LECTURAS | “La zona de interés”, de Martin Amis

08/04/2017 - 12:04 am

Envuelta en la polémica y rechazada por algunos de los editores habituales de Martin Amis, incómodos con sus planteamientos, La Zona de Interés ha recibido sin embargo una extraordinaria acogida crítica en Estados unidos y Gran Bretaña, donde ha sido saludada como una de sus obras mayores.

Ciudad de México, 8 de abril (SinEmbargo).-Esta novela demuestra una vez más que a Martin Amis no le tiembla el pulso a la hora de abordar temas controvertidos. Después de la demoledora Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, que levantó ampollas por su crudo retrato de lo peor de la sociedad británica, el autor regresa al nazismo y al Holocausto, que ya había tratado en La flecha del tiempo. Y lo hace desde un ángulo cuando menos sorprendente, cediendo la palabra a los verdugos y sin renunciar a incomodar al lector con ciertos toques de comedia negra.
Golo, un joven oficial sobrino del jerarca nazi Martin Bormann, llega a un campo de exterminio para trabajar en la puesta en marcha de una fábrica con mano de obra esclava. Seductor nato, no tarda en quedar prendado de Hannah, la esposa del comandante del campo, el grotesco Paul Doll. Y a este triángulo se une una cuarta pieza, el Sonderkommando Szmul, es decir, uno de esos judíos que colaboraban con los verdugos.

Con la maquinaria de la crueldad como telón de fondo, la novela desarrolla una historia de amor y celos entre funcionarios de la barbarie. Es el marco para indagar en el horror y preguntarse: ¿qué sucede cuando descubrimos quiénes somos en realidad? ¿Cómo podemos llegar a aceptar las consecuencias de nuestros actos?

Por cortesía de Anagrama transcribimos el primer capítulo de La zona de interés, de Martin Amis

Considerada una de sus novelas máximas. Foto: Especial

1. thomsen: primera impresión

No me era extraño el resplandor del relámpago; no me era extraño el rayo. Con una experiencia envidiable en ambas cosas, no me era extraño el aguacero; el aguacero y luego el sol y el arcoíris.

Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida –casi una columnata– de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes… Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas.

Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa. Yo le seguía el paso, en paralelo, con mi chaqueta de tweed hecha a medida y mis pantalones de sarga, con mi tablero de pinzas y mi pluma estilográfica.

Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió hacia delante.

Y entraron en el Kat Zet;1 en el Kat Zet I.

Algo sucedió a primera vista. Un relámpago, un trueno, un aguacero, el sol, el arcoíris…, la meteorología del primer vistazo.

Se llamaba Hannah, señora Hannah Doll.

En el Club de Oficiales, sentado en un sofá de crin, rodeado por adornos equinos de metal y estampas de caballos, y de tazas de sucedáneo de café (café para caballos), le dije a Boris Eltz, mi amigo de toda la vida:

–Por un momento volví a ser joven otra vez. Fue como amor.

–¿Amor?

–He dicho como amor. No pongas esa cara de pena. Como amor. Un sentimiento de inevitabilidad. Ya sabes. Como el nacimiento de un idilio largo y maravilloso. Amor romántico.

–¿Déjà vu y todo lo de siempre? Sigue. Refréscame la memoria.

–Bien. Admiración doliente. Doliente. Y sentimientos de humildad y de valer poco. Como contigo y Esther.

–Eso es completamente diferente –dijo, alzando un dedo en sentido horizontal–. Eso no es sino paternal. Lo entenderás cuando la veas.

–De todas formas. Luego todo quedó atrás y… Y empecé a preguntarme cómo sería sin nada de ropa.

–Ahí lo tienes. ¿Lo ves? Yo nunca me he preguntado cómo será Esther sin ropa. Si sucediese me quedaría espantado. Me taparía los ojos.

–¿Y te taparías los ojos si fuera Hannah Doll?

–Pues… ¿Quién se hubiera imaginado que el Viejo Bebedor conseguiría a una tan buena como ésa?…

–Lo sé. Increíble. –El Viejo Bebedor. Pero piensa un poco. Estoy seguro de que siempre fue bebedor. Pero no siempre fue viejo. Dije:

–¿Las chicas qué años tendrán? ¿Doce, trece? Ella tendrá nuestra edad, entonces. O quizá sea un poco más joven.

–Y el Viejo Bebedor la dejó preñada cuando tenía… ¿dieciocho?

–Cuando él tenía nuestra edad.

–Muy bien. Casarse con él se le podía perdonar, entonces, supongo –dijo Boris. Se encogió de hombros–. Dieciocho años. Pero no le ha dejado, ¿no? Eso no se explica así como así, ¿no?

–Lo sé. Es difícil de… –Mmm. Es demasiado alta para mí; y ahora que lo pienso, también es demasiado alta para el Viejo Bebedor. Y aún nos preguntamos otra vez: ¿cómo puede ocurrírsele a alguien traer aquí a su mujer y a sus hijas? ¿Aquí? Dije:

–Éste es un sitio más para hombres.

–Oh, no sé… A algunas mujeres no les importa. Algunas mujeres están igual que los hombres. Piensa en tu tía Gerda. Le encantaría esto.

–La tía Gerda puede que lo aprobara en principio –dije–. Pero esto no le encantaría.

–¿Y crees que a Hannah le encantará esto?

–No da la impresión de que vaya a encantarle esto.

–No, no la da. Pero no olvides que es la mujer perfectamente voluntaria de Paul Doll.

–Ya… Entonces quizá se sienta de maravilla aquí –dije

–. Eso espero. Mi aspecto físico funciona mejor con las mujeres a las que les encanta esto.

–… A nosotros no nos encanta esto.

–No. Pero nos tenemos el uno al otro, a Dios gracias. Que no es poco.

–Cierto, querido. Tú me tienes a mí, y yo te tengo a ti. Boris, mi amigo permanente –empático, intrépido, guapo, semejante a un pequeño César–. Jardín de infancia, niñez, adolescencia, y luego, más adelante, nuestras vacaciones en bicicleta recorriendo Francia, Inglaterra, Escocia e Irlanda, y nuestro largo y difícil viaje de tres meses desde Múnich a Regio Calabria, y luego a Sicilia. Sólo en la edad adulta pasó nuestra amistad por dificultades, cuando la política –cuando la historia– apareció en nuestras vidas. Dijo:

–Tú te irás para navidades. Yo me quedaré aquí hasta junio. ¿Por qué no me voy yo al este? –Dio un sorbo y frunció el entrecejo y encendió un cigarrillo–. Por cierto, tus posibilidades, hermano, son prácticamente inexistentes. ¿Dónde, por ejemplo? Hannah es demasiado visible. Y ya puedes tener cuidado. El Viejo Bebedor podrá ser el Viejo Bebedor, pero también es el comandante.

–Ya. Aun así. Cosas más raras se han visto.

–Se han visto cosas mucho más raras. Sí. Porque era un tiempo en el que todo el mundo sentía la fraudulencia, la desvergüenza sarcástica y la impresionante hipocresía de todas las prohibiciones. Dije:

–Tengo una especie de plan. Boris suspiró, con el semblante inexpresivo.

–Primero tendré que esperar noticias del tío Martin. Luego haré el primer movimiento. Peón cuatro dama. Al cabo de unos minutos, Boris dijo:

–Ese peón se la va a cargar.

–Probablemente. Pero no pasa nada por echar un buen vistazo. Boris Eltz se despidió: se le esperaba en la rampa. Un mes de pasmado servicio en la rampa era el castigo por partida doble que se le había impuesto por su última pelea a puñetazos. La rampa: la bajada del tren, la selección, y luego el camino a través del bosque de abedules hasta el Pequeño Cercado Castaño, en el Kat Zet II.

–La parte más espeluznante es la selección –dijo Boris

–. Deberías venir un día. Por la experiencia. Almorcé en el comedor de oficiales (medio pollo, melocotones y natillas; sin vino), y fui a mi despacho en Buna-Werke. Tuve una reunión de dos horas con Burckl y Seedig, que trató sobre todo del lento progreso de las naves de producción de carburo; pero también quedó claro que yo estaba perdiendo la batalla en lo relativo a la reubicación de nuestra mano de obra. Al anochecer me dirigí al cubículo de Ilse Grese, de vuelta en el Kat Zet I. A Ilse Grese le encantaba el campo.

Llamé a la puerta de hojalata ligeramente oscilante y entré. Como la adolescente que aún era (cumpliría veinte años el mes siguiente), Ilse estaba sentada en el catre, encorvada y con los pies ligeramente cruzados, y leía una revista ilustrada; no quiso levantar la vista de sus páginas. Su uniforme colgaba de un clavo de la viga metálica, bajo la cual yo ahora agachaba la cabeza. Llevaba una bata de casa de tejido grueso, azul oscura, y calcetines grises muy holgados. Dijo, sin volverse:

–Ajá. Huelo a islandés. Huelo a tonto del culo. La manera habitual de tratarme de Ilse, y quizá de tratar a todos sus amigos varones, era de una languidez burlona. La mía con ella, y con cualquier mujer, al menos al principio, era profesoral y ampulosa (había llegado a este estilo para compensar mi apariencia física, que a algunas de ellas, durante un tiempo, les parecía amedrentadora). El cinturón con pistolera de Ilse estaba tirado en el suelo, y también el látigo de piel de buey, enroscado como una delgada serpiente dormida. Me quité los zapatos. Mientras me sentaba y me apoyaba cómodamente contra la curva de su espalda pasé por encima de su hombro e hice balancear un dije de perfume importado que colgaba de una cadena dorada.

–Es el islandés tonto del culo. ¿Qué es lo que quiere?

–Vaya…, cómo tienes el cuarto, Ilse. Siempre impecable cuando estás trabajando… Te concedo eso. Pero en tu vida privada… Con lo rigurosa que eres con el orden y la limpieza de otros.

–¿Qué quiere el tonto del culo? Dije:

–¿Qué es lo que quiere?

–Y proseguí, con pausas pensativas entre las frases–. Lo que quiere es que tú, Ilse, vengas a verme a eso de las diez. Te obsequiaré con coñac y chocolate y regalos caros. Escucharé lo que me cuentes sobre tus altibajos más recientes. Mi cercanía generosa no tardará en restaurar tu sentido de la proporción. Porque el sentido de la proporción, Ilse, es algo que hemos visto que a veces, muy de cuando en cuando, te falta. O eso me cuenta Boris.

–… Boris ya no me quiere.

–Pues el otro día estuvo cantando tus alabanzas. Hablaré con él, si quieres. Espero que vengas a las diez. Después de la charla y de los regalos, habrá un interludio sentimental. Eso es lo que quiere. Ilse siguió leyendo; un artículo que argumentaba con vehemencia, con ira incluso, que las mujeres no debían bajo ningún concepto depilarse las piernas ni las axilas. Me levanté. Ella alzó la mirada. La boca ancha y anormalmente arrugada y ondulante, las cuencas de los ojos de una mujer que triplicaría su edad, la abundancia y la pujanza del pelo de un rubio sucio…

–Eres un tonto del culo.

–Ven a las diez. ¿Vendrás?

–Puede –dijo, pasando una página

–. Y puede que no. En la Ciudad Vieja las viviendas eran tan primitivas que la gente de Buna-Werke se había visto obligada a construir una especie de colonia dormitorio en los arrabales rurales del este (en ella había una escuela primaria y secundaria, una clínica, varias tiendas, un figón y una taberna, además de decenas y decenas de inquietas amas de casa). Sin embargo, pronto descubrí un grupo muy oportuno de habitaciones toscamente amuebladas en una calleja empinada que partía de la plaza del mercado. En el 9 de calle Dzilka. Tenía un grave inconveniente, sin embargo: había ratones. Después del desalojo forzoso de sus propietarios, habían sido ocupadas durante casi un año por los obreros que estaban construyendo la colonia, y la infestación de ratones se había hecho crónica. Aunque las pequeñas criaturas se las arreglaban para no ser vistas, se las oía casi constantemente dentro de las grietas y galerías, corriendo, chillando, alimentándose, reproduciéndose y criando…

En su segunda visita, mi mujer de la limpieza, la joven Agnes, trajo un gato macho grande, negro con ribetes blancos, llamado Max, o Maksik (pronunciado Macsich). Max era un cazador de ratones legendario. Todo lo que yo iba a necesitar, me dijo Agnes, era una visita de Max cada dos semanas. Max apreciaría un platillo de leche de cuando en cuando, pero no habría necesidad de que le diera nada sólido. No pasó mucho tiempo hasta que aprendí a respetar a este predador diestro y nada molesto. Maksik parecía que iba de esmoquin: traje negro carbón, pechera blanca en triángulo perfecto, polainas blancas. Cuando se agachaba contra el suelo y estiraba las patas delanteras, sus zarpas se abrían de una forma muy bonita, como margaritas. Y cada vez que Agnes lo levantaba en sus brazos para llevárselo, Max –que había pasado el fin de semana conmigo– dejaba tras de sí un consolidado silencio. En tal silencio me di un baño caliente, para lo cual llené la bañera, o más bien fui haciendo acopio del agua suficiente y calentándola en el fogón en cazuelas y cubos y luego me acicalé con sumo cuidado para estar apuesto para Ilse Grese.

Dispuse en la mesa su coñac y sus dulces, y cuatro pares nuevos de medias recias (desdeñaba las medias finas) y me puse a esperar mientras contemplaba el viejo castillo ducal, tan negro como Max contra el cielo del crepúsculo. Ilse fue puntual. Lo único que dijo –y lo dijo de forma un tanto burlona, y profundamente lánguida–, en cuanto se cerró la puerta a su espalda, fue:

–Rápido. Hasta donde pude comprobar, Hannah Doll, la mujer del comandante, llevaba a sus hijas al colegio y más tarde las recogía, pero, si exceptuamos esta rutina cotidiana, apenas salía de casa. No asistió a ninguno de los dos thés dansants experimentales; ni al cóctel en el Departamento Político que ofreció Fritz Möbius; ni al estreno de gala de la comedia romántica Dos personas felices. En cada una de estas ocasiones, Paul Doll no pudo sino asistir sin su mujer. Lo hacía siempre con la misma expresión en el semblante: la del hombre que heroicamente controla su orgullo herido… Tenía un modo curioso de ahuecar los labios hacia fuera, como si estuviera a punto de silbar, hasta que (o eso parecía) algún escrúpulo burgués lo asaltaba y su boca volvía a adoptar su habitual forma de pico. Möbius dijo:

–¿No viene Hannah, Paul? Me acerqué más a ellos.

–Está indispuesta –dijo Doll–. Ya sabes cómo son esas cosas. ¿El consabido momento del mes?

–Oh, vaya por Dios… En cambio, yo sí conseguí verla bastante bien, y durante varios minutos, a través del seto ralo del otro extremo del campo de deportes (estaba paseando y me detuve un momento, haciendo como que consultaba el cuaderno). Hannah estaba en el césped, organizando el almuerzo campestre de sus hijas y de una de sus amiguitas (la hija de los Seedig, casi con certeza). Aún no había abierto la cesta de mimbre. No se sentó con ellas en la manta roja, sino que de cuando en cuando se ponía en cuclillas y volvía a levantarse con un giro vigoroso de las caderas. Si no en el vestido, sí ciertamente en la silueta (no se le veía la cara), Hannah Doll se ajustaba al ideal nacional de la feminidad joven: impasible, rústica, de constitución idónea para la procreación y el trabajo duro. Gracias a mi apariencia física, me beneficiaba de un amplio conocimiento carnal de este tipo. Había levantado y quitado las tres capas de muchos vestidos tradicionales bávaros, había bajado muchos pololos lanosos, me había echado al hombro muchos zuecos con clavos. ¿Cuánto medía? Un metro noventa. Tenía el pelo de un tono blanco como de escarcha. El puente flamenco de la nariz, el pliegue desdeñoso de la boca, la beligerancia bien proporcionada de la barbilla… Las junturas en ángulo recto de las mandíbulas parecían remachadas en su sitio debajo de las minúsculas florituras de las orejas. Tenía los hombros planos y anchos, el pecho como una losa, la cintura delgada; el pene extensible, menudo (como es normal) en reposo, y de pronunciado prepucio, los muslos sólidos como mástiles labrados, las rodillas cuadradas, las pantorrillas miguelangelianas, los pies algo menos flexibles y bien formados que las grandes aspas tentaculadas de las manos. Para redondear la panoplia de estos atractivos oportunos y propicios, mis ojos glaciales son de un azul cobalto. Todo lo que precisaba era una palabra del tío Martin; una orden específica del tío Martin, que estaba en la capital, y me pondría en acción.

–Buenas tardes.

–¿Sí? En los escalones de la casa de campo anaranjada me vi frente a un pequeño e inquietante personaje vestido con gruesas prendas de punto de lana (chaleco y falda) y brillantes hebillas plateadas en los zapatos.

–¿Está el señor de la casa? –pregunté. Sabía perfectamente que Paul Doll estaba en otra parte. Estaba en la rampa con los médicos, y con Boris y otros muchos, para recibir al Tren Especial 105 (y se temía que el Tren Especial 105 iba a ser problemático)

–. Verá, tengo una absoluta urgencia de…

–¿Humilia? –dijo una voz–. ¿Qué pasa, Humilia? Hubo un desplazamiento de aire más atrás de la mujer que me había abierto la puerta y allí estaba ella, Hannah Doll, de nuevo de blanco, brillando trémulamente en las sombras. Humilia tosió cortésmente y se retiró.

–Señora, siento importunarla –dije–. Me llamo Golo Thomsen. Es un placer saludarla. Dedo a dedo, fui quitándome briosamente el guante de gamuza y le tendí la mano, que ella aceptó. Dijo:

–¿Golo? –Sí. Bueno, fue mi primera tentativa de decir Angelus. Me salió un disparate, como ve, pero prendió. Nuestras meteduras de pata nos persiguen toda la vida, ¿no cree?

–¿En qué puedo ayudarle, señor Thomsen?

–Señora Doll, tengo algo muy urgente que comunicarle al comandante.

–¿Oh?

–No quiero ser melodramático, pero en la Cancillería se ha tomado una decisión que sé que para su marido es de sumo interés. La señora Doll siguió mirándome: me evaluaba abiertamente.

–Le vi una vez –dijo–. Lo recuerdo porque no llevaba uniforme. ¿Alguna vez se pone uniforme? ¿Qué hace exactamente?

–Hago de enlace –dije, e hice una pequeña reverencia.

–Si es importante supongo que será mejor que le espere. No sé dónde está.

–Se encogió de hombros

–. ¿Le apetece un poco de limonada?

–No… No quiero causarle ninguna molestia.

–No me causa ninguna molestia. ¿Humilia? Ahora estábamos en el fulgor rosado de la pieza principal; la señora Doll de pie y de espaldas a la chimenea, el señor Thomsen frente a la ventana central mirando hacia las torres de vigilancia que rodeaban el recinto y hacia todo lo que alcanzaba a verse de la Ciudad Vieja, más allá.

–Encantador. Esto es encantador. Dígame –dije, con una sonrisa compungida–: ¿sabe guardar un secreto?

La mirada de la señora Doll se hizo más fija. Vista de cerca, el tono de su piel era más sureño, más latino, y sus ojos de un color muy poco patriótico: castaño oscuro, como de caramelo húmedo, con un brillo viscoso. Dijo:

–Sí, sé guardar un secreto. Cuando quiero hacerlo.

–Oh, estupendo. El caso es que… –dije, con absoluta falsedad–, el caso es que me interesan mucho los interiores, el mobiliario y el diseño. Entenderá por qué no me gustaría que eso se divulgara. No es muy masculino.

–No, supongo que no.

–¿Fue idea suya…, todo este mármol? Esperaba entretenerla y también conseguir que se pusiera en acción. Ahora Hannah Doll hablaba, hacía gestos, iba de una ventana a otra y yo tenía ocasión de asimilar lo que veía. Sí, su constitución era ciertamente de una calidad espléndida: fruto de una vasta empresa de coordinación estética. Su cabeza, la largura de su boca, el poder de sus dientes y mandíbulas, la textura flexible de sus mejillas… Tenía la cabeza cuadrada, pero bien formada, con los huesos arqueados hacia arriba y hacia fuera. Dije:

–¿Y el mirador cubierto?

–Había que elegir entre eso o… Humilia entró por las puertas abiertas con una bandeja en la que llevaba la jarra de piedra y dos platos de galletas y pastelillos.

–Gracias, Humilia, querida. Cuando nos quedamos de nuevo solos, dije con voz suave:

–Su criada, señora Doll… ¿Es por casualidad una Testigo? Hannah se contuvo hasta que alguna vibración doméstica, imperceptible para mí, le permitió seguir, aunque no exactamente en un susurro:

–Sí, lo es. Yo no los entiendo. Tiene cara religiosa, ¿no le parece?

–Sí, claro que la tiene.

–La cara de Humilia era acusadamente indefinida; indefinida en cuanto al sexo e indefinida en cuanto a la edad (una mezcla poco armónica entre femenina y masculina, entre joven y vieja). Su semblante, sin embargo, bajo el denso tupé en forma de mata de berros, irradiaba una terrible autosuficiencia

–. Son las gafas sin montura.

–¿Qué edad diría usted que tiene?

–Mmm… ¿Treinta y cinco?

–Tiene cincuenta. Creo que tiene ese aspecto porque piensa que no va a morirse nunca.

–Ya. Bien, eso tiene que dar muchos ánimos.

–Y todo sería tan sencillo…

–Se inclinó y sirvió limonada y nos sentamos, Hannah en el sofá acolchado y yo en una silla de madera rústica–. Lo único que tendría que hacer es firmar un documento, eso es todo. Y sería libre.

–Ya. Apostatar, como suele decirse.

–Sí, pero verá… Humilia no podría sentir más devoción por mis dos hijas. Y tiene un hijo propio. Un chico de doce años, que está bajo la tutela del Estado. Y lo único que tendría que hacer es firmar un papel e ir a recogerlo. Y no lo hace. Ni lo hará.

–Es curioso, ¿no? Me han dicho que al parecer les gusta el sufrimiento. –Recordé lo que me contó Boris de un Testigo en el poste de flagelación; pero no iba a brindar a Hannah el relato de cómo el Testigo pedía más latigazos

–. Gratifica su fe.

–Parece.

–Disfrutan con ello. Faltaba poco para las siete y la luz púdica de la sala se atenuó y asentó súbitamente… Había tenido muchos éxitos notables en esta fase del día, muchos triunfos asombrosos, cuando el crepúsculo –aún sin el antagonismo de lámpara o farol– parece otorgar un permiso impalpable –susurros de posibilidades insólitas–. ¿Me rechazaría con firmeza, realmente, si me unía a ella calladamente en el sofá y después de algunos cumplidos en voz queda le cogía la mano y (según su reacción) le deslizaba con suavidad los labios por la base del cuello? ¿Lo haría?

–Mi marido… –dijo y calló, como afinando el oído. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire y, por un instante, sentí la sacudida de tal recordatorio: el hecho cada vez más inquietante de que su marido era el comandante. Pero me esforcé por seguir mostrando seriedad y respeto. Dijo:

–Mi marido piensa que tenemos mucho que aprender de ellos.

–¿De los Testigos? ¿Qué?

–Oh, ya sabe –dijo con voz sin inflexiones, casi somnolienta–. La fuerza de sus creencias. Una fe inquebrantable.

–Las virtudes del fervor.

–Es lo que todos deberíamos tener, ¿no? Me eché hacia atrás en la silla y dije:

–Se puede entender por qué su marido admira su fanatismo. Pero ¿qué piensa de su pacifismo?

–Su pacifismo no. Obviamente.

–Con la voz medio aletargada, prosiguió–: Humilia no le limpia el uniforme. Ni le saca brillo a las botas. Y eso a él no le gusta.

–No, seguro que no. En este punto me vi registrando cuán a conciencia la invocación del comandante había hecho bajar el tono de aquel tan prometedor y moderadamente cautivador encuentro. Así que improvisé unos aplausos y dije:

–Su jardín, señora Doll. ¿Podríamos…? Me temo que tengo que hacerle otra confesión bastante avergonzante. Adoro las flores. Era un espacio dividido en dos: a la derecha, un sauce, en parte ocultando los anexos bajos de la casa y la pequeña red de senderos y paseos donde sin duda a sus hijas les encantaba jugar y esconderse; a la izquierda, los arriates pletóricos, el césped cuidadosamente cortado, la cerca blanca…, y, más allá, el Edificio del Monopolio en su pendiente arenosa, y aún más allá las primeras manchas rosadas del ocaso.

–Un paraíso. Qué esplendorosos tulipanes…

–Son amapolas –dijo Hannah.

–Amapolas, claro. ¿Qué son aquellas de allí? Al cabo de unos minutos, la señora Doll, que hasta entonces no había sonreído en mi compañía, soltó una carcajada de eufónica sorpresa y dijo:

–No sabe nada de flores, ¿verdad? Ni siquiera… No sabe nada de flores.

–Sí sé algo de flores –dije, acaso peligrosamente envalentonado–. Y es algo que no saben muchos hombres: por qué a las mujeres les gustan tanto las flores.

–Adelante, pues.

–De acuerdo. Las flores hacen que las mujeres se sientan hermosas. Cuando obsequio a una mujer con un lujoso ramo de flores, sé que la hará sentirse hermosa.

–¿Quién le ha dicho eso?

–Mi madre. Que en gloria esté.

–Bien, pues tenía razón. Te sientes como una estrella de cine. Durante días y días. Dije, como embriagado:

–Y ello dice mucho en favor de las dos. En favor de las flores y en favor del sexo femenino. Y entonces Hannah me preguntó:

–¿Y usted sabe guardar un secreto?

–Puede tener la certeza.

–Venga. Yo creía en la existencia de un mundo escondido paralelo al mundo que conocíamos; existía en potencia; para lograr ser admitido en él tenías que pasar a través del velo o película de lo cotidiano y actuar. Con paso apresurado, Hannah Doll me condujo por el sendero de ceniza que llevaba al invernadero, y aún había luz, ¿y habría sido tan extraño, realmente, apremiarla para que entrara en él e inclinarme hacia ella y reunir en mis manos caídas los pliegues blancos de su vestido? ¿Lo habría sido? ¿Aquí? ¿Donde todo estaba permitido? Abrió la puerta (la mitad era del cristal) y, sin entrar del todo, se agachó y hurgó en una maceta que había en un estante bajo… A decir verdad, hacía siete u ocho años que en mis transacciones amatorias no albergaba en mí ni un solo pensamiento decente (antes era una especie de romántico; pero dejé de serlo). Y mientras miraba cómo el cuerpo de Hannah se inclinaba hacia delante, con las nalgas en tensión y una pierna poderosa alzada y adelantada para conservar el equilibrio, me dije a mí mismo: Éste sí que sería un gran polvo. Un gran polvo: eso es lo que me dije a mí mismo.

Enderezando el cuerpo, me encaró y abrió la palma. ¿Y qué me enseñó? Un paquete arrugado de Davidoff: un paquete de cinco, en el que quedaban tres.

–¿Quiere uno?

–No fumo cigarrillos –dije, y saqué de los bolsillos un encendedor caro y una lata de puritos suizos. Me acerqué a ella, rasqué la piedra y saltó la llama y la protegí de la brisa con la mano… Este pequeño ritual era de una importancia socio sexual de primer orden, porque los dos, tanto ella como yo, vivíamos en una tierra en la que equivalía a un acto de connivencia ilícita. En bares y restaurantes, en hoteles, en estaciones de tren, etcétera, veías carteles impresos en los que se leía: se insta a las mujeres a que no hagan uso del tabaco. Y, en la calle, cierto tipo de hombres –muchos de ellos fumadores– se sentían obligados a reprender a las mujeres descarriadas que fumaban y a arrancarles el cigarrillo de los dedos, e incluso de los labios. Dijo:

–Sé que no debería.

–No les haga caso, señora Doll. Preste atención a nuestro poeta. Ha de abstenerse. Ha de abstenerse. La eterna canción.

–Creo que ayuda un poco –dijo ella–, con este olor. La última palabra estaba aún en su lengua cuando oímos algo, algo que traía el viento…

Un acorde trémulo, indefenso, el son de una fuga de consternación y horror humanos. Seguimos allí quietos, con los ojos cada vez más abiertos. Sentí cómo mi cuerpo se crispaba en previsión de más y más grandes alarmas. Pero entonces sobrevino un silencio estridente, como el zumbido de un mosquito en el oído, seguido, medio minuto después, por una vacilante y gradual profusión de violines. No parecía existir el habla. Seguimos fumando, con chupadas silenciosas. Hannah puso las dos colillas en una bolsa de semillas vacía, que acto seguido enterró en el cubo sin tapa de la basura.

–¿Cuál es tu postre preferido?

–Mmm… La sémola –dije.

–¿La sémola? La sémola es horrorosa. ¿Qué tal bizcocho borracho, fruta, gelatina y nata?

–Ese postre también tiene su aquél.

–¿Qué preferirías ser, ciego o sordo?

–Ciego, Paulette –dije.

–¿Ciego? Ser ciego es mucho peor. ¡Sordo!

–Ciego, Sybil –dije–. Todo el mundo se compadece de los ciegos. Pero todo el mundo odia a los sordos. Pienso que lo había hecho bastante bien con las chicas, en dos cosas: sacando varias bolsitas de caramelos franceses y, sobre todo, disimulando mi sorpresa cuando me dijeron que eran mellizas. Aunque no idénticas, Sybil y Paulette eran dos hermanas nacidas en el mismo parto. Pero no se parecían en lo más mínimo; Sybil había salido a la madre, mientras que Paulette, bastantes centímetros más baja, había cumplido la promesa sombría que llevaba implícita en su nombre de pila.

–Mamá –dijo Paulette–, ¿qué ha sido ese ruido horrible?

–Oh, gente que anda por ahí haciendo el tonto. Hacen como que es la Noche de Walpurgis y se dedican a asustarse unos a otros.

–Mamá –dijo Sybil–, ¿por qué papá sabe siempre si me he lavado los dientes?

–¿Qué? –Siempre acierta. Le pregunto cómo lo sabe y me dice: Papá lo sabe todo. Pero ¿cómo lo sabe?

–Te toma el pelo. Humilia, aunque es viernes vamos a bañarlas.

–Oh, mamá. ¿Podemos estar diez minutos con Bohdan y Torquil y Dov?

–Cinco minutos. Dadle las buenas noches al señor Thomsen. Bohdan era el jardinero polaco (viejo, alto y, por supuesto, muy delgado); Torquil era su mascota, una tortuga, y Dov, al parecer, era el quinceañero que ayudaba a Bohdan. Bajo las ramas envolventes del sauce estaban las mellizas agachadas, Bohdan, otra ayudante (una chica de la localidad llamada Bronislawa), Dov y la diminuta Humilia, la Testigo… Estábamos mirándolos, y Hannah dijo:

–Era catedrático de zoología, Bohdan. En Cracovia. Imagínate. Estaba allí… Y ahora está aquí.

–Ya. Señora Doll, ¿con cuánta frecuencia va a la Ciudad Vieja?

–Oh, la mayoría de los días de diario. A veces viene Humilia, pero normalmente las llevo yo al colegio y luego las recojo.

–Las habitaciones que tengo allí… Estoy tratando de hacerlas más agradables, y me he quedado sin ideas. Seguramente será cuestión de las cortinas y demás. Me preguntaba si usted podría pasarse un día para ver lo que opina al respecto. Antes de lado. Ahora cara a cara. Se cruzó de brazos y dijo:

–¿Y cómo cree que podría organizarme para algo así?

–No hay mucho que organizar, ¿no le parece? Su marido no lo sabría nunca.

–Llegué tan lejos porque la hora que había pasado con ella me había convencido por completo de que alguien como ella no podía en absoluto sentir cariño (el menor cariño) por alguien como él

–. ¿Lo pensará? Me miró fijamente el tiempo suficiente para ver cómo mi sonrisa empezaba a congelarse.

–No, señor Thomsen, ésa es una sugerencia bastante temeraria… Y usted no entiende. Aunque crea que sí entiende. –Retrocedió un paso–. Entre en la casa por esa puerta si sigue queriendo esperarle. Vaya. Puede leer el Observer del miércoles.

–Gracias. Gracias por su hospitalidad, Hannah.

–De nada, señor Thomsen.

–La veré, ¿no, señora Doll? El domingo de la semana que viene. El comandante tuvo la amabilidad de pedirme que asistiera. Se cruzó de brazos y dijo:

–Entonces supongo que le veré. Hasta entonces.

–Hasta entonces. Con dedos impacientes y temblorosos, Paul Doll puso boca abajo la licorera sobre su copa grande de coñac. Bebió, como para apagar la sed, y se volvió a servir. Dijo, por encima del hombro:

–¿Quiere una copa de esto?

–Si no le importa, comandante –dije

–. Oh…, muchas gracias.

–Así que lo han decidido. ¿Sí o no? Déjeme que lo adivine. Sí.

–¿Por qué está tan seguro?

Fue hasta la butaca de cuero y se dejó caer en ella. Y se desabotonó con brusquedad la guerrera.

–Porque me causará más dificultades. Ése parece ser su principio rector. Pongámoselo más difícil a Paul Doll.

–Tiene razón; como de costumbre, señor. Yo me opuse, pero va a ser así. Kat Zet III… –empecé a decir. En la repisa de la chimenea del despacho de Doll había una fotografía enmarcada –de aproximadamente medio metro cuadrado– de aspecto profesional (el fotógrafo no era el comandante: era de antes de que Doll fuera destinado allí). El fondo estaba claramente dividido en dos; en una mitad había una luminosidad neblinosa, y en la otra, una densa oscuridad como de fieltro. Una muy joven Hannah estaba de pie en la zona de luz, en primera línea (era un escenario…, ¿un baile?, ¿una mascarada?, ¿teatro de aficionados?), con un vestido de noche con ceñidor, y con un ramo de flores en los brazos enguantados hasta el codo. Sonreía, radiante, y llena de embarazo ante la intensidad de su propio deleite. El vestido era de una tela muy fina, y muy ceñido en la cintura, y tenías toda su figura ante los ojos… Era de hacía trece o catorce años…, y hoy Hannah estaba mucho mejor. Dicen que una de las manifestaciones más terroríficas de la naturaleza es un elefante macho en estado de must. Segregan un líquido maloliente por unos conductos que desembocan en ambos lados de la frente, líquido que se desliza por la piel hasta las junturas de las mandíbulas. En tal estado, el elefante arremete con los colmillos contra jirafas e hipopótamos, y les quiebra el lomo a rinocerontes amedrentados. Era el celo del elefante macho. Must: viene –vía urdu– del persa mast o maest: “intoxicado”. Pero yo me he conformado con el verbo modal must. Debo, debo…, sencillamente debo. A la mañana siguiente (era sábado) me escabullí del campo de trabajo de Buna con un maletín pesado y volví a la calle Dzilka, donde empecé a elaborar el informe semanal de mi competencia, que incluiría, por supuesto, toda una serie de evaluaciones sobre el nuevo servicio público en Monowitz. A las dos tuve una visita; y durante los cuarenta y cinco minutos siguientes estuve con una joven llamada Loremarie Ballach. Esta cita era también una despedida. Era la mujer de Peter Ballach, un colega (un metalurgista simpático y competente). A Loremarie no le gustaba estar aquí, y a su marido tampoco. La coalición metalúrgica había autorizado su vuelta a la sede central.

–No me escribas –dijo mientras se vestía–. No hasta que todo esto haya pasado. Seguí trabajando. Tanto cemento, tanta madera, tanto alambre de espino. De vez en cuando sentía alivio y también pesar, porque lo de Loremarie hubiera acabado (tendría que buscarme una sustituta). Los casanovas adúlteros tienen un lema: Seduce a la mujer, difama al marido. Y cuando estaba en la cama con Loremarie siempre sentía un poco de incomodidad por Peter…, sus labios gruesos, su risa crepitante, su chaleco mal abotonado. Eso no sucedería en el caso de Hannah Doll. El hecho de que Hannah se hubiera casado con el comandante no era una buena razón para enamorarme de ella, pero sí era una razón lo bastante buena para acostarme con ella. Seguí trabajando, sumando, restando, multiplicando, dividiendo, y anhelando oír la motocicleta de Boris (con su acogedor sidecar). A eso de las ocho y media me levanté del escritorio, con idea de ir a buscar una botella de Sancerre en el frigorífico sujeto con cuerdas. Max –Maksik– estaba sentado todo erguido e inmóvil sobre las tablillas blancas desnudas. Bajo una de sus patas, sujeto por una zarpa indolente, había un minúsculo y polvoriento ratón gris. Aún tembloroso y con vida, miraba a Max desde el suelo, y parecía sonreír, parecía dirigirle una sonrisa de disculpa. Luego la vida abandonó su cuerpo mientras Max miraba hacia otra parte. ¿Había sido la presión de la zarpa? ¿El miedo mortal? Fuera lo que fuere, Max se dispuso de inmediato a disfrutar de su comida. Salí y bajé la cuesta en dirección a la Stare Miasto. Vacía, como bajo el toque de queda. ¿Qué había dicho el ratón? Había dicho: Lo único que puedo ofrecer en señal de mitigación, de aplacamiento, es la totalidad, la perfección de mi indefensión. ¿Qué había dicho el gato? El gato no había dicho nada, como es lógico. Vítreo, radiante, imperial, de otro orden de cosas, de otro mundo. Cuando volví a mis habitaciones, Max estaba tumbado en la alfombra del estudio. El ratón había desaparecido: Max lo había devorado sin dejar ni rastro, con cola y todo. Aquella noche, sobre la negrura sin fin de la llanura euroasiática, el cielo porfió en su índigo y violeta hasta muy tarde; el color de un hematoma debajo de una uña. Era agosto de 1942.

Martin Amis (1949) estudió en Oxford y colabora en revistas literarias y de carácter general. Debutó brillantemente como novelista con El libro de Rachel, galardonada en 1973 con el Premio Somerset Maugham, publicada en España por Anagrama, al igual que Dinero, Campos de Londres, La flecha del tiempo, La información, Tren nocturno, Niños muertos, Perro callejero, La Casa de los Encuentros, La viuda embarazada y Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, los relatos de Mar gruesa, los ensayos de Visitando a Mrs. Nabokov, La guerra contra el cliché y El segundo avión y los libros de carácter autobiográfico Experiencia y Koba el Temible, que le consagraron como uno de los escritores más aclamados, nacional e internacionalmente, de su generación

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