LECTURAS | La teoría del todo: El origen y el destino del universo, de Stephen Hawking

09/02/2019 - 12:04 am

Esta esclarecedora obra ilustrada nos ofrece una historia del universo del Big Bang a los agujeros negros. Un libro ya clásico de Stephen Hawking, ahora en edición de Debate.

Ciudad de México, 9 de febrero (SinEmbargo).-El gran físico británico Stephen Hawking logra, en esta obra ilustrada, La teoría del todo, explicar en siete sencillos pasos la historia del universo desde las primeras teorías del mundo griego y de la época medieval hasta las más complejas teorías actuales, siempre con su característico tono didáctico y accesible a todos los públicos. Newton, Einstein, la mecánica cuántica, los agujeros negros y la teoría de la gran unificación desfilan por estas páginas acercando al lector de manera clara y amena los misterios de universo.

En siete conferencias Hawking trata de dar una idea general de lo que es la historia del universo, desde el big bang a los agujeros negros.

Un libro exquisito. En definitiva, auténtica poesía del infinito. Foto: Especial

Fragmento de La teoría del todo, de Stephen Hawking, con autorización de Debate.

Ya en el 340 a.C., Aristóteles, en su libro Sobre el cielo, pudo presentar dos buenos argumentos para creer que la Tierra era una bola redonda y no un disco plano. En primer lugar, advirtió que la causa de los eclipses de Luna era que la Tierra se interponía entre el Sol y la Luna. La sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda, lo que solamente podía ser cierto si la Tierra era esférica. Si la Tierra hubiera sido un disco plano, la sombra habría sido alargada y elíptica, a menos que los eclipses ocurrieran siempre en un momento en que el Sol estuviera directamente sobre el centro del disco.

En segundo lugar, los griegos habían aprendido de sus viajes que la estrella polar estaba más baja en el cielo cuando se veía en el sur que cuando se veía en regiones más septentrionales. Aristóteles citaba incluso una estimación, basada en la diferencia en la posición aparente de la estrella polar en Egipto y en Grecia, según la cual la circunferencia de la Tierra medía 400.000 estadios. No sabemos con exactitud cuál era la longitud de un estadio, pero posiblemente era de algo menos de 200 metros. Si así fuera, la estimación de Aristóteles sería algo más del doble de la cifra actualmente aceptada.

Los griegos tenían incluso un tercer argumento a favor de la redondez de la Tierra: ¿cómo, si no, cuando se acerca un barco lo primero que se ve son las velas sobre el horizonte y solo más tarde se ve el casco? Aristóteles pensaba que la Tierra estaba en reposo y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas se movían en órbitas circulares alrededor de la Tierra. Lo pensaba porque creía, por razones místicas, que la Tierra era el centro del universo y que el movimiento circular era el más perfecto.

Esta idea fue desarrollada por Ptolomeo, en el siglo I d.C., para dar un modelo cosmológico completo. La Tierra permanecía en el centro, rodeada  por ocho esferas que llevaban a la Luna, el Sol, las estrellas y los cinco planetas entonces conocidos: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Además, para poder explicar las complicadas trayectorias de los planetas que se observaban en el cielo, estos debían moverse en círculos más pequeños ligados a sus respectivas esferas. La esfera externa arrastraba a las denominadas estrellas fijas, que siempre están en las mismas posiciones relativas pero tienen un movimiento de rotación común. Lo que hay más allá de la última esfera no quedó nunca muy claro, pero ciertamente no era parte del universo observable para la humanidad.

El modelo de Ptolomeo ofrecía un sistema razonablemente aproximado para predecir las posiciones de los cuerpos celestes.

Sin embargo, para predecir dichas posiciones correctamente, Ptolomeo tenía que hacer una hipótesis según la cual la Luna seguía una trayectoria que en algunos momentos la llevaba al doble de distancia de la Tierra que en otros. Pero eso implicaba que la Luna tenía que aparecer algunas veces el doble de tamaño que otras. Ptolomeo reconocía esta inconsistencia, pero pese a ello su modelo fue generalmente, aunque no universalmente, aceptado. Fue adoptado por la Iglesia cristiana como una imagen del universo que estaba de acuerdo con las Sagradas Escrituras.Tenía la gran ventaja de que dejaba mucho margen fuera de la esfera de las estrellas fijas para el cielo y el infierno.

Un modelo mucho más simple fue propuesto en 1514 por el sacerdote polaco Nicolás Copérnico. Al principio, por miedo a ser acusado de herejía, publicó su modelo de forma anónima. Su idea era que el Sol estaba en reposo en el centro y que la Tierra y los planetas se movían en órbitas circulares alrededor de él. Por desgracia para Copérnico, pasó casi un siglo antes de que su idea fuera tomada en serio. Tiempo después, dos astrónomos —el alemán Johannes Kepler y el italiano Galileo Galilei— empezaron a apoyar en público la teoría copernicana, pese al hecho de que las órbitas que predecía no encajaban perfectamente con las observadas. El golpe mortal a la teoría aristotélico-ptolemaica llegó en 1609. Ese año Galileo empezó a observar el cielo nocturno con un telescopio, un instrumento que se acababa de inventar.

Cuando miró al planeta Júpiter, Galileo descubrió que estaba acompañado por varios satélites pequeños, o lunas, que orbitaban a su alrededor. Esto implicaba que no todas las cosas tenían que orbitar directamente en torno a la Tierra como habían pensado Aristóteles y Ptolomeo. Por supuesto, seguía siendo posible creer que la Tierra estaba en reposo en el centro del universo y que las lunas de Júpiter se movían en trayectorias extraordinariamente complicadas alrededor de la Tierra, dando la impresión de que orbitaban en torno a Júpiter. Sin embargo, la teoría de Copérnico era mucho más simple.

Al mismo tiempo, Kepler había modificado la teoría de Copérnico, sugiriendo que los planetas no se movían en círculos sino en
elipses. Ahora las predicciones encajaban por fin con las observaciones. Para Kepler, las órbitas elípticas eran meramente una hipótesis ad hoc, y una hipótesis más bien desagradable, puesto que las elipses eran claramente menos perfectas que los círculos.Tras descubrir casi por accidente que las órbitas elípticas encajaban bien con las observaciones, no podía conciliar esto con su idea de que eran fuerzas magnéticas las que hacían que los planetas orbitaran en torno al Sol.

Hasta 1687 no se ofreció una explicación para ello, cuando Newton publicó sus Philosophiae naturalis principia mathematica. Esta fue probablemente la obra más importante publicada hasta entonces en las ciencias físicas. En ella Newton no solo proponía una teoría de cómo se mueven los cuerpos en el espacio y el tiempo, sino que también desarrollaba las matemáticas necesarias para analizar dichos movimientos. Además, Newton postulaba una ley de gravitación universal. Esta decía que cada cuerpo en el universo era atraído hacia cualquier otro cuerpo por una fuerza que era más intensa cuanto más masivos eran los cuerpos y más próximos estaban. Era la misma fuerza que hacía que los objetos cayeran al suelo. La historia de que a Newton le cayó una manzana en la cabeza es casi con certeza apócrifa. Lo que de hecho dijo era que la idea de la gravedad le vino cuando estaba sentado en actitud contemplativa, y fue ocasionada por la caída de una manzana.

Newton demostró que, según su ley, la gravedad hace que la Luna se mueva en una órbita elíptica alrededor de la Tierra y hace que la Tierra y los planetas sigan trayectorias elípticas alrededor del Sol. El modelo copernicano prescindía de las esferas celestes de Ptolomeo, y con ellas de la idea de que el universo tenía una frontera natural. Las estrellas fijas no parecían cambiar sus posiciones relativas cuando la Tierra daba vueltas alrededor del Sol. Por eso llegó a ser natural suponer que las estrellas fijas eran objetos como nuestro Sol, pero mucho más alejados. Esto planteaba un problema. Newton se dio cuenta de que, según su teoría de la gravedad, las estrellas deberían atraerse mutuamente; por lo tanto, parecía que no podían permanecer esencialmente en reposo. ¿No deberían juntarse todas en algún punto?

En 1691, en una carta a Richard Bentley, otro pensador destacado de su época, Newton afirmaba que esto sucedería si solo hubiera un número finito de estrellas. Pero también argumentaba que si, por el contrario, hubiera un número infinito de estrellas distribuidas de forma más o menos uniforme sobre un espacio infinito, eso no sucedería, porque no habría ningún punto central en el que juntarse. Este argumento es un ejemplo de los escollos con que se puede tropezar cuando se habla del infinito.

En un universo infinito, cada punto puede considerarse el centro porque cada punto tiene un número infinito de estrellas a cada lado. El enfoque correcto, como se comprendió mucho más tarde, es considerar la situación finita en la que todas las estrellas se mueven unas hacia otras. Entonces uno se pregunta cómo cam- bian las cosas si se añaden más estrellas distribuidas de forma aproximadamente uniforme fuera de esa región. Según la ley de Newton, las estrellas extra no supondrían ninguna diferencia con respecto a las originales, y por lo tanto las estrellas se juntarían con la misma rapidez. Podemos añadir tantas estrellas como quera- mos, pero siempre seguirán colapsando sobre sí mismas. Ahora sabemos que es imposible tener un modelo estático infinito del universo en el que la gravedad sea siempre atractiva.

Un hecho revelador sobre la corriente general del pensamiento anterior al siglo XX es que nadie había sugerido que el universo se estaba expandiendo o contrayendo. Se solía aceptar que o bien el universo había existido eternamente en un estado invariable, o bien había sido creado en un tiempo finito en el pasado, más o menos tal como lo observamos hoy.

Quizá esto se debía en parte a la tendencia del ser humano a creer en verdades eternas, así como al consuelo que encuentra en la idea de que a pesar de que él pueda envejecer y morir, el universo es invariable.

Ni siquiera a quienes comprendían que la teoría de la gravedad de Newton mostraba que el universo no podía ser estático se les ocurrió sugerir que podría estar expandiéndose. En lugar de eso, intentaron modificar la teoría haciendo que la fuerza gravitatoria fuera repulsiva a distancias muy grandes. Ello no afectaba significativamente a sus predicciones de los movimientos de los planetas, pero permitía una distribución infinita de estrellas en equilibrio en la que las fuerzas atractivas entre estrellas vecinas estarían contrarrestadas por las fuer- zas repulsivas procedentes de las que estaban más alejadas.

Sin embargo, ahora creemos que tal equilibrio sería inestable. Si las estrellas en una región se acercaran ligeramente, las fuerzas atractivas entre ellas se harían más intensas y dominarían sobre las fuerzas repulsivas. Así pues, implicaría que las estrellas seguirían acercándose. Por el contrario, si las estrellas se alejaran un poco, las fuerzas repulsivas dominarían y las impulsarían a alejarse más.

Otra objeción a un universo estático infinito se suele atribuir al filósofo alemán Heinrich Olbers. Lo cierto es que varios contemporáneos de Newton habían planteado este problema, y ni siquiera el artículo de Olbers de 1823 fue el primero que contenía argumentos plausibles sobre esta cuestión. Sin embargo, sí fue el primero en ser ampliamente conocido. La dificultad está en que en un universo estático infinito prácticamente cada línea de visión acabaría en la superficie de una estrella. Por lo tanto, cabría esperar que todo el cielo sería tan brillante como el Sol, incluso de noche. El contraargumento de Olbers consistía en que la luz procedente de estrellas lejanas estaría atenuada por la absorción por materia interpuesta. Sin embargo, si eso sucediera, la materia interpuesta acabaría calentándose hasta que brillara tanto como las estrellas.

La única forma de evitar la conclusión de que la totalidad del cielo nocturno debería ser tan brillante como la superficie del Sol sería que las estrellas no hubieran estado brillando siempre, sino que se hubieran encendido en algún momento finito en el pasado. En tal caso, la materia absorbente podría no haberse calentado todavía, o la luz procedente de estrellas lejanas podría no habernos llegado.Y eso nos lleva a la pregunta de qué podría haber provocado que las estrellas se hubieran encendido en su momento.

El comienzo del universo

El comienzo del universo había sido discutido, por supuesto, desde hacía mucho tiempo. Según varias cosmologías primitivas de la tradición judía, cristiana y musulmana, el universo empezó en un tiempo finito y no muy lejano en el pasado. Una razón para tal comienzo era la idea de que era necesario tener una causa primera para explicar la existencia del universo.

Otro argumento fue propuesto por san Agustín en su libro La ciudad de Dios, donde señalaba que la civilización progresa, y nosotros recordamos quién ejecutó cierta tarea o desarrolló cierta técnica. Por lo tanto, el hombre, y con ello también quizá el universo, no pudo haber existido siempre. De lo contrario, ya habríamos progresado más de lo que lo hemos hecho.

San Agustín aceptaba una fecha en torno al 5000 a.C. para la creación del universo según el libro del Génesis. Resulta curioso que esta fecha no está muy lejos del final de la última glaciación, aproximadamente en 10000 a.C., que es cuando empezó realmente la civilización. Por el contrario, a Aristóteles y a la mayoría de los filósofos griegos no les gustaba la idea de una creación porque sonaba demasiado a intervención divina. Por eso creían que la especie humana y el mundo a su alrededor habían existido, y existirían, para siempre. Ellos ya habían considerado el argumento del progreso que se ha descrito antes, y respondían al mismo diciendo que había habido diluvios periódicos u otros desastres que, repetidamente, volvían a poner a la especie humana en el principio de la civilización.

Cuando la mayoría de la gente creía en un universo esencialmente estático e invariable, la pregunta de si tuvo o no un comienzo era realmente una pregunta metafísica o teológica. Se podía explicar lo que se observaba de una de estas dos maneras: o bien el universo había existido siempre, o bien se puso en marcha en algún tiempo finito de modo que pareciera que había existido siempre. Pero, en 1929, Edwin Hubble hizo la singular observación de que, dondequiera que miremos, las estrellas distantes se están alejando rápidamente de nosotros. En otras palabras, el universo se está expandiendo. Esto significa que en tiempos anteriores los objetos habrían estado más próximos. De hecho, parecía que hubo un momento hace entre 10.000 y 20.000 millones de años en que todos estaban exactamente en el mismo lugar.

Este descubrimiento llevó finalmente la pregunta del comienzo del universo al dominio de la ciencia. Las observaciones de Hubble sugerían que hubo un momento llamado el big bang en el que el universo era infinitesimalmente pequeño y, por consiguiente, infinitamente denso. Si hubo sucesos anteriores a ese momento, no podrían afectar a lo que sucede en el tiempo presente. Su existencia puede ignorarse porque no tendría consecuencias observacionales.

Se puede decir que el tiempo tuvo un comienzo en el big bang, simplemente en el sentido de que no pueden definirse tiempos anteriores. Habría que dejar claro que este comienzo en el tiempo es muy diferente de los que se habían considerado previamente. En un universo invariable, un comienzo en el tiempo es algo que tiene que ser impuesto por un ser fuera del universo. No hay ninguna necesidad física de un comienzo. Se puede imaginar que Dios creó el universo en, literalmente, cualquier momento en el pasado. Por el contrario, si el universo se está expandiendo, puede haber razones físicas de por qué tuvo que haber un comienzo. Se podría seguir creyendo que Dios creó el universo en el instante del big bang. Incluso podía haberlo creado en un tiempo posterior de tal forma que pareciese que hubiera existido un big bang. Pero no tendría sentido suponer que fue creado antes del big bang. Un universo en expansión no excluye la figura de un creador, pero pone límites a cuándo Él podría haber realizado su obra.

Stephen Hawking

Stephen Hawking (Oxford, 1942-Cambridge, 2018) fue uno de los científicos más prestigiosos del siglo XX. Tras licenciarse en física en Oxford, se doctoró en cosmología en Cambridge, donde ocupó desde 1979 la Cátedra Lucasiana de Matemáticas. La investigación de Hawking se centró en las leyes fundamentales que rigen el universo. En un trabajo pionero, Hawking y Roger Penrose demostraron que las ecuaciones de la relatividad general implican la existencia de singularidades en el espacio-tiempo. Más tarde, Hawking desarrolló la teoría de los agujeros negros y demostró que estos pueden emitir radiación, en un trabajo memorable en el que combinaba la relatividad general con la teoría cuántica, el otro gran descubrimiento de la primera mitad del siglo XX. Por sus investigaciones, Hawking recibió infinidad de premios y distinciones, y hasta doce doctorados honoris causa. Además de su obra académica, escribió varias obras de divulgación que han sido grandes éxitos de ventas, como El universo en una cáscara de nuez, Historia del tiempo, La teoría del todo y, junto con Roger Penrose, La naturaleza del espacio y el tiempo, también publicado en Debate.

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