Dolia Estévez
06/08/2019 - 12:05 am
Masacre anunciada
Washington, D.C.--México está indignado. Sus ciudadanos fueron masacrados por un individuo que odia a los migrantes, mexicanos y mexicoamericanos. Un supremacista blanco que cree que la comunidad hispana en El Paso es una plaga que amenaza con infestar la raza blanca; que es una “invasión” de gente de piel morena que merece el exterminio como […]
Washington, D.C.--México está indignado. Sus ciudadanos fueron masacrados por un individuo que odia a los migrantes, mexicanos y mexicoamericanos. Un supremacista blanco que cree que la comunidad hispana en El Paso es una plaga que amenaza con infestar la raza blanca; que es una “invasión” de gente de piel morena que merece el exterminio como los judíos bajo Hitler.
Lo tragedia en El Paso, ciudad ejemplo de la unión ancestral de dos pueblos siameses, fue un acto de terrorismo estocástico anunciado. La retórica de un individuo incitó a la acción de otro individuo contra una minoría. En años recientes, ha habido ese tipo de terrorismo contra negros, judíos, gays y musulmanes. Ya nos tocaba.
La violencia y el racismo han sido parte de la vida de este país mucho antes de que naciéramos. No es la primera vez que los políticos usan el miedo a una supuesta pérdida de identidad blanca para instigar racismo. La narrativa ha estado presente en la política por generaciones. Ayer, la xenofobia era contra migrantes irlandeses, italianos, japoneses y chinos. Hoy contra la población latina. La idea de que una sociedad multicultural y multiétnica amenaza los valores “americanos” de libertad y democracia es una falacia de más de un siglo.
Lo que vuelve más oneroso esa realidad es que el mensaje viene de la Casa Blanca. Trump no inventó el racismo, per sí lo puso en el centro del debate político. Legitimó el odio de grupos e individuos racistas y los sacó de la sombra. Diariamente vemos a conductores y comentaristas de Fox News destilar racismo. Publicaciones e individuos como Breitbart y Lou Dobbs vomitar encono que retroalimenta a las redes del odio.
“Infestación”, “invasión”, “monstruosidad”, “regresen a donde vinieron”, “violadores”, “criminales”, “animales”. Son vocablos habituales en la cuenta de Twitter de Trump y en arengas ante sus fanáticos. En 2018, los crímenes de odio aumentaron 9 por ciento. En un manifiesto que publicó en 8chan, plataforma favorita del extremismo, el asesino de El Paso sentenció: “Estoy defendiendo a mi país de un desplazamiento cultural y étnico provocado por una invasión”. Las palabras tienen consecuencias.
Mucho antes de que Trump asumiera la presidencia, Samuel Huntington, el finado politólogo de Harvard, anticipó lo que pasó en El Paso. En escritos premonitorios, pronosticó el surgimiento de un movimiento antiinmigrante que llevaría a una disputa doctrinal en las primeras décadas del siglo 21. Es decir, ahora. En una entrevista que le hice en 2004, cuatro años antes de su muerte, Huntington me dijo que Estados Unidos era un país “desgarrado” entre dos culturas--la anglosajona protestante y la mestiza católica. Presagió un choque de civilizaciones por la negativa de millones de mexicanos a “asimilarse” a la cultura anglosajona.
La reacción del gobierno de México a la masacre fue inmediata. Marcelo Ebrard manifestó su “rechazo y condena" al "acto de barbarie”. Anunció que enviaría una nota diplomática al Departamento de Estado para que Washington fije una “posición clara contra los crímenes de odio”. Ni una palabra sobre el elefante en el cuarto. Además, amenazó con buscar la extradición del presunto culpable para juzgarlo por terrorismo, así como tomar acción legal contra la armería que le vendió el arma.
Si bien el anuncio de Ebrard fue un oportuno ejercicio mediático, las dos últimas medidas no son viables en el mundo real. Extraditar al asesino para juzgarlo en un sistema judicial disfuncional, con alarmantes índices de impunidad como el mexicano, es un disparate. El fiscal en El Paso ya dijo que se pedirá la pena capital. México no tiene pena de muerte. Estados Unidos jamás aceptará un castigo menor a la ejecución. Particularmente en Texas. Más bien parece un intento por reivindicar la extradición de El Chapo. Ojo por ojo, diente por diente.
Irse contra la armería también es un disparate, pero a medias. No está claro cual sería el fundamento legal del gobierno de México a no ser que busque coadyuvar en una demanda interpuesta por los heridos y familiares de los muertos. El arma fue comprada legalmente. En todo caso, sería una batalla desgastante y eterna, con escasas posibilidades de éxito. De mayor utilidad es demandar directamente a las armerías e individuos que venden arsenales de armas de alto calibre a intermediarios que las trafican a los carteles mexicanos.
“Creo que es lo primero que se les ocurrió. México es un país de ocurrencias y la administración de López Obrador ha mostrado una inclinación por ellas”, me dijo Tony Payán, director del Centro México del Instituto Baker de la Universidad Rice en Texas.
Para Payan, crítico de la “política de apaciguamiento” de AMLO, el gobierno mexicano no tiene la “determinación de reconocer abiertamente que el discurso antinmigrante y antimexicano es algo que viene de la Avenida Pennsylvania #1600 [domicilio de la Casa Blanca]. Todo lo demás que haga, me parece dar palos de ciego”.
Payan casualmente llegó el sábado a El Paso para hacer una investigación. Encontró una comunidad sacudida. “Hay una conciencia muy clara de que este ataque fue motivado no por un tema de salud mental o por deseos de quedar plasmado en los libros de historia, sino porque es una comunidad mexicoamericana”. Más de 80 por ciento de la población es latina. El asesino sabía. Recorrió cientos de kilómetros para alcanzar su objetivo.
@DoliaEstevez
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