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Tomás Calvillo Unna

09/01/2019 - 12:00 am

Relato 11

Hace años un buen amigo que andaba en una precampaña política, me invitó de bateador emergente a dar una plática cuyo tema era la historia del libro. La estrella del evento le quedó mal y recurrió entonces a la amistad. Con gusto lo apoyé, aunque tuve mis dudas sobre el tema; lo resolví pronto. Decidí reflexionar sobre mi experiencia con el libro, es decir, una microhistoria personalizada. Así me encontré compartiendo con mis hermanos desde la infancia las lecturas de Salgari, de Sandokan y los mares del Pacífico. Mi padre invirtió sus escasos recursos en edificar una biblioteca valiosa y heterodoxa, la cual años después donó en parte a su amigo y admirado historiador Luis González y González para apoyar el desarrollo de El Colegio de Michoacán que había fundado en la ciudad de Zamora; décadas más tarde mis hermanos generosamente donaron lo que restaba de esa biblioteca familiar a El Colegio de San Luis.

La balsa de la memoria. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

Hace años un buen amigo que andaba en una precampaña política, me invitó de bateador emergente a dar una plática cuyo tema era la historia del libro. La estrella del evento le quedó mal y recurrió entonces a la amistad. Con gusto lo apoyé, aunque tuve mis dudas sobre el tema; lo resolví pronto. Decidí reflexionar sobre mi experiencia con el libro, es decir, una microhistoria personalizada. Así me encontré compartiendo con mis hermanos desde la infancia las lecturas de Salgari, de Sandokan y los mares del Pacífico. Mi padre invirtió sus escasos recursos en edificar una biblioteca valiosa y heterodoxa, la cual años después donó en parte a su amigo y admirado historiador Luis González y González para apoyar el desarrollo de El Colegio de Michoacán que había fundado en la ciudad de Zamora; décadas más tarde mis hermanos generosamente donaron lo que restaba de esa biblioteca familiar a El Colegio de San Luis.

En ese hábitat de libros de nuestra infancia y adolescencia que nunca dejó de incrementarse, había de todo literariamente hablando, desde las colecciones de las obras Marx y Lenin, Mao Tse-tung, y La revolución permanente de Trotsky: sacrificado en los engranajes de la historia. Las obras de Cervantes, Quevedo, Góngora, de la edad de oro de la tradición literaria española, hasta las novelas de resistencia al estalinismo como fueron las obras y autobiografía de Arthur Koestler o Solzhenitsin. Desde la generación del 27 hasta Ezra Pound, Sartre, Albert Camus, o Kerouac, Ginsberg.  Era la concreción de una excelsa y fina libertad intelectual, un abanico inmenso de posibilidades, de experiencias transfiguradas por la imaginación, los testimonios, el coraje. La angustia inherente al destino de cada quien expuesta desde un pensamiento ascético, o desde la exploración de los sentidos y las pasiones; la literatura y la filosofía a veces de la mano, a veces confrontadas de Henry Miller, Trópico de Cáncer, Thomas Mann y su Montaña Mágica, Marcel Proust en su intimidad perdida y resucitada en sus minucias y condición social, a Kirkegaard, Heidegger, Husserl, José Gaos, la fenomenología, ese río subterráneo que impregna el tiempo y el espacio y nutre los silencios y ruido de nuestra cotidianidad; contemplación activa, la resonancia de la imbricación de la lengua sajona que quisiera capturar a la vez lo tangible y lo intangible, mundo y ser en el devenir siempre intrigante de la propia palabra, como una sola palabra al umbral de despojarse de sí misma y atomizar la experiencia humana.

Samuel Ramos, la preocupación por la identidad del mexicano tan propia de la intelectualidad de los 50’s del siglo pasado. Karl Jung y los arquetipos, la poesía de Pellicer, sus Esquemas para una oda tropical y El agua hasta el cuello y Gorostiza y su vaso metafísico de la vida y la muerte, dos tabasqueños y uno más que escribió El otoño recorre las islas, José Carlos Becerra. Pablo Neruda el de la Tercera Residencia… parecía interminable ese jardín de la condición humana como diría Malraux. De Piedra de sol de Octavio Paz a El luto humano de José Revueltas. Tolstoi La guerra y la Paz y precursor de Gandhi el de la no violencia, Chesterton, el católico, y Lanza del Vasto, Maruxa Vilalta, William Carlos Williams y La Carretilla Roja: la evocación como imagen, Rosario Castellanos, Bertolt Brecht, Friedrich Dürrenmatt y La visita de la vieja dama, Juan José Arreola y Borges el inacabable, Lawrence Durrell y su Cuarteto de Alejandría. Saint – John Perse, su Anábasis y otros poemas, la inmensidad poética en el mar, los cielos y la brevedad de la luz pretendida de eternidad, que dejaron huella en el poeta amigo y hermano Javier Sicilia; y Hannah Arendt advirtiendo la pesada losa del totalitarismo; esa maquinaria administrativa del Estado sometido al temor de una ideología única que opera el poder unívoco: la interpretación sin fisuras que inhibe la conciencia, la suspende y tritura. Gogol, el teatro breve, Pasternak, el de la pasión amorosa, del que el dictador dijo: “a ese déjenlo, vive en las nubes”, Maiakovski, esa alma rusa apasionada, tormentosa de todo orden, William Faulkner, Juan Rulfo, García Márquez, espejos y reflejos de la fricción permanente entre sueños, deseos y la sobrevivencia en las islas peculiares de las comunidades y sus azarosas tradiciones cargadas de una pirotecnia psicológica sorprendente, apenas moldeada por las metáforas de ágiles y seductoras prosas; relatos de realidades y mitos cuyo peso se evapora en el delirio de Carlota como calificó a Noticias del Imperio, de Fernando del Paso, el edificador de esa biblioteca. Thomas Merton, el contemplativo redescubriendo los caminos que llevan a oriente en la arquitectura del silencio y Ernesto Cardenal, en las rutas de un evangelio sediento de rebelión en la mismas palabras y su arsenal de metáforas.

Ese contacto desde la infancia con los libros y con la atmósfera y conversación que suscitaban, se convirtió al paso del tiempo en una vocación: conocer el mundo, particularmente donde las tradiciones espirituales dejaron sus huellas y donde la política irrumpía en busca de dramáticas utopías propias del ritmo de la historia en su conjunto.

Herman Hesse Bajo la Ruedas, Robert Musil Las tribulaciones del estudiante Törless, Dylan Thomas, El retrato de un artista cachorro; La iniciación que es toda adolescencia (el ritual celular biológico) el cambio de frecuencia, la resonancia de un despertar sensible muchas veces a fogonazos: la rebeldía tan necesaria.

Los libros tenían alas no sólo para despertar la imaginación sino también para tomar decisiones buscando una identidad presentida, y ciertamente dispersa en diversos lugares y experiencias. Una identidad que la poesía no ha dejado de apuntar, tan honda o más que en los discursos e indagaciones antropológicas. Apollinaire y esos vasos comunicantes de la caligrafía oriental convertidos en una tipografía anhelante de ser imagen en instante: era la modernidad que ya latía y paradójicamente se expresaba en la influencia de la tinta hecha palabra, sonido e imagen del oriente milenario.

Malinowski y los rituales como circuitos comerciales de frágiles y antiquísimas embarcaciones de las islas del Pacifico, los mismos paisajes que se filtraron en la epidermis e iris de Gauguin, traducidos en excelsas pinturas, esa fuerza y belleza espléndida de pueblos que asombraron y fueron expoliados hasta convertirse en campos de pruebas para el experimento de las bombas atómicas. El libro de Karl Jaspers, que advirtió el abismo que se abrió ante los pasos de la humanidad, por primera vez dispuesta y con poder de aniquilarse a sí misma. Esos libros formaban y eran un tapiz inmenso, ¿cómo no descifrarlo?

Así surgió el primer viaje trasatlántico que unirían dos lecturas, dos autores. Los ladrones de la Noche (1945) la vida temprana de un kibbutz , el drama y heroísmo de una utopía socialista en la creación del estado de Israel (páginas de Arthur Koestler, que dejaron de lado la tragedia y desplazamiento de miles de familias que darían origen a las guerras intermitentes entre el estado de Israel y el pueblo palestino) me condujo a conocer la vida de los kibbutz. Y en septiembre de 1973, un mes después de haber llegado al kibbutz Hatzerim, durante la celebración de la independencia de México, conocí a nuestra embajadora Rosario Castellanos, que amablemente me invitó a comer y a quien frecuenté durante casi un año, aprendiendo de su generosidad y disciplina de trabajo; aún se puede oír al amanecer el tac, tac, tac, de su máquina de escribir.

La dejé de ver dos meses antes de su fallecimiento, a fines de mayo de 1974 cuando pernocté en su casa en Tel Aviv antes de dejar Israel. Al paso de los años  a pesar de las múltiples mudanzas, he conservado su obra poética en la edición publicada en 1972 por el Fondo de Cultura Económica: Poesía no eres tú, cuyo ejemplar lleva una dedicatoria en tinta azul que no ha dejado de estar presente. Recuerdo, cuando recién la conocí, que me platicó de su viaje a Irán y estaba impresionada de la riqueza y ostentación de los tesoros del Sha y los contrastes con la pobreza del país. Esa charla, entre otras, fue de alguna manera un apunte adelantado de un encuentro que tendría 35 años después con el régimen de los Ayatollas (el mismo que había derrocado a la dinastía Pahlavi) cuando visité Teherán para dar una conferencia sobre el sistema político mexicano y establecer vínculos que derivaron en la visita a México del Ayatolla reformista Khatami por invitación de El Colegio de San Luis. Un evento que hoy podría encuadrarse en la paradiplomacia, tan necesaria en nuestros días ante las parálisis y dificultades que tienen los gobiernos en responder a la desatada globalización.

La vida en el kibbutz, en dos de ellos, la vida diaria en una comunidad cuyos bienes eran colectivos así como las responsabilidades y el trabajo; y donde en su interior no circulaba el dinero, inspirados algunos en tradiciones socialistas e incluso comunistas europeas; los amigos, voluntarios, que éramos extranjeros llegados de todos los confines del mundo, en la era de la contra cultura; la guerra vivida en la frontera con Líbano, y Rosario Castellanos, se entrelazaron y al paso de los años se han ido depurando por ese fenómeno que es el tiempo en nuestra mente.

La memoria y el presente en continuo movimiento, los textos y los contextos, las palabras y las imágenes, los sentidos que parecieran, a veces con la mirada, el olfato, el gusto, el tacto, retornar al tiempo ido y fijarlo nuevamente. Al inhalar y exhalar están presentes ya sin su densidad, todos esos días y noches entre agosto de 1973 y agosto de 1974, le llamó la biología de la imagen; son fractales que se dilatan. Episodios que se vinculan ya no en un orden estrictamente cronológico, saltan, avanzan y retroceden. Como si registráramos una experiencia que de origen tiene componentes múltiples y al paso del tiempo se desgranara en varias dimensiones, la de los sentimientos, la de las emociones, la intelectual, y demás. Tal vez buscando un sentido profundo en nuestra finitud que no se atreve aún a calificar para no quedar atrapados en el propio pensamiento. Desde esta perspectiva la memoria como la lectura, son un ejercicio vital. El pensamiento necesariamente es una cápsula de tiempo y también puede intoxicar.

Estaba sentado a la sombra de los árboles en las montañas de Hanita a unos cuantos metros de la alambrada que separaba a Israel de Líbano, en silencio divagaba, sólo sintiendo el anochecer, cuando de pronto a unos cincuenta metros oí ruido y vi dos siluetas que se aproximaban, me levanté y fui rápidamente a mi habitación que estaba a unos 20 metros ascendiendo un poco. Abrí la puerta y les dije a Patrick un francés y Neil un inglés, con quienes compartía la recámara, no sin cierta agitación que alguien se había infiltrado, en ese momento detrás de mi aparecieron dos soldados israelitas sumamente molestos. Advirtieron que habíamos roto las reglas de seguridad y que estaba prohibido estar afuera a esas horas. Dijeron que me estuvieron apuntando con sus armas al haberme visto en la distancia y advertir que estaba sentado cubierta mi cara con un pasamontañas (mismo que había comprado semanas atrás en el mercado de Nablus) pensaron que era un guerrillero palestino y estuvieron apunto de disparar, no lo hicieron porque en la medida que se acercaron la postura de mi cuerpo les pareció relajada y no denotaba… quien sabe qué cosa. Lo cierto es que la muerte se apiadó, por decir lo menos.

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