“La historia que cuento en Silencio administrativo pone de manifiesto que la administración y algunos medios de comunicación contribuyen indirectamente a la existencia de la aporofobia al crear una imagen distorsionada y magnificada de las ayudas y partidas públicas destinadas a erradicar la pobreza, al tiempo que silencian o maquillan sus graves limitaciones y deficiencias”, escribe Sara Mesa.
Ciudad de México, 8 de junio (SinEmbargo).– Esta es una historia real. La de una mujer sin hogar, discapacitada y enferma que trata de solicitar la renta mínima a la que tiene derecho según los optimistas mensajes de la administración y los medios. Pero el laberinto burocrático que debe recorrer para ello, los escollos y trabas con que tropieza y la crueldad de un sistema que exige más a quien menos tiene desembocan en la desesperación. Mientras tanto, los ciudadanos se quedan con la impresión contraria: hay montones de prestaciones y ayudas para los más pobres. «Privilegiados.» «Caraduras.» «Vagos.» Los prejuicios se acumulan. Este es uno de los comienzos de la aporofobia: el odio al pobre.
*La información anterior pertenece a Anagrama.
SinEmbargo comparte un fragmento del libro Silencio administrativo, de Sara Mesa. Cortesía otorgada bajo el permiso de Anagrama.
***
Nota inicial
Este libro surge de un encuentro. Del día en que mi amiga Nuria y yo nos paramos a hablar con una mujer que mendigaba en una calle de Sevilla, y de todo lo que vino después. Es, ante todo, una crónica personal que relata un viaje hacia un mundo que yo desconocía: el de la extrema pobreza y el endemoniado laberinto burocrático por el que se hace pasar a los más necesitados.
Según el informe «El Estado de la Pobreza 2018» de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES), el 26,6 % de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión. De ellos, el 5,1 % (más de 2,3 millones de personas) padece pobreza severa, es decir, subsiste con menos de 342 euros al mes.
Descendiendo en la terrible escala de la carencia, la Fundación RAIS –Red de Apoyo a la Integración Sociolaboral– calcula que en España 31.000 personas no tienen hogar, el mayor estado de vulnerabilidad y desprotección posible. Por su parte, el informe «¿En qué sociedad vivimos?», de Cáritas Española, eleva el número a 40.000 personas sin techo.
Impacta que cifras tan preocupantes no estén en el primer plano del debate político y mediático, cuando, además, los índices de pobreza continúan creciendo y los sistemas de rentas mínimas puestos en marcha por las distintas comunidades autónomas se han revelado ineficaces para erradicarla. En el caso de la pobreza extrema, la condena a la invisibilidad del colectivo de los «sin techo» –personas que, en su mayoría, no pueden ni siquiera defenderse a sí mismas– es tal que, por ejemplo, los planes estatales de vivienda siguen sin incluir medidas específicas contra el sinhogarismo.
Sin embargo, la percepción ciudadana va en sentido contrario. La idea de que existen multitud de ayudas y prestaciones destinadas a los más pobres está tan extendida que no son pocos los que las consideran excesivas, hasta el punto de sentir un agravio comparativo.
Lo que subyace bajo esta percepción es la creencia en la voluntariedad de la pobreza: habiendo tantos recursos disponibles, piensan muchos, si alguien vive en la calle es porque quiere. Y a partir de ahí, surgen todos los demás estigmas: los «sin techo» son vagos, sucios, locos, problemáticos, peligrosos.
La filósofa Adela Cortina acuñó el término aporofobia, odio a los pobres, a partir del griego áporos («indigente», «sin recursos»), bajo el convencimiento de que para resolver cualquier problema el primer paso es designarlo. En 2017, la RAE incluyó aporofobia en el Diccionario de la Lengua Española y, desde entonces, se ha convertido en un término de uso corriente. Cortina habla de la existencia de razones neurológicas para explicar –que no justificar– la aversión, miedo y rechazo hacia los pobres, mucho más extendida que otras fobias sociales. Este odio puede manifestarse desde actitudes sutiles (recelos y prejuicios que, en mayor o menor medida, todos tenemos) hasta las más radicales (crímenes de odio). Pero además de las motivaciones cerebrales, Cortina recuerda que existen razones de otro tipo –políticas, sociales y económicas– que fomentan la aporofobia, y que son las que se pueden y deben modificar.
La historia que cuento en Silencio administrativo –encarnada en el periplo de una mujer discapacitada y pobre que, al pedir ayuda, se choca contra la dura realidad del silencio– pone de manifiesto que la administración y algunos medios de comunicación contribuyen indirectamente a la existencia de la aporofobia al crear una imagen distorsionada y magnificada de las ayudas y partidas públicas destinadas a erradicar la pobreza, al tiempo que silencian o maquillan sus graves limitaciones y deficiencias.
Las rentas mínimas –pensadas para proporcionar los más elementales recursos de subsistencia– están reconocidas como un derecho humano en distintos textos internacionales, como la Carta Social Europea. No voy a entrar aquí en la idoneidad de este tipo de rentas, muy cuestionadas no solo por su insuficiencia y por la burocratización de los trámites que conllevan, sino también porque no evitan la llamada trampa de la pobreza, cronifican la precariedad y fomentan la economía sumergida. No voy a entrar, como digo, en ese debate, porque el propósito de Silencio administrativo es describir una realidad a través de una experiencia concreta, experiencia que se centra en la situación actual y no en la deseable. Sin embargo, vista la inadecuación del sistema vigente –que, por cierto, también viene siendo denunciada desde hace años por el Comité Europeo de Derechos Sociales del Consejo de Europa–, puedo decir que cada vez estoy más convencida de que la única solución para erradicar la pobreza es la implantación de una renta básica universal, medida que apoyan muchos economistas contemporáneos como Philippe van Parijs en Francia, Guy Standing en Reino Unido y Daniel Raventós en España.
La historia de Silencio administrativo se ubica en Andalucía, comunidad en la que, según datos reconocidos por el gobierno, el 35,4% de la población está en riesgo de pobreza y el 7,1% en riesgo de pobreza extrema, superando la media española. No obstante, es importante subrayar que los escollos burocráticos, la lentitud de los trámites y las deficiencias que aquí se describen no son problemas exclusivamente de ámbito andaluz, sino que se extienden al resto de España, afectando a comunidades gobernadas por todo tipo de formaciones políticas.
Debo matizar también que no soy una experta en asuntos sociales ni derechos humanos. Aunque me he documentado para escribir al respecto y he consultado a varias organizaciones y asociaciones centradas en la marginación y la exclusión social, Silencio administrativo no es, ni pretende ser, un ensayo, sino más bien una crónica personal cuya perspectiva, no exenta de la subjetividad de la narradora, aborda una realidad social que es, por desgracia, objetiva e insoslayable.
1. El mismo número de pie
La primera vez que la ve le llama la atención de inmediato, por su fragilidad y su desamparo. No es una mujer completamente ciega, pero lleva bastón y unas gruesas gafas. Está sentada en el suelo con las piernas encogidas, bajo el alero del edificio de un banco, ocupando el mínimo espacio posible para protegerse de la lluvia. En un cartón, al lado, ha escrito que es una «mujer sin recursos». Pide «trabajo y comida».
Beatriz pasa a su lado, la mira de reojo, la olvida un minuto después.
Pero a partir de entonces, cada mañana de camino al trabajo, va a verla siempre allí, justo en el mismo sitio, y ya no le va a ser tan fácil olvidarla.
La observa con discreción y con vergüenza. Nunca le da dinero porque está en contra de la caridad. Beatriz piensa que la caridad no sirve para combatir la injusticia, que a veces es justo lo contrario: los parches y el lavado de conciencia contribuyen al sostenimiento de la pobreza.
Pero siente una extraña incomodidad.
Una incomodidad que se parece mucho a la culpa.
Se pregunta cómo una mujer tan vulnerable puede estar mendigando bajo el frío y la lluvia de ese invierno, que está siendo particularmente crudo.
En vez de acostumbrarse a su presencia, verla allí a diario es lo que hace que no pueda seguir mirando hacia otro lado.
Le persigue la imagen de sus zapatillas: de lona, muy viejas, sucias, totalmente inadecuadas para el frío.
Una mañana se acerca y le pregunta qué número de pie tiene.
La mujer levanta la vista, trata de enfocarla con esfuerzo. Un 39, responde. Es una suerte: Beatriz también tiene un 39.
Al día siguiente le lleva unas botas de cordones, sólidas, de piel, unas botas de las que Beatriz puede prescindir fácilmente porque tiene calzado de sobra. La mujer se las pone enseguida, tras darle las gracias.
Así es como Beatriz empieza a hablar con Carmen. Gracias a que las dos tienen el mismo número de pie.
El diálogo se mantiene en posiciones diferentes: Carmen sentada en el suelo, levantando la cabeza; Beatriz de pie, o acuclillada, tratando de ponerse a su altura.
Esto es incómodo, no solo físicamente. La conversación se mantiene a trompicones y Beatriz no puede evitar sentir que se entremete en la intimidad de otra persona.
Al principio le habla de usted. Se sorprende cuando se entera de que es más joven que ella, porque no lo parece. Aún no ha cumplido los cuarenta, pero el rodillo de la vida le ha pasado con crueldad por encima, envejeciéndola prematuramente. Se llevan solo cinco años. Lo normal, entonces, es que se tuteen.
Beatriz le pregunta por su situación. Cómo es que está pidiendo, dice, con tanto frío y en su estado. Carmen le cuenta que no tiene nada. Ningún ingreso, ninguna ayuda, nada. Ni siquiera una casa. Entonces, ¿dónde duerme? En la calle. Bueno, no exactamente en la calle. En el garaje de un bloque de pisos que está abandonado. Se cuela por una puerta rota y ahí pasa la noche, en un colchón. ¿No ha ido al ayuntamiento, no ha ido a Cáritas? Sí, ha ido a varios sitios, pero en todos le dicen lo mismo: para recibir alguna ayuda necesita estar empadronada. Y ella no está empadronada en ningún lado.
La mujer se expresa con claridad y corrección, responde a sus preguntas sin vacilar, pero al principio a Beatriz le cuesta creer lo que le cuenta y duda de que esté bien informada.
¿Cómo va a ser cierto lo que dice? Alguien tiene que asistirla, esté empadronada o no.
Beatriz ha oído hablar de ayudas oficiales, de prestaciones. Lo ha leído en prensa, lo ha visto mil veces en los informativos televisivos, lo ha oído en la calle. Los servicios sociales de los ayuntamientos, de las diputaciones, de la Junta destinan partidas para gente necesitada. Hay rentas para personas sin techo, para discapacitados, para mujeres solas. Hay albergues y centros de acogida, ayudas de alquiler, incentivos al empleo.
Carmen cumple todos los requisitos. Solo es cuestión de enterarse bien. En eso, Beatriz podría ayudarla.
O eso es lo que cree, inocentemente.