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Jorge Alberto Gudiño Hernández

06/12/2014 - 12:03 am

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Hace un par de meses, en el marco del Hay Festival de Xalapa, Salman Rushdie dictó una conferencia magistral. El auditorio estaba como al 80%. Las primeras filas estaban llenas de espectadores con los consabidos auriculares con los que se puede escuchar la traducción simultánea. Yo me senté más atrás, en una fila desocupada por […]

Hace un par de meses, en el marco del Hay Festival de Xalapa, Salman Rushdie dictó una conferencia magistral. El auditorio estaba como al 80%. Las primeras filas estaban llenas de espectadores con los consabidos auriculares con los que se puede escuchar la traducción simultánea. Yo me senté más atrás, en una fila desocupada por completo. Lo prefiero así. Sobre todo, si voy solo. Me permite movilidad, me ofrece salidas expeditas y me aleja del murmullo incesante de los auriculares ajenos.

         Así pues, escuchaba yo a Rushdie. Cuando la conferencia iba por la mitad, entraron dos personas al auditorio. Era una adolescente y, presumo, su padre. A ella se le notaba la emoción en la mirada; a él, algo de enfado. Contrastaban, de cualquier modo, con algunos adolescentes más que intentaban apuntar en sus cuadernos todo lo que escuchaban por los audífonos (tareas titánicas que les dejan a algunos).

La hija y el padre se sentaron en la fila delante de la mía, a unos tres lugares de distancia. No traían audífonos y se les notaba los necesitaban. Estuvieron inmóviles un par de minutos. El entusiasmo de la chica se iba borrando a pinceladas que parecían brochazos. Volteó hacia atrás. Sonrió y asentí. Se armó de valor antes de preguntarme: “¿Sabe si aquí es la presentación del escritor Rushdie?”

Hace un par de días, en el marco de la FIL de Guadalajara, escuchaba yo muy divertido el homenaje (¿plática, charla, cotorreo?) a Cortázar a cargo de Eduardo Casar y Fernando Rivera Calderón. Como había llegado tarde, estaba afuera del auditorio, gustoso por ver a tantos jóvenes sentados en el piso observando una pantalla donde se veía a Eduardo y a Fer (si lo pongo completo suena cacofónico) haciendo maravillas.

Abro paréntesis indignado: (De nueva cuenta me topé con adolescentes uniformados tomando notas en sus cuadernos. La molestia llegó a más. Ignoro si es el único sistema que se les ocurre a los profesores para garantizar la asistencia de sus alumnos. Ignoro, también, cómo lo evalúan. A fin de cuentas, bien podrían copiarlo unos a otros. Peor aún, no me imagino a ninguno de ellos reproduciendo el chiste sobre el anacoluto que dijo Casar o la canción de Rivera Calderón acerca de los cronopios y los famas. Una verdadera lástima que se les obligue a ir de esa forma. Así, los esfuerzos por generar lectores encuentran no sólo la resistencia de los no lectores sino la obligatoriedad zafia de las autoridades educativas. Fin del paréntesis indignado).

A la mitad de la plática, uno de los chicos volteó hacia arriba (yo estaba de pie) y me preguntó, señalando a Eduardo y a Rivera Calderón: “¿Cuál de ésos es Cortázar?”

Las dos experiencias parecen muy similares. Ambas tuvieron lugar en encuentros entre escritores y lectores. Ambas partían de la ignorancia. Ambas estaban plagadas de candidez. Sin embargo, en la primera se notaba un verdadero entusiasmo. Supongo que el problema con la xalapeña (asumo que lo era, licencias poéticas que les llaman) es que no tenía una idea clara de la apariencia del escritor. El tapatío (lo mismo) adolecía de otros males. El del desinterés, por ejemplo, y el de la obligatoriedad. A la primera le contesté amable, asintiendo. Al segundo no le respondí. Era difícil explicarle que, justamente, Cortázar era el muerto. Un muerto que, justo entonces, estaba más vivo que nunca.

Mientras me alejaba de la FIL, se me ocurrió escribir esto. No sólo por dar cuenta de las anécdotas. También, porque me da la impresión de que, muchas de las veces, asistimos a ciertos espectáculos con la intención de que otros se hagan cargo de nosotros; de manera pasiva, pues. No participamos de ellos. No se diga subiéndonos al escenario. Simple y llanamente, escuchando lo que nos dicen y, con suerte, analizándolo. Pero no. Me parece que nos quedamos ahí, sentados, a la espera de que algo suceda de forma tal que, cuando sucede, no nos enteramos. Y esa pasividad termina siendo cómplice de quien nos maltrata. Baste pensarlo en otros aspectos de nuestras vidas.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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