Parcial y subjetivo | ¿Su última voluntad?

08/06/2012 - 12:05 am


La pregunta es pertinente dada la insistencia de la industria editorial por publicar obras póstumas. Queda claro que lo hacen, en la gran mayoría de los casos, obedeciendo a razones de mercado: sería un desatino desaprovechar la fama de los autores sólo porque han muerto. Al contrario, ése parece ser un buen pretexto para reimprimir su obra y, en el mejor de los casos, para rescatar manuscritos que se hallaban a buen resguardo en alguna parte de su estudio. Entonces, ¿qué tan válido es publicar estos textos?

La respuesta inmediata, y casi automática, es que mucho. Si se puede rescatar la obra de grandes escritores no hay razón que lo impida. Suena lógico: los lectores merecen seguir leyéndolos, disfrutar de lo que ya estaba archivado. La postura opuesta es, sin embargo, igual de válida. Salvo que la muerte haya llegado de forma prematura o sorpresiva, es muy probable que todos esos textos que los autores decidieron no publicar no estaban listos. No se puede exigir a un escritor que destruya lo que no le gusta. Hay nostálgicos y desorganizados. Incluso convencidos de que algún día harán algo con todo ese material.

Como puede verse, los dos extremos son contrastantes. Entre ellos, caben varias respuestas más. Ellas dependen no sólo de la visión del que contesta sino de las particularidades de la obra póstuma. No todos los casos son iguales; no podrían serlo. He elegido algunos de los más emblemáticos. Quizá con ellos podamos llegar a la conclusión de que no hay respuestas verdaderas y que todo depende de las circunstancias específicas de cada autor, de cada texto.

FRANZ KAFKA:

Depresivo e inseguro como era, Kafka acumuló textos por doquier. Desde novelas inconclusas hasta cuentos y anotaciones. Antes de morir le pidió a su amigo Max Brod que destruyera todos sus manuscritos cuando él muriera. Si la petición obedeció a que él no se atrevía a hacerlo o a que le estaba pidiendo de forma implícita a Brod que los publicara es algo que no podremos saber con certeza. Lo cierto es que Brod desobedeció a su amigo y, gracias a ello, tenemos acceso a varios textos fundamentales como El Proceso, El castillo, Carta al padre y varios relatos. Aunque resulta atractivo pensar que Kafka así lo habría querido, en los últimos años se ha iniciado una búsqueda frenética por encontrar algún otro de sus manuscritos que trasciende el hecho literario. Algo que, quizá, no le hubiera gustado tanto.

 

JULIO CORTÁZAR:

Imaginar los múltiples estudios donde escribió Cortázar, hurgar entre sus documentos, abrir cajones y asombrarse por la existencia de un papelito perdido es algo que muchos desearían hacer. Sobre todo, porque él era un amante de la letra impresa. Escribía novelas como escribía cartas: con pasión, fuerza y cuidando las palabras. De ahí que no sea extraño que, pese a que lleva casi tres décadas muerto, se sigan publicando nuevos libros suyos. Algunos estaban destinados a ello, no cabe duda: son libros cerrados y que funcionan. Otros, sin embargo, obedecen más a caprichos editoriales. Es verdad que, por ejemplo, en Papeles inesperados uno puede encontrar textos que detonan la sonrisa y esa extraña complicidad que Cortázar despertaba en sus lectores. Más allá de esa empatía casi inmediata (la que también se da cuando se lee su correspondencia), uno se pregunta qué tan válida es la invasión. Si él decidió no incluir determinado relato en sus Historias de cronopios y de famas alguna razón tuvo. Leerla ahora es contravenir, claramente, su voluntad.

 

JOHN KENNEDY TOOLE:

La historia de la publicación de La conjura de los necios podría ser, en sí misma, una novela. Tras ser rechazada por Simon and Schuster, Toole cayó en una profunda depresión que lo llevó al suicidio. Apenas tenía 31 años. Su madre no cejó en el intento por publicarla. Tocó cuantas puertas pudo hasta que Walker Percy aceptó leerla. Quedó encantado de inmediato. La novela se publicó y ganó el Premio Pullitzer de ficción en 1981, 12 años después de la muerte de su autor. Este caso en particular parece tener tintes de ironía. Destacan, sin embargo, la clara intención de su autor por publicar la novela y la perseverancia de su madre por conseguirlo. El que haya llegado a las manos de los lectores es algo que se agradece aunque es imposible sustraerse de una ligera melancolía por la suerte del escritor.

 

JOSÉ SARAMAGO:

La historia con Claraboya es casi tan extraña como la anterior. Hace sesenta años Saramago escribió la novela. Seguramente estaba mecanografiada cuando la envió al editor. Decidió no publicarla y, peor aún, no le dio razones al autor. Nunca hubo un dictamen. Simplemente se archivó en medio del mundo de papeles que debía haber en esa editorial. Varias décadas más tarde, en una limpieza o mudanza, encontraron el original. Saramago ya era famoso, ese manuscrito era una mina de oro. Pero no podían publicarlo sin autorización. Así que se lo enviaron sólo para que él dijera que Claraboya no se publicaría mientras él viviera. A casi dos años de su muerte, por fin llegó a México. En ella se pueden encontrar rasgos y detalles que más tarde se desarrollarían en su obra narrativa. Éste es un caso más de una novela que casi se pierde por la indolencia de un editor y que, en realidad, debió ser publicada en su momento.

 

ROBERTO BOLAÑO:

Roberto Bolaño se sabía enfermo de un mal incurable. Quizá por eso fue que, en sus últimos años, preparó todo el material que pudo para no dejar desamparados a su esposa e hijos. Se dice, incluso, que su más grande obra, 2666, la dividió en cinco partes para garantizar una mayor rentabilidad de la misma. La familia decidió, en cambio, publicarla como una sola novela, tal como había sido concebida. Desde entonces, se han publicado algunos libros más aunque ninguno con la fuerza y el esplendor de 2666. Al margen de ello, llama la atención la capacidad previsora del autor. Queda claro que él deseaba ver publicada su obra pero, dado que le iba a ser imposible lograrlo, también le resultaba conveniente que se editara de forma póstuma. Por fortuna así se hizo. De lo contrario, nos habríamos perdido de una de las más grandes novelas de las últimas décadas.

Para no incurrir en la soberbia que significa concluir acerca de la validez de publicar o no la obra póstuma de un autor, apenas puedo decir que cada caso es diferente. Tal vez el mejor parámetro sea la voluntad del mismo; si es que podemos acceder a ella. De lo contrario, cada uno de nosotros tendrá su propia visión del mundo y, con ella, validará las intenciones de publicarlos. Sin embargo, la mejor forma de hacerlo es leyendo esas obras cuyo adjetivo “póstumas” es un lastre que el tiempo terminará borrando.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.
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