Esta es la historia de un país en donde la simulación es la norma. Y como tal, el sistema educativo no puede escapar a dicha realidad. En este país de la simulación, existen las “no escuelas” y los “no maestros”.
En él podemos encontrar lugares que si bien oficialmente son escuelas, están lejos de reunir las condiciones mínimas para que reciban dicho nombre, ya que carecen de cualquier elemento que permita el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Espacios que en lugar de brindar mayores oportunidades a los niños y jóvenes, únicamente son un estacionamiento en donde pasar unas horas del día; lugares que lo único que hacen es reproducir la gran desigualdad de oportunidades que existe en el país. Que lejos de romper con el paradigma imperante de que “origen es destino”, solo lo perpetúan, incluso lo magnifican.
En este sistema de “no educación”, de cada cien pesos que invierte el Estado, únicamente 70 centavos van a libros y materiales escolares, 30 centavos se invierten en tecnología y tres pesos en infraestructura.
En el país de la simulación no se entiende que además de construir más espacios para que más niños puedan ingresar a la “escuela”, la calidad es un componente indispensable en la ecuación.
Por otro lado, también podemos encontrar una “fauna” muy peculiar: los “no maestros”. Son personas que oficialmente pertenecen al sistema educativo y que supuestamente dan clases. Sin embargo, en el país de la simulación no todo es lo que parece. Muchos de estos “no maestros” son capaces de reproducir el milagro bíblico de los panes y los peces.
Estos personajes logran acumular seis plazas de maestro. Sí, seis. Y lo mejor es que todas –las seis– son en la misma “no escuela” y en el mismo horario. Y no, no son casos aislados ni anecdóticos. Según los registros de la secretaría de “no educación” pública son más de 33 mil “no maestros” los que se encuentran en esa situación.
Así pues, en el país de la simulación nos encontramos con un sistema educativo que no hace nada más que simular –no podía ser de otra forma: unos hacen como que construyen la infraestructura y todo lo necesario para la enseñanza; y otros hacen como que enseñan. Son las “no escuelas” y los “no maestros”. Los niños y los jóvenes son lo de menos. Ellos no importan.
El resultado es el que vemos todos los días. Los alumnos con más recursos pueden escapar de la simulación –o al menos de ésa simulación– e ir a “buenas” escuelas. Los más desfavorecidos, por el contrario, se ven atrapados –año tras año, y generación tras generación– en este peculiar ecosistema.
No sorprende que en este país la movilidad social –y por tanto las oportunidades de romper con “el origen es destino”– sea de las bajas del mundo.
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