Sandra Lorenzano
06/11/2016 - 12:00 am
Pasó en el norte grande. Y duele.
El mensaje decía “¿Aceptaría usted realizar un par de actividades en Iquique?”. Iba a pasar algunos días en Santiago, en la Feria del Libro, y la propuesta de viajar por treinta y seis horas al norte del país debe haberle parecido más o menos de rutina a la gente del Consejo de la Cultura y […]
El mensaje decía “¿Aceptaría usted realizar un par de actividades en Iquique?”. Iba a pasar algunos días en Santiago, en la Feria del Libro, y la propuesta de viajar por treinta y seis horas al norte del país debe haberle parecido más o menos de rutina a la gente del Consejo de la Cultura y las Artes de Chile. Seguramente nunca imaginaron la conmoción que esa invitación me provocaba.
Leí “Iquique”, y mi tendencia natural a la memoria y a la melancolía me llevó a la adolescencia, a los amigos del exilio y, por supuesto, a Quilapayún y a su Cantata. ¿Cuántas veces habré escuchado la historia de la matanza de obreros en la escuela Santa María?
Señoras y Señores
venimos a contar
aquello que la historia
no quiere recordar.
Pasó en el Norte Grande,
fue Iquique la ciudad.
Mil novecientos siete
marcó fatalidad.
Allí al pampino pobre
mataron por matar.
Así empezaban los versos de Luis Advis, que volvieron a resonar en mi cabeza después de recibir aquella llamada. Más de dos mil trabajadores que habían ido a la huelga reclamando mejores condiciones de trabajo en la época de auge de la industria salitrera, fueron asesinados por las fuerzas armadas del presidente Pedro Montt. La fecha: 21 de diciembre de 1907. El lugar: la escuela Domingo Santa María del puerto de Iquique.
“¿Aceptaría usted realizar un par de actividades?” ¿Hace falta que diga qué contesté?
En la carta que me pidieron que les escribiera a los chicos de bachillerato con los que iba a charlar, se los conté más o menos así:
“Muchos de mis mejores amigos a los dieciséis años habían llegado a México después del golpe de estado contra Salvador Allende, con ellos cantábamos a los gritos (y muy desafinados, hay que decirlo) todas la canciones del folklore y la canción de protesta chilena: Violeta Parra, Víctor Jara, Inti Illimani. También éramos bastante rockeros, no se vayan a creer. Pero había un disco que nos helaba a todos la sangre. Era peor que los cuentos más terroríficos de Edgar Allan Poe o de Lovecraft: ‘La cantata Santa María de Iquique’. Desde ese momento, este nombre se volvió un mito para todos nosotros. Una ciudad con un halo de tragedia y de heroísmo. Y a esa edad pocas cosas hay más seductoras que la tragedia y el heroísmo.”
Llegué entonces a ese espacio mítico de mi adolescencia sabiendo relativamente lo que me esperaba; lo que no pude prever fue el sacudimiento más allá de la memoria, más allá de mi nostalgia setentera. El paisaje me dejó sin aliento: mar azul profundo y montañas absolutamente desérticas que caen a pique sobre el agua –ni una piedra, ni un arbusto, sólo enormes superficies arenosas cuyo dorado-cobrizo va cambiando a lo largo de las horas-. No sé por qué tengo especial amor por el desierto. Ese vacío imponente me estremece. ¿Será por Edmond Jabès? “¿Quién osaría, en medio de las arenas, hacer uso de la palabra?
El desierto sólo responde al grito, al último, envuelto ya en silencio, de donde surgirá el signo, porque únicamente se escribe en los confines precisos del ser”.
Pero más me estremecen siempre las historias de la gente, claro. Como me estremeció la conversación con los estudiantes sobre libros, sobre violencias, sobre memorias. Uno de los descubrimientos más aterradores a que me ha llevado La estirpe del silencio es saber la frecuencia atroz de la violencia intrafamiliar.
Siempre naturalizada u oculta. “De eso mejor no hablar.” Sin embargo, en cuanto construimos unas mínimas condiciones de confianza, las historias surgen en catarata. Me pasa en cada uno de los países en que presento la novela, en cada uno de los espacios. Muchas veces he hablado con chicos jóvenes; mi “Rita” ha estado en colegios, en universidades, en centros culturales, y los relatos son más o menos similares. Traspasan las fronteras geográficas, las de género, las de clase.
Pero nunca había estado con la novela en una cárcel de mujeres. El Programa Nacional de Lecturas lleva libros y autores a espacios marginales, a espacios ajenos a los circuitos culturales tradicionales. Para mí esos espacios son los más estimulantes, los más enriquecedores. Allí aprendo a escuchar otras voces, aprendo a mirar de otra manera, aprendo a dejarme habitar por otras realidades. Desde ese momento, Iquique tiene para mí no sólo la resonancia de aquella canción de la adolescencia, sino también los rostros de Verónica, de Rocío, de Matilde, de Solange, de todas las otras chicas del grupo: de la boliviana cincuentona, guapa y “polentuda” que construye su propia genealogía recordando que también su presidente y Nelson Mandela estuvieron presos, de la preciosa y triste paraguaya, de las dos chicas con sus bebés de los que tendrán que separarse cuando los chiquitos cumplan dos años.
“Cometí un error”, dice una de las jóvenes. “Todos podemos cometer errores. Lo importante es saberlo y salir adelante”. “Un error no”, le responde otra, mayor, una mujer bajita y con anteojos, amorosa y fuerte: “Cometimos un delito”. Todas vuelven una y otra vez al dolor por las familias. “Yo quiero que ellos sepan que estoy bien”. “No quiero que mi mamá vuelva a vivir angustiada por mí”. “Extraño a mis hijos”. Bajan la voz. Se quedan pensativas. “A veces perder la memoria ayuda. Como le pasó a Rita”. Recordar u olvidar aquello que lastima. “Usted tiene que volver acá para tener historias”, me dicen. Y yo quiero escuchar todos sus relatos, conocer todos sus miedos, saber con qué sueñan, qué las angustia. Sigue la conversación, nos reímos, juego con los bebés, se me acercan, nos abrazamos; a mitad de camino entre una charla entre amigas y una clase. Pero yo me despido y salgo de la cárcel. Ellas se quedan. Duele.
Pasó en el Norte Grande
Fue Iquique la ciudad…
“El desierto sólo responde al grito, al último.”
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