POSTALES OLÍMPICAS | Soraya Jiménez y el espectáculo de la irrealidad

06/08/2016 - 12:03 am
Soraya Jiménez, entrañable campeona en Sidney 2000. Foto: efe
Soraya Jiménez, entrañable campeona en Sidney 2000. Foto: efe

Soraya Jiménez se consagró primera medallista de oro al ganar la prueba de halterofilia en Sydney 2000. La atleta estuvo muy cerca de no asistir a los Juegos Olímpicos por carecer de apoyo de su Federación. Había nacido en 1977 en el Estado de México y falleció en 2013, por un ataque al corazón, cuando apenas tenía 35 años. Durante su carrera deportiva fue operada 14 veces y perdió un pulmón tras contraer influenza en los JP de Río de Janeiro.

Ciudad de México, 6 de agosto (SinEmbargo).- En la mañana del viernes 22 de septiembre del 2000, en el auditorio de una escuela al sur de la Ciudad de México, mi corazón palpitaba acelerado mientras esperaba el momento de subir al escenario. En éste se encontraba la niña más bella del salón, declamando con dulzura “Vieja llave”, de Amado Nervo.

Piel blanca, cabello rubio ondulado y ojos café claro. Profesores, padres y alumnos evitábamos parpadear para no perdernos ni uno de sus movimientos. Tras el último verso, todos la ovacionamos y por primera vez en mi vida sentí ganas de casarme. Era perfecta, era irreal. Llegado mi turno subí los cinco peldaños y me acerqué al micrófono repasando en mi cabeza la última estrofa de “El triunfo y la derrota”. El silencio era el clásico silencio expectante.

Dos semanas atrás había memorizado el poema con el que participaría en el festival escolar. La verdad es que al iniciar sexto de primaria poco me importaba la poesía. Mi único interés eran los deportes, particularmente los Juegos Olímpicos que estaban a punto de comenzar. Así que resolví la cuestión diciéndole a la profesora que escogería un texto alusivo a los atletas mexicanos que participarían en Sídney. Era una locura, ahora lo sé. Sin embargo, mi papá, que desde su juventud había coqueteado con la poesía escribiendo un poema cada década, puso manos a la obra.

La justa se inauguró siete días antes del festival y mi papá decidió modificar su creación a pocos minutos de que aquél diera inicio. Eliminó la última estrofa y la sustituyó por una que rendía tributo a Soraya Jiménez. La decisión era impulsiva pero pertinente, pues apenas el lunes pasado la halterista se había convertido en la primera mexicana medallista de oro en unos Juegos Olímpicos.

Mi papá estaba eufórico, pero su decepción comenzó cuando, al presentarme ante la audiencia, la profesora dijo que el autor de “El triunfo y la derrota” era anónimo. En ese instante levanté la mirada buscando a mi papá y lo vi a la orilla de una fila de asientos, sorprendido y triste. La única oportunidad de ser reconocido públicamente como poeta había sido arruinada por la negligencia de una improvisada maestra de ceremonias. La decepción se consumó en el momento cumbre debido a que mi desempeño fue decente y nada más. Dudo mucho que alguno de los que estuvieron presentes aún recuerde aquel poema deportivo. En menos de tres minutos había terminado el numerito que ensayamos tantas veces en casa.

Al terminar las participaciones individuales, todos los alumnos nos pusimos pantalón y camisa negro, chaleco y sombrero dorado y nos formamos para comenzar la coreografía que habíamos preparado sobre una canción de no sé qué musical de Broadway. Mi pareja de baile se llamaba María Fernanda y era la principal víctima de burlas en el salón debido a su sobrepeso. Todos se rieron de mí cuando la profesora asignó las parejas dos semanas atrás, así que durante los ensayos preferí evitar más mofas y decidí no tocar la cintura de María Fernanda cuando bailábamos juntos. En los escalones que conducían al escenario sentí su mano empapada de sudor, vi sus ojos evitando los míos y escuché sus sollozos. La de por sí delicada situación se había agravado cuando minutos antes no había podido llegar a la segunda estrofa de su poema antes de romper en llanto y correr a abrazar a sus padres.

Desde el primer compás tuve dos pies izquierdos. Mis pensamientos rápidamente se alejaron de la música y se acercaron a la comprensión de los versos que mi papá había introducido de último minuto en “El triunfo y la derrota”. De una bella manera, la nueva estrofa hacía referencia a lo que los medios de comunicación habían comentado durante toda la semana: en el trayecto que la condujo hasta el instante en que, sabiéndose con el oro en la bolsa, festejó instintivamente dando un salto y agitando con fuerza su brazo derecho, Soraya Jiménez había sido criticada por muchos, incluidos algunos dirigentes deportivos, que no toleraban que una mujer fuera halterista. De hecho, los de Sídney 2000 eran los primeros Juegos Olímpicos en los que se incluía la halterofilia femenina dentro de la competencia.

Mientras levantaba a destiempo mi sombrero dorado de unicel, me hice consciente de lo evidente: al igual que Soraya Jiménez, María Fernanda se encontraba lejos de lo que absurdamente se espera de una mujer. En el mejor de los casos, esto aún la perseguiría durante unos cuantos años de su vida. En el peor, hasta la muerte, como sucedería con la atleta.

Mis errores coreográficos pasaron inadvertidos dado que todos los asistentes volteaban a ver a la niña de piel blanca, cabello rubio y ojos café claro, que había sido colocada por la profesora al centro y en primera fila. A la mitad de la primera canción, María Fernanda me dijo que no quería continuar en el escenario. Entonces dejamos de bailar y nos sentamos en silencio tras bambalinas, fuera de la vista del público. Un minuto después llegaron sus padres y la sacaron de ahí mirándome con rencor. Los míos aparecieron a los pocos segundos, encontrándome ensimismado escuchando los aplausos de la audiencia y el zapateo de los alumnos que se preparaban para seguir con la siguiente canción. El espectáculo no se detuvo, el espectáculo de la irrealidad no se detiene nunca.

Ricardo Benítez Garrido y sus postales olímpicas. Foto: Cortesía
Ricardo Benítez Garrido y sus postales olímpicas. Foto: Cortesía

¿Quién es Ricardo Benítez Garrido? Nacido y crecido en el sur de la Ciudad de México, su trayectoria académica incluye estudios en antropología, filosofía y música. A pesar de ser fan de la escritura desde la infancia, su relación con el papel y la pluma se mantuvo en stand-by durante casi dos décadas. En cuanto a los deportes, decidió que su lugar estaba en las gradas después de ser rechazado de las fuerzas básicas de los Pumas de la UNAM. De forma paralela a la redacción de textos deportivos, recientemente concluyó su primera novela.

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