En diciembre de 2006, Felipe Calderón declaró la "guerra contra el narco”: una era de sangre y fuego que además de miles de muertos, también dejó millones de dólares para unos pocos. En Los millonarios de la guerra la periodista Peniley Ramírez desnuda a todos aquellos que se forraron de dinero gracias a esa industria. Genaro García Luna es sólo uno de tantos.
Ciudad de México, 8 de diciembre (SinEmbargo).- En diciembre de 2006, Felipe Calderón declaró la "guerra contra el narco": una era de sangre y fuego que ha dejado cientos de miles de muertos... y cientos de millones de dólares para unos pocos.
En esta investigación realizada a lo largo de 8 años, en 4 países y con más de 17 mil documentos, la periodista Peniley Ramírez desnuda a quienes se han forrado de dinero gracias a esa industria: políticos, proveedores, brokers, espías, empresas de seguridad, asesores, mandos policiacos, jefes militares y mercaderes de armas y de humo.
Genaro García Luna es sólo uno de ellos, casi el único que ha caído en desgracia. Este libro demuestra que su vida y obra ejemplifican todo un sistema, que persiste hasta hoy, en el que para ganar millones no se necesita ganar la «guerra».
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Los millonarios de la guerra, de la periodista de investigación Peniley Ramírez, colaboradora en las investigaciones globales Panama Papers y Paradise Papers con el Consorcio Internacional de Periodistas Investigativos y nominada a seis premios Emmy de periodismo de la Academia Nacional de Televisión, Artes y Ciencias de Estados Unidos. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.
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La Ametralladora
Cristina Pereyra marcaba los números en su teléfono con las manos temblorosas. Llamó a su amiga Sylvia Pinto y al marido de ésta, Samuel Weinberg. Ninguno respondió. Probó con Alexis, el hijo de ambos. Nada. Buscó entonces a otro amigo en común: “¡Diles a esos cabrones que me contesten! ¡Me tienen que ayudar! ¡Necesito dinero para sacar a Genaro!”
A esas horas, el nombre del esposo de Cristina, Genaro García Luna, se multiplicaba en medios de comunicación del mundo. “Detenido en Estados Unidos el gran estratega de la guerra mexicana contra el narco”, publicó El País; “El arquitecto de la guerra contra las drogas en México, detenido por aceptar sobornos de los cárteles”, tituló The Guardian; “Las claves del ‘pez gordo’ mexicano que arrestó EE.UU.”, se leía en Los Angeles Times.
En menos de una hora, más de 300 notas de prensa se publicaron, en distintos idiomas, con el anuncio del arresto. La noticia se volvió trending topic. No era para menos. Durante más de una década, García Luna fue el hombre más poderoso de la seguridad pública en México. El impacto era enorme. Caía un exfuncionario a quien la prensa consideraba intocable, protegido del expresidente mexicano Felipe Calderón. Lo acusaban de colaborar con una poderosa organización criminal, a la que las autoridades nombraron Cártel de Sinaloa, y que supuestamente él había combatido. No era casual que Cristina, que decía ganarse la vida como chef en un restaurante siempre medio vacío, llamara a los Weinberg antes que a nadie más. Tampoco fue casual que les exigiera ayuda para liberar de la cárcel a su esposo.
Este libro cuenta toda la historia. Desde hacía mucho tiempo, las dos familias eran amigas. Y también las unían años de negocios conjuntos de más de 400 millones de dólares. Los Weinberg amasaron una fortuna multimillonaria gracias a los contratos con el gobierno de México, firmados cuando el marido de Cristina era secretario de Seguridad Pública.
En 2012, cuando dejó la administración, se convirtieron formalmente en socios. A lo largo de casi tres décadas, el dinero y el poder liaron el destino de ambas familias. Pero esa mañana de diciembre de 2019 la relación se quebró.
Los Weinberg no contestaron el teléfono ese día, ni los días, semanas y meses siguientes. Esa mañana, cuando se supo la noticia de que García Luna había sido apresado, busqué a Alexis Weinberg y le solicité una entrevista. Me respondió con un mensaje de voz. Prometió llamarme después, pero nunca lo hizo. Se olvidó de su socio y amigo. Atrás habían quedado los años de risas y fiestas, mansiones y dólares, abrazos y complicidades. Tres semanas después del arresto de Genaro, Alexis paseaba con su esposa y su hija por Europa. En sus redes sociales compartió un video donde se lo ve cantando y bailando en un elegante resort de esquí, decorado con enormes anuncios de champaña, mientras al otro lado del Atlántico el exsecretario de Seguridad Pública enfrentaba sus primeras audiencias. En Nueva York, un gran jurado lo acusó de tres cargos de conspiración para traficar cocaína y un cargo por haber mentido a las autoridades sobre su historial delictivo. Seis meses después le añadieron otro cargo, también por narcotráfico. En resumen, le imputaron haber sido un topo, un infiltrado en el gobierno mexicano del grupo criminal que las autoridades consideran como el más poderoso del continente.
Ésta no es, entonces, una historia de camaradas que se auxilian en tiempos de tragedia. Es la narración de cómo un hombre pasó de ser ayudante en la compañía de mudanzas de su padre a convertirse en el primer funcionario federal mexicano de mayor rango que ha sido formalmente acusado de narcotráfico por el gobierno de Estados Unidos. Entre ambos momentos hay miles de millones de dólares en contratos de seguridad y el relato de cómo una estrategia política que el gobierno ha divulgado como la “guerra al narcotráfico” se convirtió en un gran negocio para un puñado de empresarios. En los últimos 14 años, desde enero de 2007 a septiembre de 2020, las cifras oficiales del gobierno muestran que más de 347 mil seres humanos fueron asesinados en México en el contexto de este discurso y esta estrategia de política pública.
Se han escrito muchos libros sobre este periodo, sus consecuencias y sus momentos más relevantes. Las autoridades suelen decir que es una “guerra contra el narco” o “guerra contra las drogas”, retomando el mismo término que ha utilizado el gobierno de Estados Unidos desde la década de 1980, en la presidencia de Ronald Reagan. El trabajo periodístico y académico de los últimos años relativo a México prueba que no puede hablarse de una “guerra” del Estado contra una sociedad criminalizada, sino de un conflicto decretado políticamente, en el cual hay una enorme responsabilidad gubernamental y gigantescos intereses económicos y políticos. Este libro cuenta la historia de quiénes han ganado con este discurso político y de los millones de dólares en dinero público que se han invertido en México a raíz de que esa estrategia se decretara.
Este libro se enfoca en algunos de los personajes más importantes —aunque menos visibles— de este periodo que autores como Joseph Miranda, refiriéndose a Estados Unidos, han calificado como una “seudoguerra”. En México, la periodista Laura Castellanos ha utilizado el término “violencia organizada”, que vincula la violencia institucional, empresarial y criminal. Castellanos —y otros periodistas y académicos, como Oswaldo Zavala— explica que hablar de “guerra” exime de responsabilidad al Estado y “perpetúa el discurso oficial, que justifica el saldo de sangre y militarización en el país”.
La historia que voy a contar se centra en quienes no necesitan protagonizar los titulares de prensa para definir la vida y la muerte de cientos de miles. Aquellos hombres y mujeres de negocios y aquellos funcionarios cuya existencia explica el país ensangrentado de las últimas décadas. Éste es, también, un libro sobre cómo la corrupción cambia el rostro y las entrañas de un país.
García Luna es un elemento central para explicar lo que ha ocurrido y quiénes han resultado beneficiados. Su carrera, su enriquecimiento y sus decisiones como funcionario público, primero, y como contratista del gobierno mexicano, después, retratan el círculo perverso de gobierno, negocios y crimen organizado.
En un libro que García Luna publicó en 2011, explicó con un gráfico cómo es imposible que un país salga adelante si quienes lo gobiernan se enriquecen con el dinero público y ayudan a los criminales. A la luz de su detención, esa gráfica parece una suerte de autobiografía involuntaria, un confesional oculto en forma de explicación teórica. En las páginas y capítulos siguientes, explicaré por qué.
A Genaro García lo detuvieron la madrugada del 9 de diciembre de 2019 en un suburbio de Dallas, Texas. El operativo estuvo a cargo de agentes de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés). Un oficial le confió a Ginger Thompson, excorresponsal en México de The New York Times, que lo arrestaron en una casa particular, en una habitación muy modesta, de un solo dormitorio. En una conversación telefónica, Thompson, quien reportó la historia de la detención como periodista investigadora de la organización ProPublica, con sede en Washington, me contó que “en las paredes estaban colgadas decenas de retratos de García Luna en reuniones con autoridades de Estados Unidos”.
Eran 22 cuadros con diplomas y fotografías, todos enmarcados con gruesas molduras negras.
Él llevaba años llevándolos de una casa a otra. Cuando se mudó con su familia a Miami, en 2012, los colgó en dos paredes de su estudio, perfectamente alineados. Los miraba de frente cuando se sentaba a trabajar en su computadora de escritorio. Años más tarde, cuando se cambiaron a un lujoso departamento frente a la bahía de Aventura, al norte de Miami, llenó una pared del cuarto de televisión con los mismos cuadros. Los dispuso en fila, a la derecha de su sitio favorito para acomodarse en las poltronas afelpadas del salón.
Durante los meses anteriores a su arresto, en las redes sociales de Genaro y de su compañía de seguridad, GL and Associates Consulting (GLAC), rondaron las mismas fotos y diplomas. En más de medio año, en esas cuentas publicaban una y otra vez las imágenes. En ellas, García Luna aparece sonriente junto a Hillary Clinton, cuando era secretaria de Estado; o junto a Michele Leonhart, cuando dirigía el Buró Federal de Investigaciones (FBI), por ejemplo. Aparecían también otras imágenes borrosas de los reconocimientos de “buen policía” que la DEA, el FBI y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) le entregaron cuando él era uno de los interlocutores favoritos del gobierno estadounidense con el mexicano. La pasarela periódica de las imágenes remarcaba una sola idea: García Luna era el “amigo mexicano del gobierno de Estados Unidos”. El bien portado. Y el intocable.
Pero a lo largo de los años, algunos en Washington fueron distanciándose de la visión que el mexicano difundía de sí mismo. Cuando fue detenido, agentes del gobierno estadounidense llevaban años investigándolo. Primero, indagaron en sus redes de allegados en el aparato gubernamental mexicano. Luego, buscaron específicamente las pruebas de que había recibido pagos de sobornos a cambio de protección a los contrabandistas para el envío de grandes alijos de cocaína. García Luna no era ajeno al hecho de que su imagen iba deslavándose, me contaron varias personas que convivieron con él en los meses anteriores a su arresto. Quizá precisamente por ello se empeñó en lanzar una campaña de relaciones públicas para mostrar que sus “amigos gringos” lo querían y cobijaban.
Sus “amigos gringos” lo acompañaron en aquellos cuadros de gruesas molduras hasta la habitación donde lo capturaron en Texas. Ahí estaban, callados. Mirándolo con sus sonrisas vacías. Pero cuando conoció la noticia de la captura, Cristina Pereyra no buscó a Joe Biden o a Hillary Clinton. Buscó a los Weinberg. Conocí la anécdota de la llamada de Cristina por Cameron, una fuente de primer nivel que aparecerá muchas veces en las páginas de este libro.
Me decidí a escribirle por primera vez a Cameron dos meses después del arresto de García Luna. Durante años, había sabido que estaba al tanto de mi trabajo, porque dejó una vaga constancia. Seguía mi cuenta de Twitter, casi desde que comencé a publicar reportajes sobre los negocios de García Luna, en el invierno de 2012, pero nunca había dejado algún “me gusta” o comentario. No pierdo nada, me dije; el “no” ya lo tengo. Le mandé un mensaje novelesco. “Han pasado muchos años para decidirme a escribirle.” Cameron respondió con otro igual: “Gracias, he seguido tus reportajes. Te puedo ayudar, pero hay que tener cuidado. Ellos rastrean todo”.
Hablamos por teléfono dos horas más tarde. “Llevaba años esperando a que me buscaras”, me dijo, y adelantó que sólo me contaría su historia si nos veíamos personalmente. Ese fin de semana, pude encontrarme con Cameron. Me contó sobre la llamada de Cristina, en una larga entrevista, y me entregó un expediente de documentos que había preparado sobre el caso de García Luna y los Weinberg. Había allí copia de documentos empresariales, de otros que están en registros públicos de propiedad, fotografías y papeles personales.
Quien realiza una investigación debe verificar los documentos que las fuentes le proporcionan y confrontar lo dicho en las entrevistas. Las fuentes tienen intenciones, y es un deber del periodista tratar de comprender cuáles son. En el caso de Cameron pude confirmar que tiene una relación cercana con García Luna, Cristina Pereyra, Sylvia Pinto y los Weinberg; revisé los cientos de documentos que me proporcionó, comparé sus testimonios con los de otras personas y sopesé sus motivaciones para darme la información que conoce.
Cuantitativamente, los cientos de papeles y fotografías que me dio eran pocos comparados con los más de 16 mil documentos que he reunido a lo largo de ocho años de investigar los negocios de García Luna. Pero cualitativamente son invaluables: confirman datos centrales, solucionan dudas fundamentales y permiten hallarle salida a una gran cantidad de callejones. Cameron me puso una sola condición: que no revelara su nombre, porque su vida estaba en riesgo. Decidí aceptarlo, con la advertencia de que verificaría cada uno de sus dichos y los documentos que me entregó. Así lo hice.
En el periodismo, a veces acudimos a fuentes anónimas, de quienes no conocemos su identidad, o a otras que sabemos quiénes son, pero entendemos y aceptamos sus motivos para pedir que no se revelen sus nombres. A éstas las conocemos como “fuentes confidenciales”. Cameron es una fuente confidencial. Esta historia sobre negocios, corrupción y poder también pretende mostrar parte de los procedimientos habituales que usamos los periodistas al hacer una investigación como ésta. Mi intención es dar seguridad a quien está leyendo de que lo dicho aquí ha sido verificado.
Una fuente anónima, como la famosa Garganta Profunda del caso Watergate (retratado en el libro y en la película Todos los hombres del presidente), de Carl Bernstein y Bob Woodward, es desconocida para quien está haciendo la investigación, pero puede aportar datos y documentos verificables. Sólo uno de los reporteros de aquella cobertura emblemática de The Washington Post sabía quién era esa fuente; pero ambos se dedicaron a indagar en las pistas que les dio. En los Panama Papers, otra investigación clave en el periodismo colaborativo de nuestro tiempo, los reporteros tampoco sabíamos quién era la fuente que filtró millones de documentos; pero trabajamos sobre aquellos papeles y publicamos sólo las historias que pudimos verificar.
Las fuentes anónimas no son indeseables, sólo hay que tratarlas con el mismo rigor, verificando sus dichos. Para este libro no recurrí a ninguna fuente anónima. Cameron es una fuente confidencial, como he dicho: sé perfectamente quién es. No todo lo que me dijo está aquí, sólo aquello que pude probar y que me permite explicar el curso de los acontecimientos que estoy relatando, al igual que algunas anécdotas significativas, como la de las desesperadas llamadas que hizo Cristina el día que su marido fue detenido por autoridades de Estados Unidos.
Cristina no me confirmó haber dicho exactamente lo que recuerda Cameron. Desde hace meses me comuniqué con el abogado de Genaro para conocer la versión de ellos, pero sólo recibí por respuesta un correo electrónico amenazante. Otras fuentes, sin embargo, me confirmaron que la relación entre los García Luna y los Weinberg se rompió después de la detención. Algunos hechos públicos también constatan este quiebre en la amistad de ambas familias. Los Weinberg no declararon públicamente una sola palabra en favor de Genaro, no se presentaron en los documentos judiciales como sus amigos ni allegados, no ofrecieron financiar su solicitud de una liberación con fianza, ni acudieron siquiera a las audiencias del exsecretario de Seguridad Pública, como señal de solidaridad. Discretamente, se dedicaron a litigar sus propios casos judiciales —de los que hablaré más adelante—, y a vender sus propiedades, en México y Estados Unidos.
Los García Pereyra se mudaron a Texas en el verano de 2019. Desde allí, pretendían afianzar su empresa de seguridad en Dallas, una ciudad que no era cara y estaba cerca de México. No hallé registros de que la pareja hubiese comprado alguna propiedad en ese estado. Una amiga de Cristina, quien me pidió omitir su nombre, me dijo que “no estaban teniendo una buena situación económica”, por lo cual vivían en una propiedad rentada. Es, por supuesto, una cosa muy rara, si consideramos que durante años García Luna y su familia se habían dado vida de millonarios. Veremos eso más adelante.
Los registros policiacos señalan que, durante su arresto el 9 de diciembre de 2019, Genaro se comportó dócil y obediente. No fue una conducta novedosa. El mismo gesto sumiso y servil que describen los agentes durante la captura lo acompañó desde los primeros años de su carrera policiaca. Muchos de quienes lo han conocido durante décadas dicen que, en sus años de ascenso, la frase que más le escuchaban decir era “Sí, señor”. Así fue también con los agentes de la DEA. Accedió a que revisaran la habitación. Entregó voluntariamente su pasaporte, su tarjeta de residente permanente, su computadora y su celular. Les dio sus contraseñas. Durante horas habló con ellos. Y en las audiencias judiciales, mantuvo el rostro desencajado y los ojos llorosos, la expresión de quien se siente traicionado por un gobierno —el estadounidense— al que sirvió por más de una década. En todas las audiencias de su primer año preso repitió “Sí, señor” como su respuesta más recurrente al juez.
Seis días antes del arresto, un gran jurado en una corte federal en Brooklyn, Nueva York, había acusado a García Luna de haber conspirado con la organización que identifican como el “Cártel de Sinaloa” para traficar cocaína hacia Estados Unidos. Según la acusación, él recibió millones de dólares en sobornos y, como retribución, ayudó a que toneladas de cocaína se enviaran o llegaran a territorio estadounidense. La narrativa de los fiscales fue implacable: García Luna abusó de su posición como funcionario de alto rango en México, primero como jefe de la Agencia Federal de Investigación (AFI) y luego como secretario de Seguridad Pública. Desde esas posiciones de privilegio, dicen los fiscales, facilitó a los contrabandistas que le pagaron sobornos un paso seguro para sus envíos de drogas, y les dio información confidencial de investigaciones oficiales sobre ellos y sobre otros traficantes rivales.
En el sistema judicial estadounidense, un gran jurado es un grupo de 12 ciudadanos que son convocados aleatoriamente para colaborar con un caso judicial. No reciben ninguna remuneración porque este trabajo es considerado un deber cívico, lo que obliga también a sus empleadores a pagarles el día aunque no asistan a trabajar. Este jurado es distinto al que decide si una persona es culpable o no cuando ya está en el juicio, aunque su selección y las características de sus miembros son similares. En el caso del gran jurado, la fiscalía les presenta sus investigaciones y ellos deciden si la persona debe ser imputada por un delito o no. El 4 de diciembre de 2019, esos 12 ciudadanos del gran jurado decidieron que García Luna debía ser acusado y aprehendido. Unas horas más tarde, en esa misma corte se expidió la orden de captura.
Los documentos de la acusación aseguran que García Luna comenzó a trabajar para los traficantes en 2001 y que todavía en 2019 tenía conexiones con traficantes y funcionarios corruptos mexicanos. “Probablemente estén dispuestos a ayudarlo a huir de las fuerzas del orden público de Estados Unidos y a refugiarlo en México”, se lee en el escrito. Uno de los contrabandistas que envía anualmente toneladas de alijos de cocaína desde Sinaloa a Estados Unidos me dijo que él y su familia consideran a García Luna un traidor y no lo ayudarían.
La descripción de García Luna en esa orden, previa a su captura, es terminante:
El acusado priorizó su avaricia personal sobre sus deberes jurados como servidor público, y aseguró el éxito continuo y la seguridad de una de las organizaciones de narcotráfico más notorias del mundo. Como deja en claro la conducta delictiva del acusado, él no respeta la autoridad ni el Estado de derecho, y previamente ha mentido en los formularios del gobierno para evitar ser considerado responsable de sus crímenes. Por lo tanto, no hay razón para creer que el acusado obedecería las órdenes del tribunal o las condiciones de liberación si el tribunal le concede la libertad bajo fianza.
El fiscal encargado solicitó que el juez Brian Cogan llevara el caso. Cogan fue citado miles de veces en la prensa un año antes, en 2018. En aquel momento, presidió en esa misma corte de Brooklyn el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán, quien fue condenado por narcotráfico. En la acusación contra García Luna, los fiscales alegaron que el exfuncionario ayudó a mandar toneladas de droga “al Cártel de Sinaloa, una de las organizaciones criminales más grandes, exitosas y violentas del mundo”. Los fiscales pidieron que Cogan presidiera el juicio contra García Luna porque su proceso y el del Chapo Guzmán estaban “presumiblemente relacionados”.
En esta acusación contra Genaro, se repitió la misma narrativa oficial de los casos previos, que frecuentemente ignora al Estado en su conjunto como un actor criminal. Se concentra en acusar a funcionarios mexicanos aislados, algunos de alto rango, como García Luna y el exsecretario del Ejército, Salvador Cienfuegos, de estar coludidos con los traficantes. En algunos casos, muy contados, también se incluye a ciertos funcionarios estadounidenses de bajo rango, como oficiales de aduanas, de migración o de guardias fronterizas, como cómplices de los traficantes.
Uno de los testigos más elocuentes en el juicio contra Guzmán fue Jesús El Rey Zambada. Para la fiscalía, su testimonio fue clave. Los fiscales dijeron que “llegó a tener un rango operativo alto dentro del Cártel de Sinaloa”. Es hermano de Ismael El Mayo Zambada, otro sinaloense acusado de enviar ilegalmente a Estados Unidos miles de toneladas de droga desde México y Sudamérica. El 20 de noviembre de 2018, El Rey Zambada testificó que había entregado a García Luna maletines con 3 y 5 millones de dólares en dos ocasiones, una de ellas en un restaurante. Él lo negó rotundamente en medios de comunicación y redes sociales.
Durante varios días de intervenciones —se lee en las transcripciones de las audiencias— Zambada dijo que él y otros cómplices enviaban los alijos con la droga de México a Estados Unidos desde la década de 1990, utilizando varias casas en la capital mexicana como “centros de operaciones”. Declaró que él pagaba regularmente sobornos a funcionarios del gobierno mexicano para que quienes transportaban la droga no fueran detenidos o los cargamentos no fueran incautados.
El 12 de febrero de 2019, El Chapo Guzmán fue declarado culpable de 10 cargos de narcotráfico y condenado a prisión de por vida. García Luna no fue el único servidor público mexicano mencionado en el juicio de Guzmán como alguien que recibió sobornos, pero sí el primero a quien la fiscalía detuvo después de eso. En agosto de 2019, Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional entre 2012 y 2018, también fue acusado de complicidad con otros traficantes de droga. Pero su caso se mantuvo sellado. En octubre de 2020, Cienfuegos fue detenido en Los Ángeles; aunque la acusación en su contra era anterior a la de García Luna, y estaba radicada en la misma corte en Brooklyn, el caso de Cienfuegos se mantuvo como confidencial en los registros judiciales hasta su detención en California.En noviembre de 2020, Cienfuegos volvió a México, después de que los fiscales del caso solicitaron que se le eliminaran los cargos.
Cuando arrestaron a García Luna, en diciembre de 2019, nunca antes un miembro del gabinete de México, un secretario de Estado, había sido acusado públicamente ante el sistema de justicia estadounidense por algo semejante. Una parte de la prensa afín a García Luna —y que lo defendió durante años, mientras él era servidor público— se apresuró a publicar que la acusación era injusta e irrisoria. Se repitió que el único testimonio en su contra provenía de un narcotraficante, y que era inaudito que la fiscalía hiciera caso a un criminal, quien “evidentemente” enunciaba tales infundios para complacer al gobierno de Estados Unidos.
Al parecer, estos periodistas no habían leído los detalles de la acusación. Contrario a lo que escribieron sus defensores después del arresto, el caso contra García Luna no estaba basado únicamente en el testimonio del Rey Zambada. Ni de cerca. En la solicitud de detención, el fiscal insistió en que el gobierno entrevistó a otros testigos que coincidieron en que el exsecretario de Seguridad Pública había colaborado durante años en la protección de los envíos ilegales de droga.
Meses después, en los registros públicos del caso se revelaron otros indicios importantes: durante meses, las autoridades estadounidenses rastrearon sus registros financieros. La pesquisa se remonta al invierno de 2012. En aquel momento, García Luna se mudó a Miami con su familia, tan sólo unos días después de dejar su cargo en el gabinete federal mexicano. Cumplía 23 años de ejercer como servidor público en distintos puestos. La fiscalía halló que en ese momento ya había acumulado una fortuna personal de millones de dólares, inconsistente con el salario de un funcionario público.
Cuando lo arrestaron en Texas, la familia García Pereyra llevaba siete años viviendo en Estados Unidos. En sus declaraciones de impuestos en México de 2013 a 2018, Genaro dijo haber ganado 989 mil pesos en esos cinco años, unos 73 mil dólares al tipo de cambio de esos años. Con ese dinero no les alcanzaba ni para mantener las escuelas de sus hijos, como veremos más adelante. Alegaron que sus ingresos provenían de negocios lícitos, un restaurante de ella y una compañía de seguridad de él. Pero la fiscalía no les creyó una palabra. El reporte financiero de los fiscales concluyó que, ocho años después de haber dejado la titularidad de la Secretaría de Seguridad Pública, seguían viviendo de los sobornos. Muchas páginas de este libro relatan cómo se construyó e invirtió el patrimonio de la familia García-Pereyra y de sus socios.
Unos días después del arresto, García Luna compareció ante una corte en Dallas. En los medios sorprendió verlo con un uniforme naranja, esposado, ojeroso, con las manos atadas en la espalda. Muchos de quienes se sentían víctimas de sus años en el poder no podían creerlo. El hombre que con un par de llamadas podía resolver un secuestro, espiar a un político o conseguir un contrato, el mismo que puso a temblar a decenas de periodistas, que influyó para que terminaran en la cárcel muchos de quienes se le opusieron, ahora hacía una tímida señal cariñosa a su mujer desde el banquillo de los acusados, con el rostro trémulo.
Mientras algunos periodistas lo defendían, en otra parte de la prensa mexicana la noticia se contaba con júbilo: “Cayó el intocable”, “Finalmente habrá justicia”, “Ahora falta Felipe Calderón”. En las horas siguientes, se imprimieron, postearon y radiodifundieron decenas de testimonios de quienes durante años callaron por miedo: los policías despedidos injustamente, los periodistas que huyeron de México, quienes fueron apresados, los que advirtieron de la farsa de la guerra desde mucho antes, cuando nadie los escuchaba. Tampoco faltaron reporteros y analistas que proclamaban que ya sabían, desde hacía décadas, que García Luna era corrupto, aunque nunca hubieran mostrado pruebas.
La detención de García Luna marcaba el fin de una época.Resultaba una pequeña victoria —aunque fuese vista de lejos, desde el sistema judicial de Estados Unidos— en un país que arrastra décadas de luto, donde el pánico ha hecho que familias abandonen pueblos enteros y proliferen brigadas de familiares que buscan los cuerpos de los suyos en fosas clandestinas. Pero su arresto no cambia la tragedia cotidiana en el país. En México, según cifras oficiales, en 2019 fueron asesinadas más de 35 mil personas, una cada 15 minutos. El 92% de los delitos que se remiten ante las autoridades no reciben sentencias ni salidas alternativas judiciales, es decir, quedan impunes.
García Luna no fue siempre el poderoso funcionario en el que se convirtió entre 2001 y 2012. Tras su arresto, numerosas personas declararon en la prensa que desde siempre fue cruel, corrupto y ambicioso. Tal vez fuera así, pero afirmar que los actos criminales de un personaje se deben a que siempre fue un criminal no explica nada. Genaro tomó decisiones respecto de su carrera policiaca en un entorno que se beneficia todavía hoy con el discurso de la “guerra contra las drogas” y con el dinero público que se gasta en nombre de éste. Su ascenso coincidió con transformaciones profundas en la historia del país, que también explican por qué llegó él, y no alguien más, a esos puestos de poder.
Desde la década de 1940, todos los presidentes de la República y la inmensa mayoría de quienes ocupaban cargos de elección popular eran integrantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Su dominio era hegemónico, pero la severa crisis económica y política que comenzó en 1982 ocasionó que la clase política se percatara de que debía impulsar cambios drásticos para mantenerse en el poder. Las llamadas de atención llegaron en 1985 y 1986. El sismo del 19 de septiembre del 85 mostró la incapacidad del Estado para enfrentar una situación catastrófica y propició el surgimiento de organizaciones civiles. Meses después, el Partido Acción Nacional (PAN) amenazó la hegemonía priista en Chihuahua.
En el PRI surgieron, al menos, dos poderosas tendencias. La primera deseaba mantener las políticas nacionalistas tradicionales, pero con una apertura democrática. La segunda, en cambio, pretendía modernizar la economía y abrir el comercio, pero de una manera autoritaria, con pactos impulsados desde la Presidencia con los grupos poderosos, como empresarios, partidos, iglesias y sindicatos. El presidente Miguel de la Madrid optó por la segunda, la de los tecnócratas. Luego de seis años sin crecimiento, no tenía muchas opciones.
En 1988, tras unas elecciones muy discutidas, Carlos Salinas de Gortari ocupó la Presidencia. Privatizó numerosas empresas estatales, llevó a cabo un tratado de libre comercio con Estados Unidos y creó programas asistencialistas para mitigar los efectos de la apertura comercial. Estos programas también le permitieron contar con una base electoral que dio el triunfo a los candidatos del PRI, tanto en los estados como en la renovación de la legislatura federal. En algunos casos, tuvo que hacer concesiones.
Si en 1986 se impuso en Chihuahua al candidato priista, Fernando Baeza, en medio de acusaciones de fraude electoral, en 1989 Carlos Salinas aceptó que el panista Ernesto Ruffo Appel ocupara la gubernatura de Baja California. Pero el proyecto salinista se desbarrancó en 1994, por el levantamiento zapatista en Chiapas; por los asesinatos del candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, y del secretario general del PRI, Francisco Ruiz Massieu; y por la crisis económica que se desató en diciembre de 1994.
Ernesto Zedillo consiguió retener la presidencia para el pri, pero la recesión de 1994-1995 y la presión cada vez mayor de organizaciones civiles y partidos políticos condujeron a un proceso de modernización institucional. Se creó el Instituto Federal Electoral, llamado ahora Instituto Nacional Electoral (INE), una entidad autónoma para organizar las votaciones. Las cámaras legislativas tuvieron cada vez más presencia de partidos opositores y la prensa empezó a tener un papel crítico que, salvo raras excepciones, no había tenido anteriormente. Como veremos más adelante, el gobierno federal también impulsó la modernización de las instituciones policiacas y de inteligencia.
En las elecciones federales del 2000, el triunfo se lo llevó el panista Vicente Fox. El pan, fundado en 1939, había sido un partido conservador y nacionalista. Desde la década de 1980 se le unieron varias personas con intereses empresariales. Aunque socialmente eran también conservadores, en materia económica y política coincidían con los tecnócratas y modernizadores del PRI. Fox formaba parte de ese grupo. Pretendía dirigir las instituciones del Estado con criterios empresariales.
En el combate al crimen se impuso una visión técnica. El presidente y sus colaboradores estaban obsesionados con los números y los resultados concretos. Esto se tradujo en una extendida política para descabezar las organizaciones criminales, en una lógica de guerra a dos bandos: por un lado, los “malosos” —como los llamaba el presidente—, y por otro, el gobierno, los “buenos”. Pero la realidad es mucho más complicada.
Como candidato, Fox había rechazado la “certificación” de Estados Unidos en el combate al tráfico de estupefacientes. Sin embargo, en agosto del 2000, tras ganar las elecciones y antes de ocupar la Presidencia, el director de la Oficina de Políticas Nacionales para el Control de Drogas de Estados Unidos, Barry McCaffrey, viajó a la Ciudad de México. En el importante libro El siglo de las drogas, el académico Luis Astorga señala que la visita de McCaffrey dejó en claro que el nuevo gobierno no podía escapar de las directrices de Washington en el combate a los grupos de traficantes.
Las indicaciones incluían aceptar la militarización del combate al crimen organizado, que se materializó con el nombramiento del general Rafael Macedo de la Concha al frente de la Procuraduría General de la República (PGR). Esta medida se extiende hasta hoy, a través de la Guardia Nacional, en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Se impuso también la “modernización de las policías”, con mayores controles de confianza y el uso extensivo de tecnologías, un tema que Genaro García Luna supo manejar para adquirir importancia, y que le reportó ganancias millonarias, como veremos más adelante. Por último, se instauró un discurso oficial que diferenciaba entre la sociedad civil, bajo la protección del gobierno, y el crimen organizado, un grupo de sujetos aislados y contrarios al “pueblo”. Este discurso resulta estratégico, porque de facto exime de culpas al gobierno, en su conjunto, y deja como responsables oficiales de los delitos, cuando se cometen, a algunas ovejas descarriadas que no han sabido plegarse a las normas intachables del Estado.
Muy pronto, los contrabandistas de drogas empezaron a ser llamados “narcotraficantes”; sus matones o pistoleros, “sicarios”; las organizaciones criminales, “cárteles”. Como señaló el sociólogo de El Colegio de México Fernando Escalante Gonzalbo en El crimen como realidad y representación, el gobierno, los medios de comunicación y amplios sectores sociales copiaron el léxico usado en Colombia anteriormente. En estos años, las palabras balaceras, ultimados, cárteles, levantones, ejecutados se han reproducido y aún se publican millones de veces en la prensa mexicana.
El cambio no era únicamente de lenguaje. Con la cobertura de la violencia utilizando estos términos, México entró en una etapa de “narcotización” de la política y del periodismo. Muchos reporteros y medios de comunicación asumieron como propia esta lectura y se dedicaron a buscar y denunciar a las “ovejas negras” y a interpretar la compleja realidad en clave de “guerra” o “narcotráfico”.
En muchos casos, los familiares han denunciado que los suyos fueron tildados de delincuentes, antes de que las autoridades investigaran siquiera las circunstancias en las que habían sido asesinados, secuestrados, o los habían detenido simplemente porque cubrían algún estereotipo económico, racial o incluso de vestimenta. Un “levantado”, un “desaparecido”, un “abatido”, ha sido un sospechoso a priori, en esta “guerra contra el narco”.
En las dos décadas siguientes, casos como el asesinato de jóvenes en Villas de Salvárcar, en Apatzingán o en Tlatlaya (en todos ellos hay alguna responsabilidad estatal y de las mafias regionales de la delincuencia) han ejemplificado esta concepción errónea de que la población, quienes trafican drogas y el gobierno son tres entidades separadas de la sociedad. Este proceso político coincidió con el ascenso de García Luna como policía. Él considera esta “guerra contra el narco” como parte fundamental de su legado.
En un relato titulado “Explicación del contexto, quién es GGL, educación, entrenamiento, especialización, premios, condecoraciones, libros”, una especie de semblanza o biografía escrita en inglés con su versión y valoración de esos hechos, se afirma que García Luna es “el mejor diseñador de políticas de seguridad pública en México”, responsable de la modernización policiaca y una mayor colaboración oficial con Estados Unidos. Algunas partes del texto están escritas en primera persona, y la narración forma parte de un expediente documentado y minucioso sobre su vida que consulté y está disponible en línea como parte de mi investigación para este libro. Lo citaré con un nombre abreviado: “Explicación de Genaro”.
En 2018, la familia García Pereyra buscaba obtener la ciudadanía de Estados Unidos para sus integrantes. Esta “Explicación de Genaro” presenta algunos de los argumentos que esgrimió para conseguirla. Señala cómo creó sus empresas y los negocios que hizo, entre otros, con los Weinberg, y da cuenta de los numerosos contactos que tenía en Estados Unidos.
La “Explicación de Genaro” está conformada por un relato central y cientos de documentos. Pude confirmar que dichos documentos fueron compilados en los cuatro meses posteriores a su arresto, por personas que se identificaron como Genaro García Pereyra, Alejandro Barajas y César Giraldo. Genaro es el hijo mayor de García Luna. Barajas era el director administrativo de la empresa del expolicía, GLAC, en México; Giraldo fue durante casi una década el asistente de García Luna en Miami.
En ese expediente hay registros de marcas, propiedades y bienes inmuebles, declaraciones fiscales y patrimoniales. Esas últimas son documentos que pueden consultarse en las oficinas de instituciones públicas de México y Estados Unidos, lo que me permitió constatar su autenticidad y considerar que “Explicación de Genaro”, aunque no tiene su firma, fue elaborado por su entorno cercano, con profundo conocimiento de los hechos, y expresa muchas de sus ideas.
Es una apología: un documento elogioso cuya redacción busca convencer de que García Luna no sólo es un hombre honesto, sino que dio un gran servicio a México y a Estados Unidos. Sostiene que el Consejo Nacional de Seguridad Pública mexicano se había basado en dos libros que él escribió para desarrollar en el país fuerzas policiales “con estándares internacionales”. Uno de los libros versó sobre la necesidad de reducir la cantidad de policías municipales y, otro, sobre el modelo de la Policía Federal y de la Secretaría de Seguridad Pública. Se publicaron en 2006 y 2011. Como ejemplos de las instituciones que él impulsó en sus libros y muestras de su gran servicio a México, aparecen la AFI y la Policía Federal, dos organismos que, en efecto, él dirigió. No se señala, evidentemente, que algunas decisiones, como reducir la cantidad de policías municipales o extender el uso de los exámenes de control de confianza, que él menciona en sus libros, ya eran ley en México antes de que los libros se publicaran. La “Explicación de Genaro” tampoco incluye, por supuesto, que el devenir de la afi y la Policía Federal ha estado tiznado de acusaciones de corrupción, con casos que apuntan directamente a él y a su círculo de colaboradores inmediato como artífices de montajes, fabricación de culpables o falsas resoluciones de casos.
El documento añade que él es también “el autor original” de la idea de unificar las policiales municipales y estatales en el país. Por supuesto, no se menciona que otras naciones del mundo lo hicieron antes, mucho menos que la unificación de los sistemas policiales era un requisito exigido por Estados Unidos para entregar dinero a México con el fin de combatir al trasiego de drogas. Ya en el delirio de la aportación histórica, se asegura que “toda su vida profesional se ha centrado en trabajar para lograr una sociedad más justa y segura”. El asunto del legado no ha sido sólo un argumento para defenderse en la acusación de narcotráfico. Forma parte de una fantasía personal: él quería ser una especie de James Bond mexicano. Una fuente le confió a la periodista mexicana Wendy Selene Pérez que la obsesión con James Bond era tan persistente en la mentalidad de Genaro que, cuando cumplió 50 años —ya viviendo en Miami—, se organizó una fiesta temática alusiva al personaje creado por Ian Fleming.
El anhelo de ser espía lo acompañaba desde muy chico. Entre los colaboradores de la Secretaría de Seguridad Pública se popularizó una historia sobre el origen humilde de García Luna, cuando era el jefe allí. Una persona que durante años colaboró en su equipo más cercano me contó: “Siempre nos decían que tuvo una infancia pobre, que era informante de una agencia del gobierno, que se iba en bicicleta a encontrarse con el agente a quien le daba información”.
Lo de la infancia modesta, aunque no pobre, era cierto. García Luna nació el 10 de julio de 1968 en una colonia popular de la Ciudad de México. Juan Nicolás García Luna, su padre, era dueño de un camión de mudanzas. La mayor parte de su infancia, relatan quienes lo conocieron entonces, transcurrió entre la escuela, la vida familiar y sus labores como ayudante del padre. Creció cargando muebles, pero él quería otra cosa, me contó uno de sus compañeros en la primera etapa de su vida como funcionario.
El periodista Francisco Cruz, en su libro sobre García Luna, mostró registros policiacos que muestran que la historia de que él ayudaba a los agentes de seguridad desde muy joven era parcialmente cierta. No se trataba, sin embargo, de un avezado principiante de espía, sino de alguien involucrado en delincuencia juvenil. La primera investigación que contenía su nombre fue por el robo a una vivienda, en diciembre de 1987.
A los 20 años, buscaba salir de la casa de dos pisos donde vivía con sus padres. Uno de sus excompañeros lo recuerda bien: “A Genaro le apuraba mucho tener recursos económicos. Quería tener una vida económicamente mejor”. En la familia había tres hermanas: Esperanza es ingeniera; Gloria, socióloga, y Luz María, quien fue oficinista, hacía las veces de segunda madre para Genaro. “Era muy cercano a su hermana mayor, Luz María. Por ella, él aprendió a hablar inglés.” Luz María también lo introdujo en la música, una de las mayores pasiones de su vida. Las autoridades han descubierto que, años después, Esperanza también aparece en los registros de varias compañías y ventas de propiedades atribuidas a Genaro. En dos denuncias penales interpuestas por las autoridades federales mexicanas de Hacienda, ella aparece como su cómplice.
Sus compañeros de entonces aseguran que García Luna se convirtió en una suerte de benefactor de su familia. En lo privado, era un hombre conservador y religioso. Por eso no es extraño que se molestara mucho con sus hermanas cuando se divorciaron, y que en todas las casas donde vivió siempre hubiera crucifijos colgados encima de su cama y en las de sus hijos.
En su adolescencia, García Luna soñaba con ser futbolista del Club América. Él mismo solía contarlo a sus conocidos cuando quería entrar en confianza. En 1984 se enlistó como jugador en el club de futbol Real Gijón, registrado en la Liga Española de Fútbol Amateur, A. C. Fue admitido como parte de una liga que originalmente era sólo para españoles radicados en México. En sus primeras credenciales, reproducidas al final de este libro, aparece como un muchachito desgarbado, con una playera a medio planchar, un copioso cabello lacio con raya en medio, un bigote ralo de adolescente y una expresión de velorio. En sus fotos con el club luce delgado y fuerte, siempre mirando a la cámara sin sonrisa y con ojos tristes. En 1987, a punto de cumplir 20 años, algo cambió. Se fotografió con una camisa, ya sin bigote y con un peinado de raya al lado. Y dos años más tarde, en 1989, ya aparecía en el club Galicia, despeinado y embarnecido. El mismo excompañero dice que soñaba con hacer carrera en el futbol. “Genaro estuvo en la reserva profesional del América. No recibió oportunidad allí y se fue a la policía del DF, pero también fue rechazado”. El historial de rechazos terminaría marcando su personalidad y la forma como ascendió y se mantuvo en el poder.
En aquel momento, algo se estaba transformando en México, y no para mejor. Cinco años antes, el periodista Manuel Buendía había sido asesinado. En 1985, fue torturado y asesinado el agente encubierto de la DEA, Enrique Kiki Camarena, en Guadalajara. Estos dos acontecimientos fueron el último clavo en la sepultura de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), una turbia institución del gobierno mexicano que por décadas se ocupó de la seguridad interna del país.
Con el pretexto de combatir las guerrillas, en casi medio siglo la DFS ejecutó con precisión de reloj inglés una operación sistemática de desapariciones forzadas, cuya envergadura real no ha terminado de conocerse, y cuyas consecuencias aún hieren. Tres décadas después, muchas víctimas de aquellos agentes siguen esperando verdad y justicia.
Para finales de la década de 1980, se fundó primero la Dirección y luego el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), el primer sitio donde García Luna trabajó para el gobierno mexicano. El historiador Camilo Vicente Ovalle, quien ha estudiado cómo operaban los sistemas de seguridad gubernamentales mexicanos, explica que el Cisen fue la institución heredera de la DFS y de la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, ambas de la Secretaría de Gobernación. Fueron eliminadas del organigrama federal, entre otras razones, por los escándalos de corrupción y vínculos con el narcotráfico que tocaron tanto a jefes como a agentes. En su libro Tiempo suspendido, Vicente Ovalle documentó con información de archivos desclasificados cómo las desapariciones forzadas de opositores políticos y activistas, perpetradas desde la DFS, no fueron una consecuencia inesperada del mal comportamiento de algunos elementos, sino una operación organizada, financiada y vigilada desde el Estado.
La nueva generación de policías a la que pertenecía Genaro representaba, al menos en intención, un cambio en aquel sistema corrupto. El historiador me dijo en una entrevista que a esos primeros años de la nueva dependencia los llamaron “de la profesionalización de los servicios de inteligencia en México”. La propaganda anunciaba que en el Cisen ocurriría el milagro de la separación de los servicios de inteligencia respecto de los intereses políticos inmediatos. El milagro no ocurrió, ni de lejos; pero la intentona abrió la puerta para que algunos elementos, que no venían del antiguo sistema de seguridad, iniciaran carrera en el espionaje nacional.
Una primera diferencia entre la extinta DFS y el nuevo Cisen era el proceso de selección de su personal. Sergio Aguayo, profesor e investigador de El Colegio de México, escribió en su libro sobre los servicios de inteligencia mexicanos, La charola, que el reclutamiento en la Dirección Federal de Seguridad era burdo pero eficaz. La DFS era casi impenetrable, escribió, porque las contrataciones de nuevos agentes se basaban en redes personales. Es decir, un agente recomendaba a un sobrino, a un hijo, a un vecino, y se hacía responsable del recomendado. Esto permitía que los nuevos integrantes adquirieran pronto un espíritu de pertenencia con la institución. En 1989 había otras formas para que los recién llegados se pusieran la camiseta. La naciente institución buscaba a jóvenes con estudios universitarios. Desde 1986, Genaro era estudiante de la licenciatura en ingeniería mecánica en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
En la “Explicación de Genaro” se consigna que se convirtió en parte de la primera generación del Cisen, después de aprobar evaluaciones toxicológicas y de confiabilidad. Le hicieron estudios psicológicos, sociales, de polígrafo. Investigaron su patrimonio familiar y, tras cuatro meses de pruebas, fue admitido.
En aquella generación fue compañero de Luis Cárdenas Palomino, conocido como El Pollo. Cárdenas fue un polémico policía que trabajó con Genaro en los siguientes 20 años. Ahora está bajo investigación por el gobierno mexicano, sus cuentas bancarias fueron congeladas en diciembre de 2019 y el fiscal de Estados Unidos lo incluyó como cómplice en la acusación contra García Luna en julio de 2020.
Pero en 1989 Cárdenas Palomino era apenas un joven que necesitó “dispensa” para entrar al Cisen, recuerdan excompañeros de generación. La dispensa era una autorización informal que firmaban los superiores cuando alguno de los candidatos no aprobaba todos los exámenes, pero alguien en la corporación tenía especial interés en que ingresara. Con esto, como en la vieja DFS, el firmante se responsabilizaba del comportamiento del nuevo. Genaro no requirió dispensa, aunque el periodista J. Jesús Lemus señala que sí tenía un contacto, Eduardo Pontones Chico, un agente que le pidió que le pasara información sobre los grupos estudiantiles que antecedieron al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Como sea, García Luna pasó las pruebas y regularmente debió someterse de nuevo a ellas en los primeros años de servicio. Cuando estuvo en posiciones de poder, una década más tarde, se las arregló para impulsar nuevas leyes que le garantizaran nunca más tener que pasar por exámenes embarazosos, como los de confianza. Eso sí, los hizo obligatorios para su personal y vigilaba que los repitieran con regularidad.
Los jefes que provenían de la DFS eligieron a los miembros de sus equipos. Genaro, otra vez, fue rechazado por casi todos. Así que lo dejaron en el área de asuntos extranjeros, luego en tecnología y sistemas de procesamiento de información. Esto significaba, en la práctica, escuchar llamadas interceptadas y familiarizarse con los nuevos sistemas de espionaje electrónicos que entonces apenas iniciaban en el gobierno mexicano. En la nueva generación estaban también Facundo Rosas, ingeniero agrónomo por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), quien luego trabajó con García Luna hasta 2012. Cárdenas y Rosas se convertirían en amigos de García Luna. En aquel primer momento, el más cercano a Genaro era Édgar Eusebio Millán, a quien apodaron El Buches. Millán fue asesinado en 2008, cuando era comisionado de Seguridad Regional de la Policía Federal Preventiva (PFP).
García Luna, como sus compañeros, también recibió un apodo. Lo llamaron La Ametralladora, o La Metralleta, según otras fuentes, por el modo enredado en que se expresaba. “No era tartamudo, le ganaba la procesadora, pensaba más rápido de lo que hablaba”, me contó otra persona que lo conoció en esa época. Desde aquel momento, el modo de hablar de García Luna marcó su relación con su entorno. Dos décadas más tarde, cuando ya era un poderoso funcionario a quien temían muchos de sus compañeros del gabinete, aún prefería las reuniones sociales en las que no debía conversar mucho. Practicaba sus discursos con un ahínco obsesivo, y no porque estuviera inseguro de cuáles frases usar, sino porque le aterraba trabarse a medio enunciado. Desde los tiempos del Cisen leía en voz alta, repetía, dedicaba horas a la terapia de lenguaje. Hablaba lo menos posible. Cuando su intercambio era con algún superior, prefería la lisonja al debate. Cuando eran inferiores, simplemente se quedaba mudo y sus colaboradores charlaban por él. Varios exsubordinados me dijeron que apenas articulaba palabra fuera de su círculo más íntimo. Se acostumbró a convencer, más bien, mediante expedientes de espionaje y titulares de prensa.
¿Cuál fue tu primera impresión de Genaro?, pregunté en los últimos ocho años a cada persona con la que abordé los temas que integran este libro. Resumo sus respuestas: era callado, nunca miraba a los ojos, ladeaba la cabeza para hablar, solía decir a quienes eran jefes que “los admiraba mucho” y era parco con quienes se ubicaban debajo de él en el organigrama. Destaca la observación de que repetía “Sí, señor”, “Claro, lo hacemos”, “Por supuesto, claro que sí, señor” de forma automática. García Luna no tuvo una formación militar. Quizá por esto su repetición obediente resultaba, para quienes lo conocían, un rasgo significativo de su personalidad y no producto de un entrenamiento.
En el Cisen, la opinión más común sobre él era que se trataba de un hombre sin mucha gracia, ambicioso, pulcro, discreto, buen tirador y sagaz. Usaba el pelo corto y un copioso bigote negro. No bebía, no fumaba y corría diariamente cinco kilómetros. Una persona que lo conoció en el Cisen y siguió su carrera muchos años me contó que le asignaban tareas muy diversas, desde investigar a simpatizantes de grupos guerrilleros hasta indagar a contrabandistas. Su complexión robusta de principios de la década de 1990, su tono de piel clara y sus ojos oscuros le permitían lo mismo vestir ropa de paisano y pasar inadvertido en un mercado informal que enfundarse en un traje y colarse a una fiesta de ricos para vigilar a un objetivo. Cuando quería, El Güero —como le decían otros de sus compañeros— sabía volar fuera del radar.
Sin embargo, lo que realmente quería era resaltar, destacarse. Un excolega recuerda que se ofrecía siempre para las misiones más arriesgadas. Desde entonces también cultivó el silencio y la adulación. Le obsesionaba que sus jefes lo vieran. “Siempre buscó que lo reconocieran. Pedía el trabajo más temerario, hacía detenciones sin disparar un solo tiro. Era un buen sabueso”, me dijo uno de sus excompañeros.
Los rechazos le seguían pesando. Frecuentemente, García Luna no era elegido para las misiones en equipo. Contrariado, trataba de averiguar por qué. No siempre obtenía una explicación. Logró que lo enviaran a entrenarse en manejo de armamento en Estados Unidos y que algunos de los jefes lo llevaran con ellos a sus operativos. Su actitud servicial los hacía sentirse seguros teniéndolo de guardaespaldas.
Cuando estalló el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994, el Cisen fue reestructurado y nombraron a Jorge Tello Peón como director general. Con él ascendió Wilfrido Robledo, quien tenía buena relación con José Córdoba Montoya, jefe de la Oficina de la Presidencia con Carlos Salinas. Robledo era un marino experto en contrainteligencia. Fue él quien presentó a García Luna con Samuel Weinberg , según me dijo uno de sus compañeros. En ese momento, Genaro era un joven en ascenso en el Cisen, mientras que Weinberg ya tenía cierta posición: había logrado sus primeros contratos de representación para vender equipo de seguridad israelí en México. Su hijo, Alexis Weinberg, se expresa con un dejo de desprecio sobre aquellos primeros encuentros entre García Luna y su padre. “Mi papá conoció a Genaro cuando él era quien abría la puerta y servía el café en el Cisen”, me dijo en la única entrevista que ha dado para hablar sobre la relación entre ambas familias, en marzo de 2019, en sus oficinas de la Ciudad de México. Nunca me contó detalles de aquel encuentro inicial de su padre con el joven agente García Luna.
En el centro de inteligencia comisionaron un pequeño grupo para investigar a los zapatistas. García Luna colaboró en las investigaciones sobre los apoyos urbanos que recibían desde la capital del país. Contaba con su experiencia de cuando estudiaba en la uam, a donde había ingresado como estudiante en 1986, y donde el subcomandante Marcos, líder de los zapatistas, había sido profesor en esos mismos años. Con el pretexto de la contrainteligencia para investigar Chiapas, desde Gobernación se extendió, sobre todo en estados gobernados por el pri, un extenso programa de espionaje que indagó no solamente la guerrilla y sus apoyos, sino a muchísimos políticos de oposición y periodistas en varios estados del país, como el Estado de México, Veracruz y Campeche. Una novedad de las investigaciones de esos años fue la utilización del sistema Octopus, que había vendido precisamente Weinberg.
“El Pulpo”, como también lo llamaron en la jerga policial, era un sistema de intervención telefónica que podía grabar hasta 3 mil llamadas simultáneas,y significaba una revolución para los espías nacionales.Varios excolaboradores me dijeron que García Luna manejó los sistemas como parte de las investigaciones oficiales sobre el zapatismo.
Gracias a la relación con Robledo, Genaro comenzó a ascender en la Dirección de Protección del Cisen. En una entrevista concedida en 2010 al diario Excélsior, Robledo dijo: “Es desde la Dirección de Protección donde se construye la célula básica de la PFP, que es también donde nacieron todos estos angelitos, como Genaro [García Luna], Facundo [Rosas] y todos los demás angelitos que ahora están dedicados a la seguridad en el país”. Los “angelitos” terminaron protagonizando un modelo de seguridad que en muchas de sus formas sigue vigente en México y que ha sumido al país en el luto y dejado a miles de familias en la orfandad, la miseria y la desesperanza.
En la década de 1990, cuando en México ocurría la convulsión política y económica que relaté antes, Genaro logró ser subdirector de área, luego director y después jefe de un equipo táctico que investigaba secuestro y terrorismo. Se enamoró de una de las agentes en el equipo: una mujer alta, de piernas largas, con actitud resuelta y un gesto adusto que ha seguido acompañándola en las décadas siguientes. Dicen quienes la conocieron entonces que Cristina Pereyra era una de las mejores agentes de aquellas generaciones inaugurales del Cisen; disciplinada y ambiciosa. Ella vivía en la colonia Agrícola Oriental y también buscaba mejorar su situación económica. En enero de 1994, los dos compraron un departamento en la calle Paseo de los Cedros, una comunidad cerrada en el sur de la Ciudad de México, cerca del penal femenil de Tepepan. Era un espacio de 103 metros cuadrados, por el que pagaron un poco más de 300 mil pesos, unos 44 mil dólares al tipo de cambio de entonces. Estaban lejos aún de comprar sus propiedades al contado, como harían años después. Adquirieron el departamento con un crédito de casi el total del valor del inmueble. Para entonces, García Luna operaba desde unas discretas oficinas del Cisen en la delegación Magdalena Contreras de la Ciudad de México.
Se casaron en marzo de 1995. Ese mismo año, él obtuvo el título de licenciado en Ingeniería Mecánica por la Universidad Autónoma Metropolitana, en Xochimilco. Su vida cambiaba. Unos meses después nació su primer hijo, a quien llamaron Genaro. Compraron un terreno en la misma privada de Los Cedros y comenzaron a construir allí una casa, que terminaron al año siguiente. Años más tarde, la periodista Anabel Hernández reveló que Los Cedros se llamaba también un restaurante que Cristina Pereyra montó en Cuernavaca.
El nombre Los Cedros me permitió también, en noviembre de 2012, hallar las primeras pistas en un intrincado esquema de compra de propiedades de los García Pereyra y los Weinberg en Miami, que terminó siendo central en las investigaciones penales del caso García Luna en México y Estados Unidos. En otros capítulos hablaremos de cómo Los Cedros pasó de ser el nombre de la calle de aquella primera vivienda a convertirse en la punta de lanza de un emporio inmobiliario.
Pero regresemos a 1997.
Los García Pereyra ya habían pagado el préstamo inmobiliario que pidieron a los servicios financieros para empleados de gobierno. En sus declaraciones patrimoniales, Genaro anunciaba que su esposa ya no recibía ningún ingreso y la casa se mantenía únicamente con su sueldo de 16 mil pesos mensuales como oficial del Cisen. Compraron su primer automóvil familiar, un Cutlass Eurosport gris, modelo 1990. Después se hicieron de una motocicleta, un gusto que García Luna mantendría hasta muchos años más tarde.
Para entonces, él se había ganado la confianza no sólo de Robledo, sino también de Jorge Tello Peón, un funcionario a quien más tarde también impulsaría. Junto con Monte Alejandro Rubido, Robledo y Tello podían convertir una investigación en un expediente político. Genaro lo aprendió rápidamente. El equipo fue haciéndose más compacto. Rubido, que comenzó como jefe de analistas en el Cisen y venía desde la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales en Gobernación, era otro de los expertos en escuchar y reportar comunicaciones. En 1998, cuando Robledo se convirtió en el primer jefe de la PFP, ya García Luna había ascendido como subdirector general en el Cisen, bajo su mando.
Fue entonces cuando Genaro se involucró en su primer escándalo de corrupción. Formó parte de un grupo de 40 funcionarios a quienes vincularon con la compra sin licitación de 11 aeronaves supuestamente dedicadas para combatir el narcotráfico. El caso fue ampliamente reportado por la prensa. En resumen: en 1999 la PFP utilizó una partida especial en el presupuesto destinada a “acciones policiales especiales”, y gastó 151 millones de pesos en comprar aeronaves y autos que no eran necesarios. Varios de los involucrados, entre ellos Robledo, llegaron a tener órdenes de aprehensión en su contra. García Luna no fue detenido, aunque aún aparece como parte de la investigación por ese caso en los archivos de la Secretaría de la Función Pública.
En aquella indagatoria hay otra pista de lo que vendría, según reportó la prensa, para el futuro político de Genaro: quien inició la pesquisa oficial, en 2001, fue Alejandro Gertz Manero, entonces secretario de Seguridad Pública. La relación entre Gertz y García Luna siempre fue pésima. Cuando el expolicía fue detenido y acusado de narcotráfico en diciembre de 2019, el hombre que lo investigó hace 20 años era nada menos que Fiscal General de la República en México.19 Una fuente cercana a la familia me dijo que esa mala relación con Gertz —que luce como tangencial en la historia— fue precisamente el motivo por el que García Luna prefirió no regresar a vivir a México y quedarse en Estados Unidos, aun cuando ya era investigado allí después de que lo acusaron de haber recibido sobornos durante el juicio del Chapo Guzmán, en 2018.
El país vivía tiempos convulsos, y García Luna está relacionado con uno de los hechos más intensos de aquella época: la huelga de la UNAM de 1999-2000. En la “Explicación de Genaro” se asegura que en su pequeña oficina en la Policía se generó la información de inteligencia que permitió un operativo “limpio y sin disparos” para ocupar las instalaciones de la UNAM, en febrero del año 2000. La casa de estudios había estado tomada 293 días por una huelga general estudiantil. La PFP permaneció tres meses en las instalaciones de Ciudad Universitaria y detuvo a más de 700 estudiantes, hasta que las autoridades universitarias retomaron el control del campus, en abril de ese año. La prensa ha atribuido a otros actores, como el propio Wilfrido Robledo, el “éxito de la inteligencia policiaca” en la intervención de la UNAM. La “Explicación de Genaro”, en cambio, previsiblemente afirma que el éxito, en realidad, fue cosa de García Luna. “No hubo resistencia durante la operación, que duró tres horas y 15 minutos, ni uso de la fuerza, debido a la ventaja de contar con información sustantiva proporcionada por enlaces interinstitucionales y por la Coordinación de Inteligencia para la Prevención de la PFP.” Ésas eran sus credenciales cuando se presentó ante el nuevo Presidente de la República.
Pese a la indagatoria de 2001, el arranque del gobierno foxista significó para García Luna el inicio definitivo de su encumbramiento. Con 33 años ya llevaba más de una década como espía. Y aún había quien lo percibía como representante de una nueva generación, supuestamente ajena a los viejos vicios del sistema.
Unos meses antes de tomar posesión como presidente, Fox debía decidir qué haría con la seguridad pública. Se habló entonces de una nueva corporación policiaca, que fuera un rostro nuevo, contrario a las arcaicas policías corruptas que cuidaban las carreteras del país o solapaban el tráfico de drogas.
Para la nueva corporación que combatiría la delincuencia común y organizada había dos posibilidades: reacomodar al mismo grupo que venía del Cisen y la Policía, utilizando un rostro joven, o probar con una opción distinta. Esa opción era Juan Pablo de Tavira, quien había diseñado los sistemas de cárceles federales de alta seguridad en México y fue la pesadilla del Chapo Guzmán en sus primeros años en la cárcel, después de haber sido detenido en Guatemala en 1993. De Tavira fue nombrado jefe de la Policía Judicial Federal en 1994. Unos meses más tarde, una extraña fuga de gas en su casa lo dejó en coma por un tiempo. Durante años trató de volver a un puesto policiaco directivo, sin éxito. Muchos de sus colegas lo consideraban fuera de operación, pero uno de sus amigos más entrañables asegura que no, que él discretamente había elaborado un proyecto para inaugurar en México una agencia de investigaciones federales, que operara de manera similar a como funcionaba el FBI en Estados Unidos.
De Tavira logró presentar su proyecto a Fox el 14 de agosto del 2000. Lo reportó La Jornada: “Visitó al presidente electo, Vicente Fox, a quien le presentó sus propuestas en materia de seguridad pública y prisiones”. Fox quedó encantado con la propuesta, dice el amigo de De Tavira, quien lo llevó al encuentro con el guanajuatense a una casa en Lomas de Chapultepec.
Tres meses después, La Jornada consignó que el 21 de noviembre De Tavira había sido asesinado de cuatro balazos en la cabeza en el comedor del Centro de Extensión Universitaria de la Universidad Autónoma de Hidalgo, en Pachuca. Justo por esas fechas era el cumpleaños de su hija Marina. Casi dos décadas después, también un 21 de noviembre, se estrenó en cines la película Roma. Por ese filme, Marina de Tavira fue nominada al Oscar 2019 como mejor actriz de reparto.
Con Juan Pablo de Tavira fuera de la competencia, las opciones para Fox se redujeron. El grupo que se había movido del Cisen a la Policía buscaba entonces nuevos horizontes. El general Rafael Macedo de la Concha había sido electo ya por Fox como el próximo procurador general de la República, y uno de sus hombres más cercanos era Pedro Huerta Robles, quien entonces ya trabajaba en la PFP con Robledo y García Luna. Fue Robles, según me dijeron varias fuentes que vivieron aquella época, quien le recomendó a Macedo de la Concha a quienes, creía, eran sus mejores opciones para dirigir el equipo táctico de la policía, esto es, para convertirse en el primer jefe de lo que más tarde sería la AFI.
Ellos lo acompañarían en el ambicioso proyecto de Fox para la seguridad del país. Las opciones eran Genaro; su exjefe de sus inicios en el Cisen, Isidoro González, y Roberto Vidal, el exsecretario de Seguridad de finales de la década de 1990 en Tabasco.
Un amigo del grupo que conoció de cerca la negociación explica por qué Genaro fue finalmente el elegido, a pesar de que era el más joven y con menor experiencia de los tres. “Genaro era obediente, pensaban que haría lo que le pidieran y siempre les diría ‘Sí, señor’”, me dijo.
Así que la ecuación de poder entre los espías veteranos y su joven aprendiz se invirtió. García Luna mantuvo sus lealtades muchos años después con quienes habían sido sus superiores en el Cisen, pero ahora él sería el jefe.
Entre los policías y los militares que llegaron al poder con Fox, pocos sabían quién era aquel treintañero que balbucía sus ideas y miraba de reojo en las conversaciones. García Luna tuvo que idear un modo de conseguir un acceso directo a Los Pinos, la residencia que entonces fungía como casa presidencial. Lo halló muy pronto, a través de la primera dama, Marta Sahagún.