El fascismo: esa cosa del pasado

08/01/2014 - 12:00 am

Cómo es posible que todavía existan fascistas en Europa. O en Perú. O en la calle de junto. Recientemente un artículo en el New York Times alertaba sobre el resurgimiento del “fascismo de derecha” (lo que sea que eso signifique) en el sur de Europa, principalmente en Grecia. Y poco antes aparecieron en los medios las fotografías de un grupo de peruanos neo-nazis. Para los primeros se ha respondido con alarma y; para los segundos, con burla. Mejor aún, en el artículo del NYTimes se aclaraba que en Europa se consideraba al fascismo como “una cosa del pasado”. ¿En serio? ¿Por qué? O, como dijera Rafael Toriz, ¿a poco se había ido?

La pregunta también se puede plantear de otro modo: ¿de dónde nos viene esa creencia fantástica de que las ideas desaparecen y se convierten en “cosas del pasado”? Y, por consecuencia, ¿cuáles son los peligros de creer eso? Trataré de responder.

Todos somos marxistas (gracias a Dios)

Fue el bueno de Napoleón quien, en Europa y en la era moderna, popularizó la idea de que, para movilizar a las masas y convidarlos a matarse los unos a los otros, había que invocar grandes ideales. Y, por supuesto, había que entender “ideal” como algo inalcanzable, algo trascendente que, además, fuera en beneficio de la mayoría. En la misma época, un alemán que era sólo un año menor que Bonaparte, el bueno de Federico Hegel, construyó una filosofía que venía de perlas a dichos intereses políticos y, un poco más tarde, otro par de compitas dieron el sustento “realista y científico”, el sustento “económico e histórico” para intentar convencer al mundo de que aquello no era ni una filosofía ni una teoría sino la puritita verdad.

Y lo lograron.

Ellos, ya se imaginará, eran Marx y Engels.

Pero también es posible que usted esté pensando que el marxismo, así como el fascismo, sea “una cosa superada”. Lamento contradecirlo: todos somos marxistas gracias a Dios. No porque todos deseemos vivir en un estado comunista, sino porque todos (o casi) creemos en ese principio básico de Marx y Hegel: el progreso. Creemos que la historia “avanza”, que las sociedades “progresan” y, en resumen, creemos en la “Historia” en el sentido marxista, aunque difiramos sobre cuál será su estadio final.

Por eso, amigos marxistas y neoliberales, alguien puede decir inocentemente que el fascismo (o el cracionismo, el chamanismo, o lo que usted guste) son “cosa del pasado”. Porque, en su ferviente fe en la Historia y el Progreso, creen que una vez que alguien “refuta” una idea, ésta desaparece por arte de magia. Por desgracia esto no sucede y ahí está la historia (je) para “demostrarlo”.

Marxismo para neoliberales

Volvamos al siglo XIX. Los avances en tecnología bélica y farmacia, más una sobrepoblación galopante y una avaricia desmedida, impulsan en Europa la conquista de todo territorio que aún no había sido conquistado o no se había independizado recientemente. No obstante, siguiendo las enseñanzas de Napoleón, no bastaba decir “vamos a ir a partirles el hocico nomás pa robarles todo lo que tengan”, había que tener un ideal. Los españoles y portugueses habían usado uno muy eficientemente en los siglos anteriores: “les vamos a llevar la verdadera fe a esa bola de herejes, es por su bien, para la salvación de la humanidad”. Sin embargo, los nuevos invasores no eran particularmente católicos (eran protestantes) o se las daban de republicanos y tolerantes a la religión (los franceses). Además, el cristianismo protestante es individualista, de modo que había que buscar otro ideal. Es ahí donde encaja al dedillo la idea del progreso. En dos o tres variantes: a) es por su bien, les vamos a llevar el progreso a esos pueblos primitivos, inferiores e incivilizados, b) es por el bien de la humanidad, esos pueblos inferiores tienen que ser civilizados y, c) esos pueblos inferiores no merecen vivir (Hegel+Marx+Darwin+Spencer).

Así como los invasores católicos españoles y portugueses creían que una vez llegado el catolicismo (y con la ayuda de un buen aparato educativo y policial: las misiones y la inquisición) desaparecerían todas las herejías, los invasores creyentes del Progreso creían que una vez que se instauraran la educación científica y la razón moderna (también gracias a un aparato educativo y policial) desaparecerían todas las ideas retrógradas, incivilizadas, tradicionales, antiguas y anexas (ponga usted el adjetivo temporal peyorativo que guste).

Por si no la recuerda, la lógica hegeliano-marxista es la siguiente: tesis + antítesis = síntesis. En vernáculo: a una idea vieja (tesis) se le contrapone una idea nueva (antítesis) y de las dos se forma una nueva idea nueva que es mejor que las dos anteriores (síntesis). Esta lógica fue harto taquillera porque, oh maravilla, tiene dos componentes fantásticos que también tenía el catolicismo como ideología política: es algo que nos compete a todos (es social y no individualista) y cada vez vamos a estar mejor (es trascendente).

¿Pero, dejando fanatismos y actos de fe de lado, en realidad pasa eso?

La moda y el marxismo

Todos saben que las modas vuelven. Desde la invención del fashion (en la ropa, los muebles, la arquitectura, el arte o lo que usted guste) las tendencias se van y luego regresan, un poquito cambiadas pero regresan. Aquí el creyente dirá: “ahí está, es la síntesis marxista, nunca vuelve EXACTAMENTE la misma moda”. Pero, como bien ha analizado Lipovestsky, un cambio en la moda no es un progreso, no nos trae ningún beneficio (salvo a los vendedores), un pantalón acampanado no es mejor que un pantalón entallado: un pantalón es un pantalón es un pantalón… Y daría lo mismo si vistiéramos faldas o batas. Los cambios en la moda son simplemente el cambio por el cambio.

Con las ideas pasa algo similar. O peor. Una prenda de vestir puede desaparecer porque ya nadie la fabrica, pero las ideas son individuales y no requieren fábrica. Así, las ideas son mucho más renuentes a desaparecer.

De esto se dieron cuenta muchos creyentes del progreso e intentaron exterminar a todos los seres humanos con ideas contrarias. Y fracasaron rotundamente igual que los inquisidores españoles: ni erradicaron a todos ni exterminaron sus ideas. Piénselo un momento. Piense en cualquier idea social que le parezca antidiluviana. La que sea. La que le parezca más estúpida. La que le parezca más aberrante.

Ahora búsquela en Internet.

¿Verdad que ahí está? ¿Verdad que existe gente que cree en eso que usted consideraba “superado”? ¿Ya se dio cuenta de que son muchos más de los que usted pensaba que podían ser? ¿Ya sintió un pequeño escalofrío?

Si así es, felicidades. Ahora repita el mantra “tolerancia-en-la-diversidad tolerancia-en-la-diversidad”. Cuesta trabajo, ¿cierto? Pero es mejor darse cuenta, y que cueste trabajo aceptarlo, que hacerse de la vista gorda. Pues uno de los peligros de creer en el progreso, consciente o inconscientemente, es que nos ciega e impide ver el mundo tal y como es. Por supuesto, no se trata de montar un aparato de policial para encarcelar a todos aquellos que piensen diferente a usted (“tolerancia-en-la-diversidad”) pues a) ellos le pueden hacer lo mismo a usted y b) de todas formas la historia nos muestra que eso no funciona y nunca se logra. En cambio, de lo que se trata es de nos demos cuenta de que eso existe y no nos sorprenda cuando resurja (el fascismo en Europa o en Perú),  pues todas las ideas sociales ganan y pierden adeptos dependiendo de qué tan factible crea cada individuo que eso representa una solución, una respuesta, a los problemas sociales que lo aquejan.

Si sabemos que las ideas nunca desaparecen, por más atroces que sean, siempre podremos tener a la mano mejores argumentos para proponer mejores ideas. O, por lo menos, para proponer mejores respuestas que las peores aberraciones de nuestra historia, como el fascismo.

(De entrada, podemos dejar de usar frases creyentes como las que empiezan diciendo “allá todavía hacen tal cosa” o “eso es cosa del pasado”).

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas