LECTURAS | Dar voz a los que no la tienen: “Hooligan”, de Philipp Winkler

07/04/2018 - 12:03 am

Hooligan, editado por Alianza de Novelas en español, ha sido considerado el mejor debut literario de 2016 en Alemania y finalista del Premio Alemán del Libro 2016, un libro en el que Winkler (Hannover, 1986) trata el fanatismo y la violencia en el fútbol y habla de la necesidad de aceptación y pertenencia a un grupo.

Ciudad de México, 7 de abril (SinEmbargo).- Toda persona tiene dos familias. Aquella en la que nace y aquella por la que opta. Hooligan es la historia de Heiko Kolbe y quienes considera sus hermanos de sangre, hinchas de fútbol de la ciudad de Hannover.

La madre de Heiko abandonó la familia cuando él era un niño; su padre es alcohólico y convive desde hace unos años con una mujer que trajo de Tailandia después de unas vacaciones. Heiko dejó el instituto en el último año y no tiene el título de bachillerato. Trabaja en el gimnasio de su tío paterno, Alex, líder de una banda que se encarga de organizar peleas con grupos de “hooligans” de otras ciudades vecinas. Combates organizados en lugares concretos, a determinadas horas y con reglas estrictas, que Heiko vive casi como enfrentamientos deportivos.

Philipp Winkler nos habla, por un lado, de la violencia, el fanatismo y la necesidad de aceptación y pertenencia a un grupo, pero también del corazón de un chico duro que pelea para proteger lo que para él es sagrado. La prosa de Winkler se adueña del lector y le transporta a un mundo extraño dentro del nuestro. Y con Hooligan se inserta en una gran tradición literaria: dar voz a los que no la tienen.

Hooligan, sobre la violencia en el futbol. Sobre la violencia en Europa. Foto: Especial

Fragmento de Hooligan, de Philipp Winkler, con autorización de AdN Alianza de Novelas

Caliento en la palma de la mano mi nuevo protector dental. Le doy vueltas entre los dedos y lo aprieto un poco. Es lo que hago antes de cada combate. El gel del que está hecho se mantiene estable, tan solo cede un poco. Es un objeto top. No se puede tener nada mejor. Fabricado de manera personalizada por protésicos dentales. No es una de esas baratijas producidas en serie que se pueden tirar a la basura a las dos semanas porque los bordes te cortan las encías. O porque con su mierda de molde y su olor a plástico químico tienes ganas de vomitar todo el tiempo. Excepto Jojo, con su escaso sueldo de portero, casi todos tenemos un protector dental así. Kai, que siempre tiene que tener la mejor mierda. Ulf, que jamás anda corto de dinero.Tomek,Töller. Y algunos de nuestros chicos, que tienen los empleos adecuados. Y el tío Axel. Él fue el que encontró el protésico hace un par de años. Se ha especializado en deportes de contacto y abastece a boxeadores de toda Alemania. Dicen que incluso algunos de los de Frankfurt acuden a él, y unos cuantos muchachos del Este. De Dresde y de Halle, y los de Zwickau. Seguro que tienen que rascar los billetes de su subvención del programa Hartz IV, pienso, y toco los respiraderos con las puntas de los dedos.

—¡Eh, Heiko! —Kai me da un codazo—. Está sonando tu celular.

El celular desechable vibra entre nosotros en el asiento. Lo tomo con dedos temblorosos. Mi tío me observa en el espejo lateral. Pulso la tecla que tiene dibujado el auricular verde.

—¿Dónde están? Estamos esperando —me llega la voz del tipo de Colonia con el que he acordado el combate. Bajo la ventanilla para poder ver mejor, busco algún punto de referencia.

—Estamos en Olpe, saliendo de la B55. Enseguida llegamos.

—Ve a lo largo de Wüste y sal a la derecha en la segunda glorieta. Pasa por Bratzkopf, hasta poco después de la salida trasera del pueblo. Hay un bosque a la izquierda. No pueden equivocarse.

Antes de colgar, le recuerdo otra vez nuestro acuerdo. Quince hombres a cada lado. Luego cuelgo.

—¿Y bien? —pregunta sin volverse Axel. Sigue observándome en el espejo retrovisor. A pesar del reejo del sol, puedo ver su mirada penetrante. Cómo me examina. Repito la descripción del camino y recalco que les he recordado el acuerdo a esos tipos.

Ya te he oído —dice, y se vuelve hacia Hinkel, que se sienta como siempre al volante. Axel repite la descripción del camino. Como si Hinkel no la hubiera oído, o como si sólo pudiera seguir la ruta si la indicación procede de él. Observo que Kai me mira de reojo. Las comisuras de su boca se relajan. En el buen sentido. Si lo miro ahora, seguro que levantará los ojos al cielo, para decirme con eso: mierda, qué friki del control. Algo así. Pero no reacciono, sino que me jo en si Hinkel toma el camino correcto. Gruñe, lo que seguramente signica que ha entendido. Con esas manos que parecen albóndigas, Hinkel pone el volante a las doce. En los largos pelos del dorso de su mano se han prendido gotitas de sudor que brillan al sol. Los pelos parecen peinados. Lleva la otra mano colgando por fuera de la ventanilla.

Tomek, que se sienta a la izquierda de Kai, pasa pantallas del celular con gesto impertérrito. Es uno de esos tipos del bloque del Este. Siempre la misma jeta eslava. De buen humor, o de humor de mierda. No se puede saber. Con la misma expresión recibiría un premio de la lotería. Ignora la colilla que lleva en la mano izquierda. El viento de la marcha la quema como a cámara rápida. No sería raro que estuviera encabronado. Al n y al cabo, antes de arrancar ha perdido en el tiro contra Kai cuando se jugaban el mejor asiento. Probablemente no sabía lo que era eso. Ahora tiene que estar sentado donde Jojo lo llenó todo de sangre la última vez, con su nariz destrozada. La nariz de Jojo estaba de verdad mal. Y la tapicería no digamos. Y además, ese es de antemano el sitio en el que nadie quiere sentarse cuando hace calor. Detrás de Hinkel, ni con la ventanilla abierta.

Kai levanta el trasero unos centímetros y saca una polvera del bolsillo trasero de sus jeans Hollister. La desenrosca y echa un montoncito de coca en la tabaquera anatómica, se la lleva uno tras otro a los dos agujeros de la nariz y esnifa. El coche está dando bastantes brincos, pero consigue que no se le caiga nada. Echa la cabeza hacia atrás. Se rasca la gangosa nariz de boxeador con el grasiento cobertor del reposacabezas. Me ofrece la polvera.

—¿Quieres? Quizá así no te cagues.

Sonríe. Le devuelvo la sonrisa y digo:

—Mejor tener cargados los pantalones que las narices, señor Daum

Se ríe. Hace mucho que no me meto nada. Mientras enrosca la polvera, levanta el dedo corazón. Mi tío carraspea. Kai se encoge de hombros y vuelve a meterse la polvera en los jeans. Sabe perfectamente que Axel no soporta que nos metamos nada antes de un match. Ni siquiera coca para despejarte la cabeza. Pero ni siquiera el tío Axel va a quitarle eso a la gente, así que la mayoría de las veces lo deja pasar, mientras nadie exagere. No es ningún aguaestas. Muchos lo necesitan, por los nervios. Bueno, o porque son unos adictos. Pero Axel no lleva con él a los que no pueden contenerse. Por lo menos, no en matches importantes. Como el de hoy. Cuando de verdad se trata de representar honrosamente a Hannover. Kai siempre está pegándole a la coca, pero es demasiado bueno como para dejarlo en casa. A su lado, todos esos musculitos parecen tan ágiles como aplanadoras. Y, gracias a mí, se contiene un poco antes de los matches. Además, mi tío sabe que no podría contar siempre conmigo si dejara a Kai en la banca.

El letrero amarillo que anuncia la localidad de Olpe pasa con un susurro por el lado del copiloto de la T5. Me inclino hacia delante, meto la cara entre Hinkel y mi tío.

—Justo ahora…

—Recto en la primera glorieta. Y a la derecha en la segunda —me interrumpe Axel. Vuelvo a dejarme caer en el asiento y respondo al gesto de Kai de alzar los ojos al cielo. Me alcanza un cigarrillo. Lo enciendo y doy una profunda calada. El espacio entre los soportes metálicos del reposacabezas que tengo delante está completamente ocupado por la nuca carnosa y rojiza de mi tío. A izquierda y derecha del respaldo sobresalen sus hombros, tan angulosos como si hubieran sido construidos con una escuadra. Lanzo un chorro de humo en dirección a la supercie roja entre los soportes y digo:

—Exacto.

Doblamos hacia el seco sendero del bosque. La arena cruje bajo las ruedas. Enseguida nos vemos encerrados por las sombras de los árboles susurrantes. Sienta bien salir del sol directo, y me doy cuenta de que el ligero alivio me tranquiliza un poco. Cuando dejamos Olpe, empieza esa sensación que siempre viene poco antes de ponernos en marcha. No sé si se puede comparar con el pánico escénico, al n y al cabo yo nunca he sentido pánico escénico. Sea como fuere, se siente como si algo empezara a moverse dentro del vientre. Como si el estómago estuviera lleno de helio y presionara desde abajo contra los lóbulos pulmonares.

—Ahí —dice Hinkel, y señala con su índice grueso y peludo. Los tres estiramos el cuello para ver algo desde el asiento trasero. A lo largo de un buen trecho del camino que baja, vemos la caravana de los de Colonia. Están en grupitos delante de sus coches. Axel se vuelve y mira por el parabrisas trasero. Instintivamente, aparto la cabeza para que pueda ver mejor, pero enseguida pienso: concéntrate. Miro también hacia atrás. Todo va bien. Los otros vienen detrás de nosotros como está previsto. Nadie se ha rajado y ha dado la vuelta. Me habría sorprendido mucho.

—Paren aquí —ordena mi tío. Hinkel lleva la T5 hasta donde puede por la franja de hierba que discurre entre el sendero boscoso y los matorrales. Los otros se estacionan detrás de nosotros. Bajamos. Los de Colonia también se han estacionado. Sólo que al otro lado del camino. Cuando la cosa termine, cada uno se subirá a su coche y desaparecerá en dirección opuesta.

Axel rodea el capó, se planta en mitad del camino con las piernas abiertas. Yo saco el protector dental de la guantera y no pierdo de vista a mi tío. Tomek se pone junto a él. Cuchichean. Yo me inclino hacia Kai y le pido un cigarrillo. Trata de sacar la cajetilla de sus ajustados jeans. Le tiendo la mano, no dejo de mirar a Axel, que, con las manos en jarras, mira de arriba abajo a los de Colonia.

—Vamos —digo—, que es para hoy.

—Tranquilo —masculla Kai. Yo cambio el peso de una pierna a la otra. Cuando por fin tengo un cigarrillo entre los dedos, voy hacia Axel y Tomek.

—¿Qué pasa? —me dice cuando nota que se acerca alguien. Entonces ve que soy yo. Su mandíbula se relaja un poco, me echa un momento la zarpa al hombro y me acerca a él.

—Acabamos de contarlos —dice Tomek con su acento polaco. Suena como “cantarlos”—. Quince hombres más el cámara.

—¿Todo el mundo lleva la camiseta roja? —pregunta Axel. También podría volverse y verlo él mismo, pienso, pero por supuesto me ahorro el comentario. He repartido las camisetas antes de salir. Precisamente para que ahora no tuviéramos que entretenernos en eso.

—Sí —digo. Estoy a punto de añadir lo que he pensado en cuanto a nuestro orden de batalla. Que deberíamos probar a poner delante a los tipos más grandes. Como rompeolas, por así decirlo. De ese modo se podría conseguir algo ya en el primer choque, aunque fuera a costa de la velocidad. Pero Axel levanta la mano para indicarme que me calle. No he llegado a decir ni media frase. Uno de los de Colonia viene hacia nosotros. Creo que es el tipo con el que he estado en contacto.

—Está claro —dice Axel. No sé exactamente a quién.

—Heiko. Encárgate de que los otros estén listos.

Mantiene la mano extendida delante de mí, como si quisiera cortarme innecesariamente el paso, y va hacia el de Colonia, que se ha detenido a mitad de camino y espera a uno de los nuestros. Me siento del carajo. Al n y al cabo, Axel y yo habíamos acordado que esta vez me encargaba de toda la organización. Trato de tragármelo. Tomek me da una palmada en el brazo. Lleva en la mano el tatuaje borroso de no sé qué mujer. Lo miro un momento, luego al suelo, digo “Qué carajos”, y apago mi cigarrillo con el pie.

Kai está delante de la T5 con la colilla en la boca, y se mira en el cristal tintado. Se atusa los cortos pelos erizados. Todos los demás llevan las camisetas rojas que he repartido. Él, un polo Fred Perry de color rojo. Por lo menos se ha metido por dentro el cuello. Me pongo junto a él, lo miro, luego me miro a mí mismo.

—¿Sabes que estás como una puta cabra?

No reacciona, vuelve a cambiar el peso de un pie al otro y da vueltas al cigarrillo en los labios, tarareando. En cambio, veo mi rostro en el cristal oscurecido. Inexpresivo. Con las comisuras de los labios apuntando al suelo. El ceño fruncido. La frente surcada de arrugas. Mortalmente serio. El pelo cortado a un milímetro de longitud. Una sombra gigantesca se mete en la imagen reejada en el parabrisas.

—Bueno, chavos. Ya es hora —dice Ulf—. ¿Listos? —I was born fucking ready —dice Kai, y da un sonoro golpe en la palma de la mano izquierda con el codo derecho.

Yo suelto un golpe de aire por entre los labios apretados.

—Eres un pendejo —digo.

Me vuelvo y alzo la vista hacia Ulf, que me saca una cabeza:

—Hace mucho.

—Díselo a la nariz torcida de Jojo.

Reímos. Ulf baja la vista hacia el camino. Pregunta por qué mi tío sigue siendo el que habla. Que si esta vez no me tocaba a mí. Asiento, a la vez que me encojo de hombros, y digo:

—Yo qué sé.

—Ya conoces a Axel —interviene Kai—. Al tiíto no le gusta soltar las riendas.

—Está loco por eso. Que haga lo que quiera —digo.

También Ulf se encoge de hombros. La camiseta XXL se tensa en torno a su pecho y sus brazos. Parece que el cuello va a estallar en cualquier momento.

—Al fin y al cabo, esto lo has organizado tú.

Vuelvo a asentir, digo que en realidad me importa una mierda. Lo principal es que vuelva a haber putazos. Desde que empezó la temporada no hemos tenido ni un solo match.

Hinkel y unos cuantos viejos camaradas más vuelven de mear, abriéndose paso por entre los arbustos. Todos ellos se ponen en semicírculo detrás de Axel. Cuchichean unos con otros. Los brazos relajados. Las manos abiertas.

—¡Ahora, listos! ¡Vamos! —grita Axel.

Me meto en la boca el protector dental. Lo muerdo. El nerviosismo no es más que un regusto. Nos ponemos en tres las a lo ancho del camino. La adrenalina bombea por mi cuerpo. La cabeza se vuelve ligera.

La tropa empieza a caminar, marcando el paso. Axel y Tomek un paso por delante de nosotros. Ulf y Kai junto a mí. Mierda, sonríe de oreja a oreja, me contagia. Luego vuelvo a mirar al frente. A la pared de cabezas rapadas y camisetas blancas que se desplaza hacia nosotros. Apresuran el paso, rugen: “¡Putos Hannoi!”. Algunos levantan el puño.

También nosotros aceleramos el paso. Hay que tener cuidado con pisar fuerte. Se necesita un terreno rme para el choque, o ya has perdido. Corren. Nosotros también. ¡Ahora no hay que tropezar! ¡Ni pisar los talones a Axel! Ya. Siento manos en la espalda que me empujan. Como si eso fuera necesario. ¡En qué momento!

Un último grito. El bosque enmudece. Luego, los cuerpos chocan. Se blanden puños y piernas. Veo a Axel literalmente engullido por la masa. Hay uno de Colonia delante de mí. Un puño viene hacia mí. Aprovecho su impulso. Me doblo bajo el golpe. Me lanzo contra él. No cae. Demasiado estable, el cabrón. Resopla. Sus resoplidos vuelan a mi alrededor. Enganchados. Delimitados. Metidos en cajas de sudor. Golpeando. El calvo que tengo delante tiene paquetes enteros de ellos. Da igual. Guardia alta. Fingir un movimiento con la izquierda. Ha tenido la misma idea. Está sorprendido. Su golpe viene rápido. Lo esquivo. Lanzo un directo a su mandíbula. Gime. Se tambalea. No le he dado de lleno. Vuelve agachado, con las manos en alto. Estoy a punto de hacer otra nta cuando algo me da por detrás. No hay nada que hacer. Su puño me sacude directamente en la clavícula. Seguro que apuntaba a la cara. He vuelto a tener suerte. Pero la clavícula rumorea. Parece vibrar. A la mierda, me digo. Salto hacia delante. Hago una nta a la derecha. Le despisto. El tipo no contaba con eso. Levanta los brazos. Un directo a los riñones. Se dobla, pero logra mantenerse en pie. Las manos van instintivamente hacia los riñones. ¡Mala suerte para él! Le coloco un gancho en su cara de mierda. Se desploma y gime.Escupe el protector en la arena.Tiene los dientes pegajosos de sangre. ¡Quédate abajo! ¡Quédate abajo, maldita sea! Miro a mi alrededor. ¡No demasiado tiempo! Se queda tirado. Hace una seña, con los ojos cerrados de dolor. Mi vista es tan angosta como el ojo de una aguja. Por ella veo a Kai. En medio de la pelea. Un mierda de Colonia le tira del polo. Kai intenta soltarse. Gira en torno a su propio eje, el de Colonia con él, levantando polvo. Hay otro camisa blanca detrás de él. ¡Ni se te ocurra, hijo de puta! El tipo levanta la pierna cuando me lanzo contra él. Me da en la ingle. ¡Fui un imbécil! Salgo de la patada, pero me agarra con las manos. Ya lo tengo encima. Me mete un rodillazo en el costado. Me quedo sin aire. Trato de librarme. Se me escurre la mano y se dobla en la mala dirección. El dolor se dispara de la muñeca al hombro. Un sabor como a plástico en la boca. No hay tiempo. Ya vuelve. Me lo quito de encima. Gano algo de espacio. El imbécil acepta. Me da tiempo para levantarme. Tengo la mano entumecida. El codo no. Mi izquierda se lanza hacia su guardia y se la aparto un poco. Le meto el codo en la boca. Se derrumba. Tose. Se atraganta y se cubre el rostro. Espero. Sigo en movimiento. Aparta las manos, se las mira. Le sale sangre en gruesos goterones de un ancho y brillante corte junto al ojo izquierdo. Se queda abajo. Jadeo. Miro a mi alrededor. Sólo hay escaramuzas aisladas, ojas, que se disuelven con lentitud. Pongo las manos en jarras. El aire entra como virutas en mis sibilantes pulmones. ¡Maldito tabaco! Si pudiera fumarme uno ahora. Hay jaleo detrás de mí. A dos metros largos, Töller está en los matorrales. La camiseta le cuelga del torso, hecha jirones. Le rodeo, veo que está inclinado sobre uno de Colonia con el labio partido y ensangrentado. El tipo se cubre, indefenso, el rostro con las manos, pero Töller le mete otros dos madrazos y lo patea. Agarro el brazo de Töller. Paso la otra mano por su cintura y lo aparto.

—¿Estás loco, Töller? ¡Ya tiene bastante! Él se me enfrenta, sin fuerzas.

—¡Ese mierda me ha dado un puñetazo en los huevos! Lo saco, de espaldas, de entre los arbustos. Se nos unen algunos, quieren ver qué pasa, pero levanto la mano. Todo en orden. Todo aclarado. Empujo a Töller, que quiere pasar, lo paro poniéndole las dos manos en el pecho.

—¡Ya está bien, hombre! Seguro que ha sido un error. Y si no, a la mierda con él —levanto el índice. Lo pongo muy cerca de mi cara, le apunto con él.

—Si vuelvo a ver que te zurras a uno que está en el suelo…

—¿Qué, Kolbe?

Antes de que me dé tiempo a responder se da la vuelta, hace un ademán despreciativo.

—¡Eh! —sale la voz de Axel de entre los árboles. Su camiseta parece casi como recién lavada. Extiende los brazos en gesto de interrogación, abre las manos. Le indico que todo está bien, no hay problema. Se me suma Ulf. Lleva el cuello roto. La piel debajo enrojecida y llena de arañazos. Me felicita. Le pregunto por qué, pero enseguida me doy cuenta yo mismo. La mayor parte de los que están por el suelo llevan camisetas blancas. Los de rojo están de pie. Silabean: “¡Han-no-ver! ¡Han-no-ver!”. Siento los hombros tan ligeros como hacía mucho tiempo. En cambio el estómago está como lleno de plomo, se me hunde hasta el fondo del vientre. Me pongo en cuclillas junto a las recias piernas de Ulf, apoyo los antebrazos en las rodillas y trato de respirar. Tengo la caja torácica como bloqueada. Me palpita la clavícula, entumecida. Siento pesado el brazo izquierdo. Escupo el protector dental en la palma de la mano. Me la mancha de sangre. Me late la cara de puro dolor. Levanto la vista hacia Ulf:

—Ojalá haya una segunda vuelta.

Cuando, durante una parada en un área de servicio, me había ido un momento detrás de los baños para repartir por un prado cercano las piezas del celular desechable, Kai y Töller tuvieron una bronca por cualquier mierda con un grupo de camioneros polacos. Pero Tomek calmó las cosas, y poco después, cuando volví, estaban juntos y se estaban pasando una botella de aguardiente sin etiqueta. Axel estaba en ese momento regañando a Kai y Töller, diciéndoles que qué mierda era esa de armar un desmadre así después de un match, y que quién les había cagado esa idea en el cerebro. Pero no sonaba realmente enérgico, todos teníamos en los labios el sabor de la victoria reciente.

Llegamos a Hannover poco antes de medianoche. Ahora, cada uno tiene que volver a su coche. También Ulf tiene que irse, o tendrá bronca en casa con Saskia.

Kai y yo vamos juntos hasta la estación. Yo ya no quiero más que meterme en la cama. Él todavía tiene ganas de juerga, es decir, de cogerse algo.

En Zapfhahn todavía nos echamos al cuerpo un trago rápido, luego yo tomo el último regional hacia Wunstorf. Kai ha intentado convencerme de que vaya con él, pero no tengo ganas de música de mierda y cervezas en un coche barato. En el fondo a él tampoco le gusta ir a buscar bronca al centro, pero cuando se quiere pescar algo barato es allí donde tienes las mejores posibilidades. Sólo que, por motivos de seguridad, hay que pedirle los papeles a la chava que te llevas a la cama.

A Kai ya le ha pasado. Se dejó arrastrar por una de esas chiquis. Que si sus padres estaban de vacaciones. Y entonces ve un horario en la cocina, pegado a la nevera, de primero de bachillerato. Me dijo que nunca se había vuelto a poner tan deprisa los pantalones. Creo que esa noche se fue de putas. Y escogió una profesional madura. Como compensación ética, por así decirlo.

En lo que a mí concierne, solamente hay dos posibilidades de llevarme a los garitos de la Raschplatz: o es el cumpleaños de Kai, o me he metido tanto que estoy perdido.

La granja de Arnim está a sólo un kilómetro en coche de la estación de Wunstorf, donde había dejado estacionado mi Polo de los ochenta. De la carretera, por la salida Luthe de la autopista, sale una pista de tierra que hay que seguir hasta un bosquecillo en el que está la casa. Como, cuando me mudé con él, Arnim me insistió en que apagara los faros en cuanto saliera de la carretera, de noche me hace falta casi media hora para llegar. Si hay algo que no puede soportar,son los visitantes que no han sido invitados. Especialmente los guardianes de la Ley.

Doblo hacia la entrada del largo sendero, oculto por los árboles. Junto al viejo pick-up de Arnim, veo a la pálida luz indirecta el Volvo de Jojo.

Subo los escalones descascarillados que llevan al porche y mascullo para mis adentros: “Por favor, que no le haya metido un tiro. Por favor, que no le haya metido un tiro”. Lo pienso y veo a Arnim con la escopeta en la mano, delante del cadáver de Jojo, con una pierna encima de su vientre agujereado, como el capitán Morgan, mirándome y preguntando: “¿Qué pasa? Entró sin permiso, muchacho”.

Delante de la puerta de la casa, abierta, que en realidad son dos, la normal y la mosquitera, aguzo el oído por un momento con la mirada puesta en la oscuridad. Cuando oigo la voz de Jojo, mi acción de gracias, en la que no creía, se esfuma en el aire.

Abro la mosquitera. Dispara el timbre al que está conectada. Es el “dispositivo de alarma” de Arnim. Enseguida se alza detrás de la casa el conocido coro de ladridos. Por la puerta de la cocina entra un rayo de luz rectangular que cruza el chamizo en dirección a mí. Luego, la maciza silueta de Arnim se pone delante.

—¿Quién es? —grita. Veo que ya tiene la escopeta en la mano.

—No soy más que yo, perro loco —respondo, y tiro mi bolsa de deporte hacia la oscuridad del salón. Cae con un ruido sordo en el asiento de uno de los viejos sofás. Oigo a Jojo gritar mi nombre. Los perros no dejan de ladrar, excitados. Se oye el tintineo de la alambrada cuando saltan contra ella.

—Cállense ya —el rugido de Arnim termina en una tos mucosa. Sujeta la escopeta por el cañón, vuelve a sentarse a la mesa y golpea varias veces con la culata contra la ventana de la cocina. Espero que se rompa en cualquier momento. Pero, salvo que el marco se estremece, no ocurre nada.

Jojo se pone en pie de un salto. Sus cortos y ensortijados rizos saltan cuando lo hace. Siento enseguida mi clavícula, que parece extenderse por todo mi hombro. La nariz de Jojo sigue estando totalmente abollada, y la punta le brilla como una bombilla ultravioleta. Tomo una lata de cerveza Elephant del refrigerador y me siento con ellos a la mesa de la cocina.

—¿Y? ¿Y? —pregunta Jojo. Le hablo del exitoso viaje a Colonia y de cómo a pesar de nuestro acuerdo Axel no quiere soltar el cetro. Jojo se bebe ansioso cada detalle. De vez en cuando, murmura lo mucho que le habría gustado estar allí, y esas cosas. Arnim mira, ausente, hacia la oscuridad que acecha fuera, detrás de las ventanas amarillentas. Los pulmones le resuenan agotados, y hace todo lo que puede por no ahogarse allí mismo. Lo miro divertido. La mayoría de las veces no se entera de nada. No me gustaría saber qué clase de cosas le pasan por la cabeza. Jojo aprieta su lata de cerveza, que produce un rítmico chasquido.

—También yo tengo buenas noticias.

—Suéltalas —le digo, sin poderme librar del hipnótico subir y bajar de la panza de Arnim.

—¡Tengo el puesto! —la voz de Jojo hace un looping de alegría.

Le pregunto a qué puesto se reere:

—¿Eh?

—Bueno, no es un puesto. Vaya. Porque no es un trabajo pagado. Es un cargo honorífico.

Lo miro sin comprender.

—Lo han hecho entrenador de futbol aquí —dice Arnim, da un trago y vuelve a apartar la vista. Quizá se entera de más de lo que yo pensaba.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Sí. No. Bueno. El entrenador del segundo equipo masculino ha tenido que dejarlo. Un ataque. Y ahora lo hace Gerti. Y me han dado su puesto. Ahora entreno a los juveniles.

—Estupendo, viejo —digo, y tiendo la lata a Jojo para brindar—. Felicidades —brindamos y apuramos la pipí de elefante.

Jojo había empezado con eso hacía un par de años. En los tiempos en que le iba de verdad mal. Después de lo de Joel, que había sido un inerno para todos nosotros. Luego, unos meses después, el padre de Jojo va y hace esa gran cagada que nadie había visto venir. Temíamos que no íbamos a poder sacar a Jojo de ese agujero. Nadie quería dejarlo solo, y nos turnábamos para estar con él. Luego, un día cualquiera, Jojo se levantó, se duchó por n y salió hacia el campo de entrenamiento de Luther. Sin decir una palabra a nadie. Y mira ahora, coentrenador de los juveniles. Eso lo devolvió a la vida entonces. Incluso lo llevó tan lejos como para ir a su viejo empleo en la residencia de ancianos y disculparse por aquella borrachera en horas de trabajo. Y, mira otra vez, Jojo había recobrado su puesto de conserje.

—Me lo había imaginado un poco distinto, en lo que al programa de entrenamiento se reere. Hacen las cosas de manera distinta a como las hacía Gerti —rodea con la yema del dedo el borde superior de su lata de cerveza—, quizá haga un par de cosas de las que entrenamos con Joel entonces. Quería preguntarte por eso. A lo mejor aún tienes las notas que tomamos entonces. ¿Te acuerdas? Donde estaban los ejercicios y eso.

Asiento para mis adentros y suspiro. Mi mirada baja cada vez más hacia el tablero de la mesa.

—Hace una eternidad de eso. No creo que las tenga.

—Ok, aquí no, pero a lo mejor en casa de tu padre.

—Escucha, Jojo, de veras… —la boca vuelve a saberme a plástico—… echaré un vistazo, la próxima vez que vaya.

Me da las gracias y bebe. Un hilo de cerveza falla rumbo a su boca y le cae por la mandíbula, entre los pelos de la barba. Se lo seca con la manga de la vieja sudadera de los 96 de Joel. Sólo entonces se da cuenta de lo que acaba de hacer.

—Mierda —masculla, e intenta secar con la mano la diminuta mancha de cerveza. Yo apuro mi lata y la dejo en la mesa con un golpe.

—Ok, ya estoy muy pinche cansado. Me largo al catre.

Jojo también apura el resto, coge el cigarrillo quemado que ha dejado olvidado en el cenicero.

—Yo me voy —dice.

Nos abrazamos, nos damos palmadas en la espalda. La verdad es que nosotros no nos damos abrazos, pero por algún motivo hemos conectado en el mismo y exacto momento para que salga de eso un abrazo sincero y no un penoso abrir los brazos y echarse adelante y atrás, que termina dándose la mano.

Vamos hacia la puerta. Voy a encender la luz del porche, pero no pasa nada. Grito, mirando hacia la cocina, que la puta luz de fuera se ha vuelto a joder, y le sujeto la puerta a Jojo. La campanilla suena y vuelve a poner nerviosos a los perros. En la cocina, Arnim grita que cierren el pico.

—Y enhorabuena otra vez —digo, sujetando la puerta del porche, que de lo contrario se cierra sola.

—Ven a verme un día a los entrenamientos. Aún no se lo he contado a Ulf y Kai. Y —cierra el puño— qué bien que les hayan dado a los de Colonia.

 

 

Nació en Alemania, en 1986. Foto: Especial

Philipp Winkler (1986) creció en un suburbio de Hannover, Alemania. Estudió escritura creativa en Hildesheim y ha pasado temporadas en Kosovo, Albania, Serbia y Japón. Después de publicar en revistas literarias y antologías, en 2008 recibió el Premio Joseph Heinrich Colbin y en 2015, con fragmentos de Hooligan, el Premio Retzhof para jóvenes escritores de la Casa de la Literatura de Graz. Hooligan ha recibido el Premio al Mejor debut Literario en Alemania en 2016 (ZDF Aspekte) y ha sido finalista del Premio Alemán del Libro. Philipp Winkler vive actualmente en Leipzig.

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