LECTURAS “Oda a la soledad”, de Gisela Leal

08/07/2017 - 12:04 am

“Porque nunca nada importa es que he decidido que hoy voy a terminar mi obra maestra; que en algún momento de este día voy a ponerle el punto final a mi biografía; que hoy tendré mi última cena y veré mi última película y diré mis últimas palabras y lloraré por una última vez; porque nunca nada importa es que he decidido que hoy es un buen día para morir.”

Ciudad de México, 8 de julio (SinEmbargo).- La anécdota que anima Oda a la soledad no es extraordinaria; la novela, sí. La trama parte de la tentativa de suicidio de Emiliano Rivera del Pozo, exitoso cineasta neurótico que mantiene una tensa -por decir lo menos- relación con sus padres. A partir este hecho, la autora establece las coordenadas familiares y sociales que están detrás de la decisión: la infancia solitaria del protagonista, en medio de lujos pero sin amor; la indiferencia de una madre, María Helena, soberbia y dominante, más interesada por su estatus socioeconómico, y el bienestar de su hijo mayor -Renato- que en las necesidades del protagonista, a las cuales ella experimenta como exigencias injustas; la vida inercial y timorata del padre, Luis Leonardo, que repite con Emiliano las imposiciones arbitrarias por él padecidas y se engaña concentrándose en hacer crecer la empresa familiar a costa de su vocación artística y de su incapacidad para enfrentar a su propio padre; la absoluta intransigencia de éste, también Leonardo, quien -traumado porque el desbordado alcoholismo de su progenitor le hiciera perder la fortuna familiar- trabajó desde los ocho años para realizar un proyecto empresarial que se convirtió en destino para su hijo (y por extensión, para sus nietos); el aislamiento rencoroso de la abuela, Genoveva, quien encuentra en las artes y la cultura el pretexto para alejarse de un mundo que considera hostil o, en el mejor de los casos, desagradable, y donde incluye a su único hijo (Luis Leonardo); la decidida ambición de su abuela materna, Graciela, cuya capacidad emprendedora y visión de la moda le permite progresar desde una posición social modesta hasta una desahogada, alimentando con su ejemplo y sus palabras las incontroladas pretensiones de su hija (María Helena); la sombra de su abuelo materno, Damián, apenas advertido en una familia dirigida por mujeres; la insoportable vacuidad de su hermano (Renato), junior consentido e inútil, once años mayor que Emiliano, a quien sus padres y abuelos -muy en especial su madre- consideran la suma de todas las virtudes; y la situación de descomposición social de un país que reproduce la violencia en una magnitud tal que alcanza a cualquier familia -la familia Rivera del Pozo en este caso- a partir de un hecho fortuito.

¿Qué hay de extraordinario en todo ello? Nada. Excepto que la forma como se muestra al lector es una suerte de explicación, es una respuesta a la pregunta “¿Cómo llegó a suceder que el protagonista tomara la decisión de suicidarse?” y, detrás de ésta, a la más importante y general: “¿Cómo llegamos a ser lo que somos?” (la cual, con cierto desparpajo, encontramos disfrazada en el título del libro: Oda a la soledad y a todo aquello que pudimos ser y no fuimos porque así somos).

Podría decirse que Gisela Leal tiene más pasión por comprender que por escribir, si no fuera porque la buena literatura trata de la verdad. Y ciertamente, es la sustancia con la que esta entretejida la novela, siempre que se entienda que la verdad buscada y mostrada no remite a un hecho o una serie de hechos que podrían postularse de manera científica, sino que es indecible.

Si bien la autora trata las diversas determinaciones causales que constituyen la vida de Emiliano -biológicas, psicológicas, genéticas, familiares, históricas, sociales- nos deja ver que ésta no se reduce a ellas. En otras palabras: muestra la libertad del protagonista en medio de la multitud de datos objetivos de toda índole que lo conforman, la cual es inasible precisamente porque está más allá de las determinaciones.

He aquí lo extraordinario de Oda a la soledad -y sin embargo propio de toda gran novela-: busca la verdad de lo que somos en el continuo enfrentarse la libertad al mundo.

Se trata, en este sentido, de la reinvención -o actualización, si se prefiere- de la novela psicológica. De alguna manera todas lo son, pero aquí se habla más específicamente de aquellos textos que se preocupan por explicar o exponer la acciones de sus personajes como productos de su vida interior o subjetividad. Aunque se trate de un recurso muy antiguo, existe amplio consenso en identificar al siglo xix -Stendhal y Dostoievsky- como su época de florecimiento. El siglo xx también se ocupó del género, en particular bajo el impulso del psicoanálisis. La variante que introduce Gisela Leal es -una vez superado el pansexualismo freudiano y la poderosa idea de alma (libertad) en la que el novelista ruso situó los conflictos- multidisciplinaria, pues atiende a diversos factores (historia, sociedad, genética, etcétera) que, introyectados, explican la acción del individuo; y bidireccional, pues hay una dialéctica permanente entre subjetividad y objetividad.

En una época signada por la banalidad de casi todo, incluyendo la literatura -“La época se volvió laxa”, observaba Ezra Pound-, Oda a la soledad debe saludarse como un intento serio, honesto (y en muchas ocasiones divertido) de llamar la atención sobre lo que verdaderamente importa.

“Sabía lo que quería y eso no iba a cambiar por una razón tan irrelevante y absurda como el amor.” Foto: Especial

Fragmento del libro Oda a la soledad (Alfaguara), © 2017, Gisela Leal. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House

Me pregunto si soy el único que se da cuenta de que nada de esto importa. Que no tiene sentido. Que todo el esfuerzo va dirigido a una infinita espiral que lleva hacia la completa y absoluta nada. Me pregunto si soy el único consciente de que, independientemente de que te despiertes a las seis am de lunes a domingo para ser una persona altamente productiva y hagas yoga para tener tu organismo en armonía con su interior y comas tofu porque no comes animales porque eso es inhumano y no consumas drogas porque matan tus neuronas y dañan tu organismo y desayunes frutas y verduras debidamente esterilizadas para que tu sistema obtenga las vitaminas y minerales que necesita y nunca cojas sin condón para no contagiarte de ninguna enfermedad de transmisión sexual ni te vuelvas responsable en un
cincuenta por ciento de agregar un +1 que, si bien se va a perder hasta convertirse en irrelevante entre la devastadora y excéntrica cifra de siete mil doscientos setenta y seis millones seiscientos doce mil quinientas noventa y cuatro personas y contando, si bien 1 más o 1 menos no afectará en lo absoluto a esa masiva cifra porque, independientemente de la irresponsabilidad, esta continuará incrementándose, acumulando seres que llegan a este mundo en formato miniatura con la falsa ilusión de que fueron traídos al lugar correcto, recibiendo una cordial bienvenida a esta dimensión desconocida recreada en la realidad virtual de Steve Jobs y Bill Gates donde lo único que van a encontrar aparte de dolor, violencia, desórdenes alimenticios basados en traumas de infancia creados por los traumas de infancia de otros, abandono, un libro escrito por Paris Hilton sobre la difícil vida de Paris Hilton,
traición, obesidad mórbida, insomnio, cirugías mal ejecutadas de Steven Tyler, ansiedad, iPhones con pantallas rotas en mil pedazos que contienen más emociones humanas que las que sus megabytes son capaces de almacenar, cáncer, palomas dobles en Whatsapp sin respuesta recibida por parte del destinatario, ansiedad, Hollywood, reality shows protagonizados por Kim Kardashian e individuos igual de plásticos y alienígenas a la naturaleza humana, odio, rechazo, Televisa, estrés, ISIS, inconsecuencia, la inmediatez del consumismo y su intrínseco vacío, corrupción, engaño, religión, arrepentimiento, mentira, las decepciones amorosas de Taylor Swift convertidas en sonidos que son reproducibles infinitamente hasta que esta decide sufrir una nueva decepción y componer un sonido que, si bien es exactamente el mismo que el anterior, podrá ser nuevamente explotado gracias al poder de la mercadotecnia y la publicidad y la incompetencia del humano promedio de expresar sus emociones negativas de manera creativa, tragedia, miedo, gobiernos que matan humanos como si estuvieran en una película de Tarantino, midlife crisis, quarterlife crisis, being-born crisis, crisis, crisis, crisis– donde lo único que ese accidentado +1 va a encontrar aparte de estos y otros grandes beneficios a los que es acreedor por el simple hecho de haber llegado a este mundo será que su existencia destruyó la tuya, que en verdad nadie lo deseaba, que fue un error, un accidente más producto de la estupidez del hombre, borrando la pureza, inocencia y virginidad ética contenida en su espíritu al momento de
nacer, sumándose de manera inevitable a la avalancha de sufrimiento que ha estado aplastando al hombre y a la civilización desde que esta decidió considerarse –irresponsablemente– una. Civilización. Civilización: sustantivo femenino: estadio cultural propio de las sociedades humanas más avanzadas por el nivel de su ciencia, artes, ideas y costumbres. Me pregunto si soy el único que se da cuenta de que no existe semejante entidad en este mundo; que esta definición solo es un concepto utópico que jamás se materializará, al menos no de manos del hombre. Me pregunto si soy el único en darse cuenta de que invariablemente de que no fumes porque la nicotina genera un riesgo de cáncer, no consumas alimentos altamente procesados porque contienen una serie de químicos que, mezclados con las células humanas, tienen una tendencia a convertirse en cáncer, no consumas alimentos con un alto contenido calórico porque este produce un exceso de masa corporal que no solo atrofia los procesos digestivos, cardiovasculares y endocrinos del sistema –que, para efectos de prioridades, siempre pasa a un segundo plano– sino que genera una imagen que va en contra de lo estipulado como estéticamente decente para el público, que pagues tus impuestos en orden y a tiempo, que te levantes a las siete de la mañana un domingo para ir y votar por el futuro de tu sociedad aunque tu espíritu democrático unánimemente considere que es una pérdida absoluta de tu tiempo dado que el sistema político de tu país está estructural y fundamentalmente contaminado por lo peor de la esencia humana, sistema político que está construido en base a los defectos naturales del hombre y, en consecuencia, otorga resultados igualmente erróneos y equívocos, que no importa que solo cojas con una persona porque tus inseguridades hacen que necesites la tranquilidad que un compromiso monógamo te otorga, que mientas el número adecuado de ocasiones para evitar enfrentamientos innecesarios en tu convivencia social y así mentir ante el cuestionamiento de una figura femenina sobre si subió de peso o no; que no importa que llegues religiosamente cinco minutos antes de que comience la cita con tu psicoanalista, martes y jueves, seis cuarenta y cinco de la tarde, mil doscientos pesos por sesión, que tomes tus miligramos de diazepam, todas las mañanas, con agua tibia, de la llave del lavabo servida en un vaso corto, frente al espejo, frente a tu imagen reflejada en el espejo del lavabo, 60 mg, 7:15 am, que honres a tu padre y a tu madre y nunca los culpes en público por la serie de traumas que involuntariamente te heredaron, que entregues tu mente e ingreso a una religión que domine y guíe tu banal existencia en este mundo, que busques iluminación y entendimiento a través de Twitter todas las ma­ñanas y cierres tus noches en reuniones con tus conocidos más
pseudointelectuales donde se consumen tres botellas de vino por persona y terminan en conversaciones que pretenden desmantelar la verdad de la vida analizando minuciosa y obsesivamente la última moda de superación personal disfrazada de espiritualidad que hay en el mercado o discutiendo las líneas que recuerdas del último artículo que leíste en el New York Times Magazine acerca de que esta generación está destinada al fracaso por el simple hecho de haber sido educada bajo un sistema donde los reglamentos no existen y el ser humano es respetado independientemente de que su vida sea un estorbo para la sociedad, cerrando la cena con un triple chocolate cake, un apple pie y tres bolas de nieve entre dos personas, los cuales se pretende que inconscientemente sacien la ansiedad que produce el discutir temas de tal nivel filosófico, aún más cuando en esa misma mañana al abrir los ojos
y hasta después de cerrarlos se ha estado sufriendo de una crisis nerviosa gracias a la tendencia existencialista por la que se está pasando, una crisis basada en el hecho de que no sabes qué hacer con tu vida ahora que ya tienes veintiséis años y eres oficialmente adulto y, por lo tanto, el único responsable de tus acciones, ya que no puedes ser la extensión adicional de la American Express de tus padres eternamente, porque llega un punto en la vida en el que es imperativo que seas un individuo capaz de obtener por sí solo el crédito de un coche o pagar su seguro de gastos médicos o manejar distintas cuentas bancarias que son alimentadas por ingresos generados a base de una vida laboral productiva y exitosa, porque llega un momento en la vida en el que se debe demostrar con resultados tangibles y económicos que el medio millón de dólares invertido en el desarrollo académico e intelectual de tu
persona no fue un error, porque no tienes excusa para que haya sido un error, mucho menos después de una vida donde lo único que hicieron fue darte todas las herramientas necesarias para ser Alguien cuando seas adulto. Y como ya eres –para tu desgracia– adulto, ha llegado tu tiempo límite para ser un individuo que le hace la vida más fácil a sus familiares en las cenas de Navidad por tener una actividad laboral con la cual se le relaciona y en la que se puedan invertir en una plática detallada y profunda las dos horas que dura el evento, saliendo todos beneficiados de no haberse visto en la necesidad de profundizar en pláticas más personales e incómodas que nadie necesita ni quiere ver, porque si no se está trabajando ni estudiando una maestría en esta sociedad regida por el capitalismo y la eficacia de producción, entonces no hay ningún otro tema que funja como el elefante en el cuarto lo suficientemente grande como para que dicha convivencia sea llevada de manera exitosa, porque estás en el límite de tiempo para honrar el esfuerzo de tu madre y tu padre siendo Alguien, porque si no lo eres para este entonces –este siendo veintiséis años– ya nunca lo serás. Y no sabes qué hacer con esta información sino consumir más fármacos diseñados para que controlen el vértigo que este tren de pensamiento te crea, tratando de huir de ese pá­nico a la vida que se ha vuelto tan crónico y familiar que, después de todos estos años, tanto tú como tu terapeuta han desarrollado una estrecha y adictiva relación con él. Me pregunto si soy el único en darse cuenta. Me cuesta trabajo creer que soy el único que se da cuenta; me cuesta trabajo creer que todos se dan cuenta y aun así tienen la energía y disciplina necesarias para continuar observando y siendo partícipes de esta interminable y tediosa secuela. Me pregunto si soy el único que invierte su tiempo desarrollando un monólogo que nadie escuchará en el cual se enfatiza el hecho de que todo está mal y, por lo tanto, nada importa porque todos vamos a terminar, con o sin esfuerzo, con o sin exceso de calorías, con o sin cáncer, con o sin hijos no deseados, con o sin venas y arterias limpias de colesterol, con o sin haber sido fiel y honesto y digno con nuestros semejantes, con o sin nada, todos vamos a terminar en el mismo punto: la mort. Y, antes de la muerte, el vacío de no tenerla o el miedo a que llegue muy pronto o la tentación de hacerla que llegue lo más antes posible o la acción tomada para que llegue al tiempo exacto que uno quiere; el formato o la modalidad para tener a la muerte todo el tiempo en la mente no importa, el hecho de tenerla, sí. Y es que desde que
nacemos estamos destinados a desarrollar una fascinación con ella. Todos tenemos esta estrecha relación amor/odio con ella, porque solo ella puede representar de esa manera tan perfecta todo lo que el hombre busca y necesita y quiere –descansar en paz– pero que le da miedo aceptar porque desde que tuvo la edad y, por lo tanto, la capacidad para entender conceptos, le fue inculcado un pánico y un miedo hacia dicho término de tal forma que esta es la única manera en la que se tiene catalogada en el sistema de conexiones mentales cuando uno piensa en el verbo y sustantivo muerte. Sin embargo, no se dan cuenta de que, antes que la vida, antes de siquiera nacer, la muerte es la acción más noble y pacífica que se puede experimentar. Es algo tan elemental como las consecuencias físicas aunadas a cada uno de los verbos: lo primero que sufre el hombre al nacer es ser expulsado, para siempre, del único lugar en el que se sintió y se sentirá protegido de todo el daño que existe en el mundo; la primera experiencia traumática en la vida es, precisamente, el momento de nacer, cuando nos alejan de esa manera tan violenta y catastrófica –solo recordar el semblante de la mujer en el momento de dar a luz– de la protección del vientre de la madre. Y, una vez concluida esta disrupción tanto física como psicológica, el llanto. Hay una nota que solo se escucha una vez en la vida y es la del llanto al momento de nacer. Ese es el único duelo natural y puramente nuestro, uno
que –aunque es provocado por ellos– no está contaminado por los deseos, debilidades e intereses ajenos; es un soneto donde el recién nacido le expresa al mundo su inconformidad por haber sido traído a la fuerza a un lugar donde, desde que llega, se le hace sufrir. En ese llanto se contienen todos los reclamos que jamás tendrá derecho a expresar después, una vez que –aunque inicialmente haya sido a la fuerza– ya se forma parte del sistema social. Sin embargo, contrario al nacimiento, cuando la muerte se hace presente, lo único que prevalece es la paz, el silencio. No existen la violencia ni el caos ni el miedo porque el miedo está fundamentalmente basado en la atemorizante sensación de que una entidad o elemento atente contra nuestra vida y, ya no habiendo vida contra la cual atentar y, por lo tanto, a la cual proteger, el miedo igualmente deja de existir. Me pregunto si soy el único en darse cuenta de que la concepción que la sociedad tiene de este concepto fue establecida por las religiones en conjunto con las
grandes corporaciones de diversas industrias para evitar que el hombre vea que el único camino a la vida es, precisamente, la muerte, y así pueda seguir dominando y explotando a sus fieles creyentes en vida. Me pregunto si soy el único en alzar la voz para exigir a las autoridades responsables que hagan algo cuanto antes para impedir que el hombre siga poniendo en práctica su estupidez y se reproduzca de manera compulsiva, ya que aparentemente
es incapaz de darse cuenta, por sí solo, de que su molde está dañado desde sus orígenes y de que, antes que ser reproducible, debería ser destruido por completo para por fin descontinuar esta producción en masa que, por contar con defectos desde su concepción, siempre termina en la basura. Me pregunto si soy el único en darse cuenta de que la humanidad es un error y tiene que desaparecer antes de que termine por hacernos desaparecer a nosotros. Y como nada nunca importa porque todo siempre termina en lo mismo independientemente del esfuerzo que se realice o no,
no me preocupa comenzar este libro con un evento sumamente cliché y sobreexplotado para la sinopsis de una historia del siglo XXI –casi tan cliché y sobreexplotado como que el/la protagonista tenga cáncer terminal– y justo tres días después de haber sido diagnosticado(a) que morirá en manos de esta condición –ideal para ser utilizada cada que se quiera provocar emociones en la audiencia de manera fácil y práctica–, el desahuciado conozca al amor de su vida, al cual le hará descubrir en tan solo unos días de intensa convivencia lo increíble que es vivir; porque nunca nada importa es que he decidido que hoy voy a terminar mi obra maestra; que en algún momento de este día voy a ponerle el punto final a mi biografía; que hoy tendré mi última cena y veré mi última película y diré mis últimas palabras y lloraré por una última vez; porque nunca nada importa es que he decidido que hoy es un buen día para morir.

I. Emiliano Rivera del Pozo, presente

Emiliano comienza a digerir el mensaje que acaba de comunicarse a sí mismo. Piensa en todas las ocasiones en que ha pensado eso. Nota la diferencia entre las ocasiones anteriores y esta; le tranquiliza saber que esta es la definitiva, que ya no volverá a sentirse un cobarde o un depresivo más que va por la vida dando lástima y amenazando al mundo de que se le tiene que poner atención porque, de no ser así, una tragedia irremediable va a suceder. Se abre una toma desde la parte alta del techo, en la cual podemos ver una habitación comunistamente austera, rodeada de paredes blancas de donde nada cuelga, habitada por ciento treinta y seis libros, doscientos tres vhs y ciento noventa y tres dvd, los cuales reposan en el piso como si fueran un objeto más –un tenedor, una caja, un mueble–, como si dentro de ellos no estuvieran contenidos los miles de universos paralelos en los que Emiliano ha vivido a lo largo
de su vida, como si no importara ninguno de los nombres y lugares y personas con los que alguna vez desarrolló relaciones tan estrechas como para llorar por y con ellos, como si las vidas contenidas dentro de esas quinientas treinta y dos historias fueran una mentira y nunca hubieran sucedido. En el escenario también se puede ver una lámpara adquirida vía ikea.com por 14.99 dólares y una cama individual sin respaldo ni motivos estéticos también adquirida vía ikea.com por 39.99 dólares, acomodada en el centro de la habitación y en la cual permanece el cuerpo de Emiliano en una posición similar a la del hombre de Vitruvio –desnudo, piernas separadas, brazos extendidos– semicubierto por una sábana blanca de cien hilos adquirida vía walmart.com por 9.99 dólares. Aunque por cuestiones técnicas parece que está dirigida hacia la cámara imaginaria que cuelga sobre él –por medio de la cual
se está observando esta escena–, la mirada de Emiliano en realidad se encuentra perdida. La última vez que se le vio fue dentro de un vagón de la línea L del metro de New York con dirección a Brooklyn. La mirada de Emiliano es disléxica y no sabe diferenciar entre Uptown y Downtown; se teme que, en un intento desesperado por encontrar su destino, haya tomado la línea 6 hasta llegar a Queens, ignorante de que lo que vería ahí sería una imagen tan violenta que la podría matar en un abrir y cerrar de sí mismos. Los ciento noventa centímetros de largo por setenta y cinco de ancho que ocupan el colchón menos ergonómico del catálogo de ikea.com, uno con una calidad directamente proporcional a su precio, siendo este 139 dólares, precio que, si bien es verdad que es uno muy bueno para un colchón, termina siendo considerablemente caro una vez que se toman en cuenta los 145 dólares mensuales que se tienen que invertir en las sesenta tabletas de 10 mg de Ambien necesarias para lograr conciliar el sueño en él. La
relación entre Emiliano y su sueño siempre ha sido muy complicada; en su discusión más reciente, la que tuvo lugar hace más de tres meses –ciento cuatro días para ser exactos– y en la cual un vecino se vio en la necesidad de hablar a la policía para evitar una tragedia, el último optó por irse de la casa con todas sus cosas. Se ignora dónde se encuentre en este momento; no es la primera ocasión en la que esto sucede y, por eso mismo, Emiliano cree que volverá por sí solo, sin necesidad de desgastarse buscándole ni de tener que pedirle perdón por haber reaccionado de la manera en la que reaccionó esa noche. Pero decía que los sesenta y seis kilos que ocupan el colchón modelo Sultan Havberg – también disponible vía ikea.com para ser llevado a tu hogar al pagar 100 dólares extra por cargo de envío, cuestionando la lógica económica de la transacción final–, sesenta y seis kilos que, según la fórmula de peso ideal de Hamwi, se encuentran veinte kilos por debajo de lo establecido, reportando un índice de masa corporal de 18.3, clasificando al cuerpo de Emiliano en la división comúnmente ocupada por las modelos de Victoria’s Secret, con la única diferencia de que, a ellas, la desnutrición sí las hace ver bien. Decía que los 4.62 litros de sangre contenidos
dentro del sistema cardiovascular que mantiene latiendo el corazón de Emiliano –donde la expresión mantiene
latiendo se entiende exclusivamente a las funciones biológicas del organismo humano; en su tono figurativo, esta frase no es aplicable, ya que, si se está invirtiendo una cantidad excéntrica de neuronas y paciencia en contar esta historia, es precisamente porque el corazón figurativo de Emiliano registra un ritmo cardiaco de 0 latidos por minuto–, esa sangre que navega torpe e incómodamente –se cree que a causa de la precaria calidad del colchón sobre el que se encuentra– por las venas y arterias de su dueño –mismo que preferiría que todo fuera tan fácil como tener una llave integrada a su cuerpo para abrirla y dejar correr esos 4.62 litros de su interior hasta desangrarse–
sabe que ha permanecido en esa misma posición durante más de dieciocho horas, aunque no tiene capacidad
de leer qué hora es porque: 1. No hay un reloj en esa habitación, y 2. Si lo hubiera, de todas formas, según me dicen los médicos, la sangre no tiene la capacidad de leer un reloj. No obstante, esta sí es capaz de determinar que la inmovilidad del cuerpo que la contiene ha perdurado por un periodo excesivo y dañino para ella. Aunque el ángulo de la toma se hace desde el techo, la sombra en el piso permite ver que existe un abanico colgando de él, mismo que gira a la velocidad adecuada para enfatizar el ambiente de tedio, hastío y monotonía que los pulmones de Emiliano inhalan y exhalan dentro de esa habitación. Cabe mencionar que la función de dicho abanico es única y exclusivamente ambiental ya que, siendo veinticinco de noviembre de dos mil catorce en el mundo que existe allá afuera y, siendo el mundo de afuera uno localizado en New York, se sabe que lo último que se necesita cuando la
app del Weather Channel reporta tres grados centígrados que se sienten como menos dos y sesenta por ciento de probabilidad de lluvia que está cercana a convertirse en nieve, lo último que cualquier cuerpo racional y coherente necesita es un abanico que le robe la nula calidez que con tanto esfuerzo ha acumulado. Pero el efecto que este artefacto tenga o no en la temperatura de esta habitación es algo intrascendental. Por respeto a la evolución que se espera haya habido en la creación literaria contemporánea  no se utilizará la analogía de que el frío que Emiliano siente en su interior es mucho más fuerte que los veinte grados centígrados bajo cero que pudiera haber afuera de él y que, por esta romántica y conmovedora razón, este es incapaz de notar que es absurdo tener un abanico girando sobre él, pero sí se mencionará que no importa si el abanico modificaba o no la temperatura de esa habitación, ya que el único que pudiera sufrir esa consecuencia –nuestro protagonista– está tan ocupado, tan absorbido, tan dominado por la serie de preguntas que, una tras otra tras otra, sin descanso, sin tregua, sin piedad ni compasión, su
cabeza le reclama sobre temas tan universales y ontológicos y sobrenaturales y ajenos a su comprensión que su mente no tiene la capacidad de procesar ninguna otra cosa. Por cuestiones de presupuesto y minimalismo descriptivo con dudas del éxito del último, en una sola toma se pretende transmitir la serie de detalles y especificaciones que dejen claro cómo es, no solo el escenario, sino la atmósfera en donde se desarrolla esta
tragedia. Por eso se hará un ligero cambio al espacio antes descrito y se modificará la pared que da a la calle para agregarle una ventana, por donde ahora se pueden ver gotas de lluvia que chocan violentamente contra el vidrio, un cielo pintado del tono Cool Gray 11C de la tabla de Pantone, el mismo que el diseñador gráfico sabe que es capaz de afectar el estado emocional de cualquier espectador, un árbol vestido de hojas amarillas y, si se hace un acercamiento de cámara hacia la ventana para observar la calle, personas solas o en pareja de un promedio de entre veinte y cuarenta y cinco años, blancos, clase media alta/alta, dos idiomas, alma máter de Ivy Leagues, paseando a sus perros con una mano, sujetando una sombrilla con la otra, cubiertos por gabardinas, bufandas y gorros Burberry. A la escena también se le agrega una caja de Honey Nut Cheerios, alimento con el cual ha sobrevivido el sistema digestivo de Emiliano durante los catorce días en los que ha permanecido encerrado en este espacio. Un puño aproximadamente 28 gr de Honey Nut Cheerios equivalente a 110 calorías que contienen 115 mg de potasio, 22 gr de carbohidratos, 2 gr de proteína y 9 gr de azúcares cada 24 horas; de nuevo, una dieta que podría funcionar exitosamente si Emiliano fuera un modelo de La Perla. El problema es que Emiliano no lo es. Otro toque que es importante agregar a la escenografía es una serie de cajetillas –quince vacías, una con cinco cigarros, cuatro sin abrir– de Marlboro rojos distribuidas de manera aleatoria por la habitación –la que contiene cinco cigarros está sobre la cama, al lado de Emiliano– así como una mancha de treinta centímetros de diámetro sobre el piso de madera creada por el uso que Emiliano le ha dado como cenicero al no contar con uno. Sobre la mancha hay un número de colillas que ronda entre cincuenta y setenta; el resto de las colillas –doscientas sesenta y tres– se encuentra dentro de una caja de Joe’s Pizza que el protagonista consumió hace más de tres semanas. Al lado de esto, se encuentra un tetrapack de un litro torpemente mutilado de la parte superior, el cual Emiliano ha utilizado para depositar el líquido que desecha su vejiga. Unos Levi’s 501, una camiseta Hanes que solía ser negra, un par de calcetines que solían ser blancos, unos bóxers que nunca fueron cómodos y unas Dr. Martens que han sido calzadas diariamente desde dos mil seis permanecen en la esquina superior derecha. No contando con un reloj que nos sirva como guía, es imposible saber la hora en la que esto está sucediendo, peor aún si en esta época del año, en esta ciudad, la noche llega desde las cuatro y media de la tarde. Por el momento, esta es toda la utilería necesaria para recrear el mood que se pretende. Emiliano observa el techo y concentra su atención en el abanico; imagina cómo este fue instalado hace años por un negro que no sabía leer y que, para ahorrarse confusiones que pusieran en peligro su trabajo, prefirió ignorar las indicaciones e instalarlo a su manera, una en la que los tornillos, al ser colocados
irresponsablemente, estuvieron zafándose poco a poco, casi de manera imperceptible, durante todos estos años hasta ahora, cuando se hacen notar las consecuencias de la ingeniería mecánica mal ejecutada, separándose del techo en el momento exacto para que este colapse sobre él, causándole una muerte fulminante al descalabrarlo. 1987-2014, diría su lápida. Los que fueran a su velorio y vieran que solo existen veintiséis números de distancia entre la primera y la última cifra, entre el alfa y el omega, entre el inicio y el final de su tiempo, dirían que son muy pocos años, que es una pena, una verdadera pérdida para el mundo, que la vida es muy injusta llevándose a un joven que tenía tanto que dar; Emiliano –de estar vivo– les contestaría que no saben de lo que están hablando. Pero eso –como todo– tampoco tiene mucha importancia porque Emiliano sabe que un evento tan afortunado como este no le puede suceder; que este tipo de accidentes no llegan así de fácil, así de noblemente. Emiliano sabe que, para que las cosas sucedan, se tienen que hacer; nadie ni nada va a venir a tomar su vida por él. Mientras él no haga algo al respecto, está
destinado a seguir respirando un aire que, si es verdad que mantiene a sus órganos vitales funcionado, también es verdad que al mismo tiempo intoxica y asfixia su espíritu. ¿Cómo es posible estar atrapado dentro de ti mismo?, es una pregunta que Emiliano no se piensa formular: desde que tiene memoria, así se ha sentido; pensar que después de todos estos años va a lograr contestarla es, simplemente, estúpido. Sin embargo, saber eso no cambia el hecho de que no logre entender cómo es que alguien se vuelve prisionero de su propio cuerpo, de su propia mente, de todos los pensamientos que corren dentro de ella. Si fue enviado a este mundo a pagar algún karma de otra vida, Emiliano considera que estos veintiséis años han sido una sentencia lo suficientemente larga y sufrible como para que su karma ya esté saldado e, incluso, resulte con un crédito a su favor para utilizarlo en su próxima vida, la cual espera que nunca tenga que ocurrir. ¿Cómo es posible que el vacío sea lo único que llene tu ser a tal grado…

Gisela Leal, autora mexicana. Foto: Alfaguara

¿Quién es Gisela Leal? Publicó su ópera prima El Club de los Abandonados en 2012, con 24 años, convirtiéndose en la escritora más joven publicada por Alfaguara. Ha publicado relatos cortos en la revista literaria española Eñe. Su segunda novela es El maravilloso y trágico arte de morir de amor.

 

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