. En el Excélsior de Julio Scherer escribió un texto sobre el Mundial de Alemania 1974 en el que entendía el futbol como una compensación lúdica de la política. Sólo ahí Haití podía superar a Italia.
Desde que tuve edad para ir por mi cuenta a los estadios, mi padre se ausentó de las canchas. Sin embargo, la rara emoción que siento en las tribunas sólo se explica porque fue el sitio donde mi infancia contó con su presencia.
Abundan los casos similares. En su novela Luz oscura, el chileno Nicolás Vidal describe la relación de un padre con su hijo a partir de las vivencias en el estadio. Eminentes evangelistas de las canchas, como el argentino Eduardo Sacheri y el chileno Francisco Mouat, han dejado constancia de lo que significa compartir con sus hijos el triunfo de Independiente o la U. de Chile.
Uno de los mejores pasajes sobre el tema se debe a Martín Caparrós. En su libro Boquita escribe: “En 1991 nació mi hijo […] Eran tiempos en que, si planeaba un viaje a China, mi preocupación principal no era el clásico que podía llegar a perderme. Hasta Juan: entonces, por alguna razón, se me ocurrió que me importaba mucho que se hiciera bostero. Fue un pensamiento interesado: imaginé que si nos acostumbrábamos a ver juntos a Boca, alguna vez, cuando él fuera lo suficientemente grande como para pensar programas mucho más interesantes que aburrirse con su anciano padre, Boca podría seguir uniéndonos o dándonos, al menos, la oportunidad de compartir algunos ratos. Quizás la idea no haya sido tan precisa, pero era algo así. Después descubriría que ya se les había ocurrido a unos cuantos millones. Y me parece que esa es la función de cualquier hecho cultural: ofrecerles un lugar común”.
Muchos años después, Caparrós salía de ver un partido en La Bombonera, en compañía de su hijo Juan, cuando escuchó una entrevista por la radio con el cantante Iván Noble, autor del curioso hit “Avanti Morocha”. Noble acababa de tener un hijo, había leído Boquita y citaba el pasaje en cuestión. A los veintitrés años, Juan Caparrós continúa compartiendo con su padre el lugar común de ser de Boca.
Todo esto lleva a la confesión de un fracaso emocional: mi hijo Juan Pablo, notable portero, no es adicto al futbol. Se lo comenté a Caparrós y contestó con sabiduría: “Compartir el fútbol puede hacer que no compartas nada más”. No se refería a su caso, sino al de millones de padres que ya sólo hablan con sus hijos cuando su equipo salta a la cancha.
Un estadio es un buen sitio para tener un padre. El resto del mundo es un buen sitio para tener un hijo.
¿Amor a la camiseta?
La inventiva naturaleza aún no nos sorprende con un perro dálmata rayado o una cebra con motas. Las fieras son constantes.
En su afán de oponerse a los designios naturales, el ser humano ha creado mascotas de diseño, como los peces que brillan en la oscuridad o los gatos que no producen estornudos. Por suerte, esta alteración no ha llegado al plano comercial. Aún no ha nacido el científico japonés capaz de inventar cachorros con la piel marcada por un anuncio de Toyota.
La apariencia animal depende del código genético (ya sea natural o alterado). La única excepción es la de nuestra especie, que convirtió la hoja de parra en calzoncillo y evolucionó para que la ropa definiera la personalidad de cada quien.
La camiseta de futbol surgió como emblema de pertenencia e identidad en tiempos en que cada jugador —o su abnegada madre— estaba encargado de lavar la suya. Nadie pensaba entonces que eso tuviera otro valor que el simbolismo; se jugaba gratis y los aficionados distinguían a los suyos por la franja negra o las rayas rojiblancas en el pecho.
En aquella época del origen, la estabilidad de un futbolista era tan larga como una novela rusa. De niño se probaba en el club de sus amores —casi siempre el de su barrio—, fichaba de por vida a cambio de unos botines o, como mucho, de un par de billetes, y jugaba sin pensar que iría más allá de la portería contraria.
La invención de los fichajes trajo un poderoso enigma emocional: ¿puede un futbolista ser aficionado de cada equipo que lo contrata? Con el profesionalismo y la opción de pasar de un club a otro ya no se puede esperar que el crack duerma con la camiseta puesta y enjugue en ella las amargas lágrimas de la derrota.
El “amor a la camiseta” nació como algo literal (la pasión por una prenda amorosamente remendada) y luego se convirtió en sinónimo de respeto a los colores que avalan un contrato de trabajo. Sin ser fan de su equipo, el profesional puede honrarlo.