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Jorge Javier Romero Vadillo

07/03/2019 - 12:03 am

El desprecio por la Suprema Corte

En México, el Poder Judicial no goza de gran prestigio.

“Para la elección de un Ministro, el Presidente debe enviar al Senado una terna, entre cuyos integrantes debe esa cámara elegir a uno por mayoría calificada de dos tercios de los presentes. Si ninguno de los integrantes obtiene los votos necesarios, la terna es rechazada y el presidente debe enviar una nueva”. Foto: SCJN, Cuartoscuro

En México, el Poder Judicial no goza de gran prestigio. La experiencia social acumulada a lo largo de la historia hace que los mexicanos veamos a la judicatura como venal, sumisa al Poder Ejecutivo, poco profesional, lejana e indolente. Esta percepción compartida tiene hondos cimientos en una historia en la que los jueces tradicionalmente han estado al servicio de los poderosos y de aquellos dispuestos a pagar por sus servicios, mientras que rara vez han sido auténticos instrumento justiciero.

El Presidente de la República –profundo conocedor de las pulsiones de la sociedad mexicana– ha usado esa animadversión social para jalar agua para su molino. Adverso como es a cualquier contrapeso al poder que pretende concentrar para cumplir con la misión a la que se siente destinado, el Presidente ha dejado que sus operadores de redes azucen a sus seguidores contra la Suprema Corte, convertida en el imaginario de la grey en uno de los epítomes de la concentración de privilegios contra la que va el gran líder.

Sin embargo, de manera incremental, en los márgenes, la realidad de corrupción y arbitrariedad del Poder Judicial ha ido cambiando durante las últimas dos décadas. Desde hace veinte años se han sucedido reformas relevantes para contar con una judicatura más independiente y eficaz. Y ha sido precisamente en la Suprema Corte donde ese cambio ha sido más relevante. Transformada en tribunal de constitucionalidad con las reformas de Zedillo, poco a poco desde 1996 se ha ido fortaleciendo como un contrapeso serio a la arbitrariedad política. Ahí se han debatido, con distinta fortuna, temas torales en la construcción de una sociedad diversa cuyas diferencias son arbitradas con base en la interpretación de un orden jurídico acordado por coaliciones de intereses plurales y definidas por medio del voto.

Lo esperable sería que, en el interés de todos, los intérpretes de la Constitución tuvieran un nivel de conocimiento jurídico notable y que supieran argumentar con lucidez sobre los asuntos polémicos que merecen interpretación constitucional sólida y requieren de posiciones éticas nítidas, sin conflictos de interés ni evidente filiación política. Una Corte sólida, de gran nivel argumentativo, e integrada por jueces de trayectoria profesional impecable, con capacidad de juicio por encima de sus inevitables filias y fobias políticas, es lo que requiere este país para construir en su sociedad confianza en el orden jurídico. Sin embargo, esa no es la mejor opción en el corto plazo para los políticos.

La reforma de Zedillo fue un gran avance para darle relevancia y legitimidad a la Corte, pero tiene muchas deficiencias. Una de ellas –la principal– es que el sistema de designación tiene un gran problema de diseño: propicia la fácil captura del ejecutivo del nombramiento de los ministros, en lugar de forzar siempre la formación de coaliciones de mayoría calificada, a pesar de que aparentemente requiere de la formación de coaliciones amplias de senadores en torno a las designaciones, lo que supuestamente debería redundar en la legitimidad de los ministros así electos.

Para la elección de un Ministro, el Presidente debe enviar al Senado una terna, entre cuyos integrantes debe esa cámara elegir a uno por mayoría calificada de dos tercios de los presentes. Si ninguno de los integrantes obtiene los votos necesarios, la terna es rechazada y el presidente debe enviar una nueva. Pero si ninguno de los integrantes de la segunda terna tiene los votos requeridos, el Presidente de la República tiene la prerrogativa de nombrar a cualquiera de los propuestos.

Lo que acabó de descomponer el diseño ya de por sí defectuoso de los tiempos de Zedillo fue que cuando a Fox le rechazaron sus ternas se sacó de la manga que para integrar una nueva bastaba con enviar un nuevo nombre, como si el hecho de que ninguno de los candidatos hubiera obtenido la mayoría calificada solo invalidaba la terna como conjunto y no a cada uno de sus integrantes. Con esa trampa, Fox logró colar precisamente a la ministra saliente, Margarita Luna Ramos, quien en su primera presentación había sido descalificada. Al presentar dos candidaturas de paja, inelegibles, el en el Senado se tuvo que formar una coalición en torno a la candidata reincidente, pues de haber rechazado nuevamente la terna, a Fox se le hubiera abierto el camino para nombrarla de manera arbitraria.

El mal diseño del sistema de elección, y la baja calidad del procedimiento usado por el Senado para evaluar de mejor manera las candidaturas, ha propiciado que el arreglo se politice a grado extremo. Es una obviedad que cada mandatario va a proponer a personas afines a sus intereses y a su orientación ideológica. Sin embargo, mal que bien, Fox y Calderón lanzaron candidaturas de jueces de gran nivel, como José Ramón Cossío, quien entró a propuesta de Fox y acaba de terminar su mandato, o el actual presidente Arturo Zaldívar. Fue el Gobierno de Enrique Peña Nieto el que envileció el nivel de las designaciones con su imposición del Ministro Medina Mora y su intento por hacer avanzar la candidatura de Raúl Cervantes, priista sin veladuras y hombre del primer círculo presidencial.

En los siguientes nombramientos, Peña recurrió a profesionales de la judicatura, pero no propició que aumentara el número de ministras, absurdamente mantenido en dos desde el nacimiento de la actual Corte. El actual Presidente no se ha comportado mejor que Peña con sus propuestas: después de mandar una terna tramposamente mixta –con dos nombres de mujeres que sabia inelegibles por evidentemente partidistas y con un profesional de la judicatura leal, en torno al cual sabía que habría consenso–, a la hora de la segunda terna, para elegir sucesora a Margarita Luna Ramos, ha enviado de nuevo a las dos reprobadas en la ronda anterior y a una candidata obscenamente vinculada a su propia redes de intereses y con una orientación ideológica difícil de digerir para buena parte del grupo senatorial de Morena.

En las comparecencias se hizo evidente el bajo nivel de las tres candidatas: una no sólo conservadora a niveles aldeanos, sino con claro conflicto de interés por la abierta vinculación de su marido con los proyectos constructivos del presidente; otra, simplemente una aldeana leal y la tercera con un nivel argumentativo decepcionante respecto a alguien supuestamente proveniente de la enseñanza del derecho y con evidente sesgo partidista. Ninguna de las tres merece ser electa para el cargo.

La terna debería ser rechazada. Sin embargo, con el precedente creado por Fox y su propia proverbial tozudez, López Obrado seguramente enviaría una nueva terna con su favorita rodeada de dos candidaturas de paja y forzaría a su elección o propiciaría que el nombramiento quedara en sus manos. La apuesta racional de quienes defendemos una Corte de alta calidad y autónoma no es fácil. El rechazo de la terna aumentaría el margen de discrecionalidad del presidente en el nombramiento y no garantiza un mejor resultado, a pesar de que López Obrador cuenta, entre sus simpatizantes, con un gran número de mujeres de gran nivel jurídico entre quienes elegir, como Leticia Bonifaz o Ana Laura Magalonni, sólo por mencionar a un par.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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