El barro policromado en Puebla

06/11/2013 - 12:00 am

Para llegar a Izúcar de Matamoros, desde Puebla, hay que bajar el altiplano hacia el sur, pasar los viveros de flores de Atlixco y seguir hasta que los cañaverales sean tan altos que cubran a un hombre a caballo. Entonces se percibirá el olor a melaza y allá, en el barrio de Santa Catarina y la colonia Lázaro Cárdenas, se encontrarán los talleres de Tomás Hernández y Saúl Montesinos: dos artistas que han alcanzado la maestría en el diseño de piezas y el colorido del barro.

– “En un año aprendí completo el oficio”, dice Tomás. “Empecé a los ocho y a los nueve ya era maestro”.

Saúl empezó a los doce. Recién se habían mudado al cuarto de una casa y un día salió y vio que estaban trabajando ante una mesa.

– “Como niños, nos acercamos mi hermano y yo a curiosear con el barro”. Y nos dijeron: si quieren aprender, pues acérquense.

Saúl y Tomás aprendieron con una de las dos familias icónicas de la cerámica izucarense, la familia Castillo. Y lo hicieron con el gusto con el que aprenden los niños, e innovaron las técnicas con la imaginación de los niños.

– “Me hacía yo también mis juguetes, dice Tomás, y se me ocurrió ponerle alambre para que tuvieran vida, para que se movieran o pudieran tomar algo”.

El barro lo consiguen en poblaciones aledañas, en Cohuecan y San Marcos. Es un barro al que no hay que hacerle añadidos ni mezclarlo para que alcance el punto exacto entre dureza y plasticidad; salvo en el caso de que se quieran piezas más resistentes, casi irrompibles: como para los juegos de dominó que ha hecho Tomás en coordinación con Ariel Rojo y el Instituto de Artesanías.

Tomás lleva medio siglo en el oficio y Saúl un cuarto, pero tanto Saúl como Tomás tienen alrededor de quince años al frente de su propio taller familiar. Y ahí están los hijos, Saúl chico es “buenísimo para las ventas”; y las nietas de Tomás, ya le “decoraron su escritorio”.

La maravilla del barro policromado de Izúcar de Matamoros está tanto en el diseño como en la pintura de las piezas. Primero se imagina la pieza, ya sea a partir de una idea propia o de la sugerencia de un cliente. Luego se esculpe en el barro, se deja secar y se hornea a unos 800ºC. Pueden ser piezas sencillas como una mariposa o un perro cadavérico, pero también elaborados nacimientos o árboles de la muerte cuyo trabajo dilata entre uno y tres meses.

Después del horneado comienza la decoración. En ambos talleres hay varias personas que laboran en una misma pieza. Los que ponen la capa base de pintura, los que hacen el “rayado” indicando cuál será el patrón y cuáles los colores, y los que hacen el trabajo fino y dan los detalles finales. Todo depende de sus habilidades y de cuánta experiencia tienen.

– “Eso de trabajar en línea lo vi en la planta de la Volkswagen, donde trabajaba un familiar, y de ahí lo tomé”, dice Tomás.

Saúl complementa: Cuando vendes volumen, ganas más: eso es de las cosas que he ido aprendiendo.

Porque el aprendizaje y la innovación son constantes. Algunos investigadores señalan que la tradición del barro policromado de Izúcar proviene de la época de la colonia española cuando se elaboraban sahumerios con las figuras de San Miguel y San Rafael para las festividades, con la particularidad de que dichos santos eran estilizados para parecerse también a un Caballero Tigre y a un Caballero Águila. Sin embargo, la minuciosidad del trazo que alcanzan estos artistas contemporáneos no sólo es mucho mayor a la que se lograba en las piezas de hace siglos, sino incluso a la que se obtenía hace treinta años.

– “Si no innovas, te quedas”, dice Saúl.

Y Tomás complementa diciendo que si ve a sus compañeros repitiendo sus figuras, porque se venden bien, él las descontinúa.

Entre sus últimas innovaciones, Saúl ha trabajado en coordinación con Laura Espinosa, de Alégora, para la fabricación de joyería con miniaturas de cerámica y, con el Instituto, en la elaboración de calaveras y jaulas. Tomás, como se mencionó, ha trabajado prototipos de forma conjunta con el diseñador Ariel Rojo y, también, ha desarrollado miniaturas y luchadores cadavéricos que han “causado sensación entre los niños y los grandes”.

Ambos exponen y venden sus obras en diversas ciudades del país y el extranjero y Saúl está terminando un diplomado en comercio exterior en la Universidad de las Américas-Puebla. Pero en ambos casos la idea del juego, como cuando eran niños e iniciaron el oficio, sigue presente. Saúl juega futbol hasta tres veces por semana y Tomás hizo los luchadores “porque los chamacos empiezan con la idea de que quieren un juguete”.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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