LECTURAS | “Juan Soriano, niño de mil años”, de Elena Poniatowska

07/10/2017 - 12:04 am

El retrato de uno de los más grandes artistas mexicanos del siglo XX por la enorme Elena Poniatowska

Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).- Trazó su primer dibujo en una caja de zapatos y comenzó moldeando con tortillas un bestiario de sueños y animales. Juan Soriano (1920-2006), enfant terrible y enemigo de los moldes sociales, hizo de su obra un reflejo del mundo interior que habitaba, logrando dejar una huella profunda en el arte mexicano del siglo XX.

Elena Poniatowska hace eco de la voz de Soriano y entreteje magistralmente la historia de una vida auténtica: el nacimiento de una vocación artística, el reconocimiento temprano de su homosexualidad —después de Salvador Novo fue el primero en hablar abiertamente de ella—, los amores de juventud y la fascinante vida bohemia del México de medio siglo. Amigo de Octavio Paz, alumno de Xavier Villaurrutia e íntimo de Lupe Marín, Juan Soriano fue un personaje único. Como reconociera él mismo siguiendo la voz de Octavio Paz: “Yo era viejo y a la vez un niño raro”.

Con una prosa compulsiva y penetrante que la llevó a ser reconocida en 2013 con el Premio Cervantes, el más importante en lengua española, Elena Poniatowska consigue en Juan Soriano, niño de mil años recrear la que hasta ahora es la mejor biografía sobre el pintor. Una obra ampliamente documentada, acuciosa, compleja y antisolemne sobre uno de los jaliscienses más grandes de la plástica mexicana moderna.

Planeta ha reeditado la célebre novela de Elena Poniatowska. Foto: Especial

Extracto del libro Juan Soriano, niño de mil años, Elena Poniatowska, publicado en el sello Seix Barral, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

Capítulo 1 – Guadalajara

Trece vidas al margen del tiempo

Trece tías presiden los recuerdos de mi infancia. Trece tías vestidas de negro que caminaban lentamente a lo largo de extensas habitaciones llenas de muebles austriacos. Se detenían junto a alguna mesita y ordenaban objetos menudos. Siempre tenían el aire de estar posando para invisibles fotógrafos. Me tenían atemorizado con sus historias de aparecidos, de guerras (¿cuáles guerras?) y leyendas extrañas. Me hablaban continuamente de la Independencia, del Imperio y la Reforma. Pasaban bordando sus días, juntas las trece, como arañas, en un enorme bastidor. Mientras, yo me entretenía pintando sirenas, caracoles, rosas y magnolias muertas. Creo que todos los provincianos tenemos trece tías más o menos enlutadas que viven fuera del tiempo, am- paradas por relojes que dan unas horas rarísimas porque siempre están descompuestos.

Nací en Guadalajara el 18 de agosto de 1920. Mis cuatro hermanas se llaman Martha, Cristina, Rosa y Carolina. Mis padres les iban a poner como a las Marías: María Cleofas, María Magdalena, María Egipciaca, María Pistolas, pero se arrepintieron. El nombre de mi madre era Amalia, el de mi padre Rafael Rodríguez y el de su madre, Soriano. Mi abuela Rosita fue una de las trece tías.

Soy el único hombre.

Conocí a algunas de las trece hermanas del cura Soriano, jefe de la familia paterna. Al cura no; él murió antes de que yo na- ciera. Dice mi hermana mayor, Martha, que era famoso porque predicaba muy bonito (de allí me viene, yo creo, lo leguleyo) y pasaba por la calle en su chispa: un carro de dos caballos que él mismo conducía. Sabía muchísimo de caballos. A lo mejor heredé también del cura el amor a los caballos.

Cuando mi padre se fue a la Revolución, mi madre lo siguió de soldadera. Martha me contó que mi madre se retorcía las manos:

—¡Ay, yo no dejo a mi güero, yo no dejo a mi güero!
Y allá fue tras él.

A mi papá ya lo andaban fusilando. Mi madre se le hincó al general Roque Estrada, que lo era porque todos llegaban luego luego a general:

—No lo maten, tengo dinero.

Mentira, nunca tuvimos un centavo.

—Suelten a este villista del carajo —ordenó Roque Estrada. Según cuentan, todos los catrincitos y charritos de banqueta estaban con Villa. Mi mamá se llevó a su segunda hija, Cristina, de la mano a la Revolución. Mi madre, encinta, iba colgada de una de las puer- tas del tren y encargó a Cristina con otra soldadera para que fuera dentro del furgón. Al aparecer un túnel, el maquinista le gritó que se soltara porque el túnel era estrechísimo y la podía apachurrar. Mi madre obedeció, rodó la pendiente, se levantó como pudo y caminó hasta la ciudad más cercana. Llegó hecha pedazos, toda arañada, raspada, mojada; era época de lluvias. Andaba buscando a la soldadera que se había encargado de Cris- tina cuando, entre los puestos del mercado, le empezaron los dolores de parto. La metieron tras de una cocina y la subieron en un pretil. Allí nació Rosita, en una cocina de Torreón. Al salir, se cayó desde ese lugar alto, se dio un trancazo y se hizo un agujero en la cabeza. Tiene en la coronilla una cicatriz donde no le crece pelo. Por lo mismo fue muy poco a la escuela: no podía aprender nada. Era diferente pero muy buena. Nosotros nos burlábamos de ella diciéndole que no era nuestra hermana, que no pertenecía a la familia: “Es que a ti te recogieron en la Revolución” y lloraba, lloraba, lloraba. Cuando creció le dije que qué tonta era, que no llorara por no pertenecer a una familia tan horrible.

—Pues tú dirás eso, pero es mi, mi, mi familia y no quiero que hables mal de ella.

Fue la más guapa de las cuatro hermanas. Cuando llegamos a México se puso a trabajar en los Talleres Gráficos de la Nación. ¡Te imaginas, la única de mis hermanas que trabajó!

—Ya soy obrera, no como Martha —presumía Rosa. Martha era la aristócrata, la intelectual:
—Yo soy de cristal.
—¡Ah, muy bien —le decía yo—, te vas a quebrar muy fácil! Solamente Rosa nació en la Revolución; Carolina y yo, ya no.

Dicen que Cristina de chiquita era agraciada, morena, con los ojos verdísimos, mucho más que los míos. Un día, mi mamá y ella se encontraron a Pancho Villa en un mercado. El general le hizo un cariño y la niña le gritó:

—¡Muera Villa! ¡Viva la Carranza!

Por menos que eso Villa sacaba la pistola y le disparaba a cualquiera, fuera niño o grande.

Mi mamá dijo que nunca había sen- tido tanto miedo en la Revolución como en ese momento. A Villa, cosa rarísima, le cayó en gracia y le hizo otro cariñito a mi hermana, ¿cómo ves?

Cristina sigue igual; siempre dice lo que no debe.

EL ESPECTADOR

De niño fui espectador de la vida de mis hermanas. Las veía arreglarse para el baile de Palacio, comprimirse los senos, porque no era moda de pechugonas sino de lisitas, planas, con cuerpo de adolescente, que parecieran efebos. Se vendaban para verse como tablas y los trajes eran muy pegados y cortos como si no tuvieran ropa interior, faldas con algunos picos o plisados y se calaban medias de seda partidas a la mitad atrás y había que fijarse mucho en que la raya no les quedara chueca. Después de encarbonarse los ojos, se peinaban a la garçonne, y se iban al baile de Palacio dejando un olor a azufre, porque se abombaban el pelo con tenazas calientes que se prueban en una hoja de periódico para que no chamusquen. Mis cuatro hermanas tardaban mucho en llegar al baile. Era de mal tono ser las primeras; las doce, la una de la mañana era muy buena hora. La noche del asesinato de Obregón, se decretó “luto nacional” y las pelonas regresaron furiosas. Tanto chino para nada.

Mi mamá me dormía con el corrido de La Rielera:

Yo soy rielera y tengo a mi Juan;
él es mi encanto y yo soy su querer, cuando le dicen que ya se va el tren: “Adiós mi rielera, ya se va tu Juan”.

Me contaba muchos cuentos que a mí me enfurecían porque no me gustaba nada que la Cenicienta tuviera zapatos de cristal.

—Eso no es verdad. No puede ser porque el cristal corta.

Entonces mi madre no sabía cómo entretenerme. A mi sus historias me parecían absurdas. La que sí recuerdo es la de las galleras porque es verídica. Las galleras son las cantadoras de los palenques, como Lucha Villa. Son muy bravas, muy respon- donas; con sus rebozos de bolita, su sombrerote, sus trajes de china poblana, sus cananas cruzadas y mucho folclor mezclado con liberación de la mujer, gritan obscenidades en el escenario y les aplauden a rabiar. Todo lo que dicen tiene doble sentido, albures y albures o como se llamen esas peladeces.

Mi mamá me platicó, y eso sí se me quedó grabado, que du- rante la Revolución unas soldaderas que esperaban a que termina- ra la batalla decidieron ponerse a bailar. Alguien empezó a tocar la guitarra y a cantar; una se jaló a uno de los asistentes jovenci- tos que cuidan a los caballos y la impedimenta, y a darle duro al bailongo.

Mi madre las previno:

—No bailen porque si los hombres vuelven y las ven, se van a enojar. Están allá en la balacera arriesgando la vida y nosotras en este jolgorio.

Ni caso le hicieron. Giraban entre ellas y con los soldaditos en el puro vacilón. Llegaron los maridos y los mataron a todos. Ima- gínate qué horror. Los niños chiquitos se quedaron huérfanos. Así era la Revolución, pura brutalidad.

LAS TRES ESTRELLAS

Crecí rodeado de un ejército de nanas. La familia de mi madre resultó muy numerosa. Mi mamá era una niña cuando murió su madre. Nunca la conoció. La crió su abuela y la cuidaron un montón de tías que a su vez tuvieron un montón de hijos. Su abuela tenía una tienda a la que le puso Las Tres Estrellas, por- que eran tres hermanas. Allí vendían granos, tequila, martillos, jergas, clavos, costales, agujas de tejer, huaraches, banquitos, frazadas; era igual que El Palacio de Hierro, pero todo lo ibas a comprar a esa tienda y allí mi madre conoció a mi padre, que de pasada pedía sus tequilas. Mi madre-niña —tenía como diez años y era muy bajita—, se subía en un cajón para despacharle en el mostrador tequila tras tequila. Se enamoró de él y se dijo:

—Con él me tengo que casar.

LA TÍA MECHE

A la tía Meche, la madre de Mari, mi nana, aunque hacía el quehacer de la casa, le decíamos tía.

La tía Meche tenía muchas hijas e hijos y uno de sus maridos le dejó de herencia el casco de una hacienda. Cuando estábamos muy fregados de dinero, me mandaban a la hacienda con los niños de la tía Meche. Además, era güera; toda la familia resultó mestiza. A la tía Meche le gustaba beber y bailar uno como jarabe que decía: Ándele, compadre, baile la botella, que si me la tumba me la vuelve llena.

Brincoteaba alrededor de la botella abierta y, como no tenía equilibrio, la tiraba y todo era un puro reponer la botella. Bailaba de pareja con quien se dejara.

La tía Meche era graciosa; entraba a la casa con sus muchas hijas de varios maridos. Enérgica, sabia, llena de dichos y de re- franes, la rodeábamos porque de su boca sólo salían proverbios. Y también miles de peladeces.

A sus hijos les enseñó a decir la verdad y a obrar bien quemándoles la boca o ampollándoles la mano con un tizón ardiente, costumbre que viene de los indios. Les hablaba de usted. “Miente” y les picaba los brazos, las mejillas, los labios con una espina de maguey.

—Ponga la mano así.

Se la abría y en la palma extendida les ponía un ladrillo caliente, imagínate.

¡Eran castigados como en la Inquisición!
Sus hijas también eran empleadas de la casa.
Mi padre quería muchísimo a la tía Meche; en la casa le puso su cuarto para que se emborrachara muy a gusto y no la vieran sus hijas. Él la cuidaba. Se ponía sus cuetes —y mi papá con ella— con tequila o con lo que cayera.

MI RELACIÓN CON LAS TORTILLAS

Para darme de comer, mi nana Mari, hija de mi tía Meche, me encerraba con el plato de sopa en una de esas sillas altas con barrotes y charola. Yo tenía mucha hambre; en vez de atenderme se ponía a tortear. De coraje, yo me echaba el palto de sopa en la cabeza. Mari me sacaba de entre los barrotes, me zarandeaba, bañaba y cambiaba y otra vez a la silla-prisión y yo a tirarme la sopa en la cabeza en señal de protesta porque no me servía rápido. Tenía que comer en ese instante si no enloquecía y eso me sigue sucediendo ahora. No me gusta comer fuera de casa. Se sientan a comer o a cenar cuando les da su gana y me retuerzo de hambre al grado de sentirme mal. Tendré algo extrañísimo en el estómago. Mari, que me conocía bien, por fin encontró una manera de entretenerme para que no me pusiera la sopa de sombrero. Me hacía un animalito de masa, un burrito de maíz.

—Cómetelo, niño.

Era tan bonito que no me lo quería meter a la boca, pero el hambre es mayor que la pena.

Tuve una relación muy especial con las tortillas por aquellos animalitos de todo tipo y tamaño, tan lindos que ¡qué barbaridad comértelos con sal! Modelaba la tortilla —cuando está caliente obedece muy bien— y salían figuras mágicas que Mari me entregaba como un regalo especial.

Tal vez ahí nació el amor por esculpir. Desde el momento en que Mari se ponía a tortear, yo exigía: “Dame, dame, dame”. Con las tortillas se inició mi furor por las figuras de masa, de yeso, de barro, de bronce y piedra.

En cuanto veía que prendían la lumbre, daba yo una lata terrible y como era un niño tratado diferente a los demás, las nanas todo me lo cumplían.

Una de las nanas amarraba a su propio hijo con una cuerda a la pata de la mesa.

—¿Por qué a mí no me amarras? ¿Por qué a Fulano no lo tratas como a mí? —le pregunté.

—Porque tú eres diferente.

—¿En qué soy distinto? ¡Amárrame!

Su hijo era de mi edad. Bajo la mesa, me sentaba con él o en el patio o donde lo hubiera amarrado y los dos nos comíamos las cacas de los borregos. ¡Imagínate! Después andaba la pobre nana sacándonos las cacas de la boca, duras, duras, duras y no- sotros relamiéndonos.

—¡Pero miren nomás qué cochinos!

A su hijo le daba de nalgadas.

—¿Por qué a mí no me pegas?

—Pues yo no te puedo pegar. Llega tu papá y me mata. Mentiras

—Vente, yo te invito hoy a comer, siéntate —le decía mi mamá a la nana Mari.

—Pues no me siento.

Había un pique entre las dos. Ambas se creían mis dueñas. Yo era su niño Dios.

—Yo cuido a Juanito. Tú todo el día andas en la calle —le reclamaba Mari.

Mi mamá se ponía furiosa. Era cierto; Mari pasaba muchísimas horas conmigo porque mi mamá se iba al doctor, con mis herma- nas a comprar algo, hacía visitas aquí y allá y yo, con la nana.

NO SUPE JUGAR AL BALÓN

Fui un niño raro, muy emotivo. Cualquier cosa me hacía sentir mal físicamente. Era muy impresionable. Las amistades, el juego, las conversaciones con otros niños, su cercanía, todo me alteraba, temblaba y no podía hablar; me daban ataques de timidez tan grandes que más tarde, en el Colegio Italiano del Espíritu Santo, cuando el maestro me ordenó pasar al pizarrón, creí morirme. ¡Y eso que tuve un maestro bondadoso que me daba paz! Toda la vida fui una persona tan sumamente frágil que el esfuerzo de estar entre la gente me tiraba al suelo. O casi. Quedaba turulato. La plática de la gente mayor me daba mucha curiosidad. Los de mi edad me producían pánico. Por esa razón no quise estudiar ni ir a la secundaria ni a la universidad. Estar con otros más fuertes me causaba mucho desagrado. Inmediata- mente descubrían que no servía para los deportes, que no sabía jugar al balón, que no era bueno para nada. Empezaba a jugar y al rato me aburría. Podía pegar porque aprendí a no dejarme y me salían fuerzas sobrehumanas que a todos sorprendían, pero me disgustaba pelear. Cada vez que lograba tirar a uno, quería ir a su casa a consolarlo.

EL FAMILIAR

Viví largas temporadas en el casco de la hacienda de la madre de Mari, la tía Meche. Eran bonitas las ruinas y había unos pasadizos a los que descendía yo con velas, acompañado por las hijas de la tía Meche. Los túneles conducían, bajo tierra, a algunas iglesias y sacristías comunicadas entre sí para defenderse de la persecución religiosa.

El poder de la Iglesia sigue siendo fuerte en Jalisco.

Nos contaban cuentos de espantos, de monjes locos, de ánimas del purgatorio y de santas despechugadas rostizándose en las llamas. Las hijas de las nanas querían atemorizarme:

—Ahorita va a salir un señor, te va a llamar; síguelo, porque te va a enseñar dónde está el tesoro.

Yo respondía:

—Que me llame; no voy porque no es verdad.

No había manera de convencerme de sus tesoros escondidos, sus almas en pena, sus aparecidos. Otro fantasma era un animal que se llamaba el Familiar. Me prevenían: “Cuando lo veas, dile todas las injurias que sepas y busca algo para aventárselo y, en ese mismo momento, se convertirá en oro”. A la hora de acostarnos pretendían asustarme: “¡Allá viene el Familiar!”. Como tú comprenderás, nunca apareció. Si acaso entró un ladrón, ése si el Antifamiliar, pues se llevó lo poco que teníamos.

En el segundo patio de la hacienda —más bien eran ruinas de hacienda— encontré muebles antiguos y anaqueles con muchos cajoncitos de uno de los maridos de la tía Meche que había sido joyero. Me fascinó ese descubrimiento.

Elena Poniatowska. Foto: efe

Elena Poniatowska: Nació en París en 1932, pero con tan sólo nueve años se trasladó a México. Su carrera se inició en el ejercicio del periodismo. Por esta labor se le entregó en 1978 el Premio Nacional de Periodismo en México. Ha sido nombrada doctor honoris causa por ocho universidades y galardonada con el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en 2002. Entre sus novelas destacan: Lilus Kikus (1954), Hasta no verte Jesús mío (1969), Premio Mazatlán,La noche de Tlatelolco (1971), Premio Xavier Villaurrutia, Querido Diego, te abraza Quiela (1978), La Flor de Lis (1988), Tinísima (1992), Premio Mazatlán, La piel del cielo (2001), Premio Alfaguara, y El tren pasa primero (2007), Premio Rómulo Gallegos. También ha escrito cuentos, reunidos en De noche vienes (1979) y Tlapalería (2003), libros de entrevistas, ensayos y crónicas. Su obra ha sido traducida a más de una decena de idiomas y su trayectoria como periodista y escritora ha sido reconocida con múltiples premios nacionales e internacionales. En 2013 se le concedió el Premio Cervantes.

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