Susan Crowley
08/10/2021 - 12:03 am
La Bourse, granero que alimenta el espíritu
“Los murales alegóricos a la actividad comercial cobran un nuevo sentido en la tercera vocación del inmueble. A partir de este año y para los próximos cincuenta será sede de la colección Pinault”.
La vida de todos los franceses cambió de manera radical aquella noche en la que un comando armado de yihadistas masacró a 130 personas y dejó heridas a más de 300 en el conocido bar Bataclán. En estos días inician los juicios para condenar a los pocos terroristas que lograron salir con vida. Inevitablemente los parisinos han vuelto a revivir una de las tragedias más espeluznantes de la historia contemporánea. Al mismo tiempo, La Bolsa de Comercio en pleno distrito I de París, se reactiva después de años inhabilitada y se abre a un público ávido de recuperar la vida y agradecido de sobrevivir a más de un año de incertidumbre y dolor causados por la pandemia.
El monumental edificio circular La Bourse, como la llaman los parisinos, data del siglo XVIII, fue construido como granero y mercado de comestibles hasta que un incendio lo destruyó. En 1880 se transformó en Cámara de Comercio conservando su estructura circular a la que se agregó una cúpula gigante de hierro y vidrio del arquitecto Henri Blondel. Los murales alegóricos a la actividad comercial cobran un nuevo sentido en la tercera vocación del inmueble. A partir de este año y para los próximos cincuenta será sede de la colección Pinault.
A unas cuantas calles del emblemático Saint Dennis, famoso callejón de la vida galante en el que aún se deja ver una que otra prostituta al caer la noche y a unos minutos del famoso Les Halles que dejó de ser tugurio para convertirse en calle peatonal plagada de lugares comunes para los turistas, La Bourse se resiste a volverse un mall en medio del París acosado por el aburguesamiento. En silencio quedaron los gritos de quienes comerciaban con los insumos de primera necesidad. Paradójicamente, lo que se puede escuchar hoy son los gritos de los manifestantes que, a unas cuantas cuadras, se amontonan para exigir al Gobierno que cumpla una enorme cantidad de demandas que se suman cada día.
Pero más allá de la inconformidad política, los parisinos tienen urgencia de salir del ayuno artístico e intelectual en el que nos dejó a todos la pandemia. En un sábado cualquiera, las filas generan enormes círculos en torno al edificio, una cadena humana convertida en un dragón interminable. Todos vacunados, todos con tapabocas, todos con paciencia. La inminente lluvia obliga a los visitantes a llevar equipo pesado. Paraguas, impermeables y la voluntad necesaria para sobrevivir a las horas de espera.
La entrada a La Bourse obliga al visitante a pasar por varios filtros que aceleran el pulso y la emoción que queda oculta en los N95. Pero nadie se queja, esta es la nueva realidad, sobrevivir al sofocante ambiente de uno mismo. Aislarse por voluntad propia para evitar cualquier riesgo de contagio. Un absurdo inexplicable porque a estas alturas, en que no se puede dar un paso sin mostrar el certificado COVID, debemos suponer que todos los que nos miramos con suspicacia en realidad estamos vacunados. Indiferentes a la incomodidad, a la lluvia y a las largas filas, las obras de arte impasibles se despliegan para mostrar que la creación humana sí tiene un sentido. Por eso alcanzar el anhelado ingreso equivale poco menos que a coronar un largo peregrinaje, esta vez a la nueva meca del arte.
La primera impresión cumple las expectativas de la larga espera. Un círculo abraza las entrañas de la bóveda gracias a la portentosa arquitectura de Tadao Ando, aquel boxeador que un día se descubrió creador de espacios y que ha participado ya con Pinault en la recuperación de Palazzo Grassi y Punta della Dogana en Venecia. La belleza inconmensurable del cilindro de hormigón de más de 9 metros de altura, cuya apariencia imprime una delicada caricia que se aligera aún más con las horadaciones simuladas tan características del arquitecto japonés.
Como promesa de que después de la espantosa pandemia, los mejores tiempos vienen y de que los juicios por el 13-N permitirán hacer justicia a miles de inocentes que desde aquel ataque han vivido en condiciones infrahumanas, La Bourse se decanta por el arte del exceso posmoderno en todas sus posibilidades. El guiño con las clásicas alegorías que flotan en la majestuosa bóveda, en diálogo con una pieza simplemente grandiosa que abarca prácticamente toda la rotonda central. Se trata del artista suizo Urs Fischer quien toma la obra del manierista Giambologna, El Rapto de las Sabinas, para convertirla en una vela gigante permanentemente encendida. La cera se derrite e inexorablemente se convirte en metáfora de la destrucción de la belleza, de la imposibilidad de contener la eternidad a la que aspiramos. La perfección queda reducida en ruinas esparcidas en el suelo.
A lo largo del edificio irán apareciendo las sillas –escultura de la artista Tatiana Trouvé, cargadas de cinismo y desmesura–. Una especie de arqueología simulada de ese útil mueble que nos ha acompañado siempre.
Como un juego de palabras e inteligencia, las piezas de Bertrand Lavier, recorren juguetonas el pasillo y nos hablan de la escisión del ser humano: vida- muerte, salud- enfermedad, amor- odio, tradición- innovación. En las vitrinas antiguas del se exhiben como relicarios del consumismo, la globalización y, de nuevo, la sacralización de lo cotidiano. Yuxtaposición que nos obliga a pensar en quiénes somos, cuál será nuestro legado a las futuras generaciones y cómo vemos aquellos objetos que alguna vez fueron útiles. Una karcher coronada con un yelmo griego, un minibar que sostiene una roca, la reproducción en yeso de una Venus primitiva o la carrocería de un Pegout. La síncopa de los neones blue, red, yellow provoca una sonrisa, hemos entrado a las estrategias de Lavier. Y esto es apenas el principio.
La pequeña pero significativa retrospectiva del artista afroamericano David Hamons, permite adentrarse al sentido de su trabajo, transfigurando en belleza a la basura y a los objetos sin valor. Cada pieza de Hamons es un pacto con lo nimio convertido en símbolo de un artista involucrado en la lucha por los derechos de su comunidad al mismo tiempo que eleva un canto a la vida.
El ascenso al segundo piso a través de la curvatura creada por Ando, nos lleva a una sala dedicada al arte de las minorías con artistas de la talla de Sherrie Levine, Richard Prince y Cindy Sherman cuyos trabajos curiosamente datan de los años setenta anticipándose a la moda hoy tan en boga de lo políticamente correcto.
En formato gigante, monocromas, como si fueran viejas fotografías, las pinturas de Franz West y Paula Cooper, elaboradas por el artista Rudolf Stingel nos ofrecen un momento de entrañable melancolía. En otra sala las obras de Peter Doig, Marlene Dumas, Martin Kippenberger, Kerry James Marshall, Thomas Schütte, Luc Tuymans, Miriam Cahn, crean un espacio de intuición en el que el cuerpo se manifiesta con sus miedos, sus límites, su sensualidad y su consciencia de muerte a través de la pintura; ese ámbito auratico que jamás debe desaparecer.
La pieza más relevante se encuentra en el sótano. Es del francés Pierre Hugues. Se trata de una máquina que a partir del espectador modifica sus funciones atmosféricas. Luz y humedad varían mientras se interpreta la Gymnopédie no. 1 de Erik Satie. La magia de la inteligencia artificial sucumbe ante la presencia de cada uno de nosotros.
El arte pretende promover la trasfiguración del ser humano, el sentido de una obra es crear un espacio sagrado en el que la mezquindad y el odio se reparen. Al ingresar a este espacio, de inmediato aflora la carga significativa de las obras exhibidas, ya sea por su contemporaneidad, su irreverencia, su ironía o su poesía. Hay algo en cada uno de nosotros que se dispone a la recuperación, son las ganas de pensar, sentir y amar la vida. La Colección Pinault se despliega en un discurso perfecto, elegante, breve y contundente. Lo que comenzó como un granero para alimentar a los parisinos, se ha convertido en un templo para el espíritu.
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