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Tomás Calvillo Unna

06/03/2019 - 12:03 am

La espada y la rosa

La noche es el silencio sin el cual
no tendrían sentido las cosas,
ni siquiera las palabras
escritas bajo una luna creciente.

La mesa. Pintura Tomás Calvillo Unna

Para Gurudev (Héctor)
que ha sostenido el Reman:
11,000 es la cifra del infinito…

EL LATIDO

La higuera está afuera y la noche,
la noche también está adentro,
en cada rincón de la casa,
en el cartel que sólo es un rectángulo
en la mano de mi hijo que toma la mía
como hace lustros yo tomaba la de mi padre,
como tal vez, si el destino lo permite,
a él se la tomará su hijo.

La noche es el silencio sin el cual
no tendrían sentido las cosas,
ni siquiera las palabras
escritas bajo una luna creciente.

LA ESPADA Y LA ROSA

Conoció el mar rojo
y supo de un pez luminoso
que una hechicera beduina le mostró.

Caminó por los corredores del castillo
que dejaron los cruzados en Tierra Santa;
un velador palestino le señaló la huella del Ángel
en la terraza que mira al desierto.

Se hincó ante el Santo Sepulcro,
entre las lámparas y las miradas
de sacerdotes armenios; besó la fría piedra.

Dejó sus sandalias y descalzo
entró a la mezquita de Omar,
se inclinó ante la roca sagrada del Profeta
y veneró al Corán.

Contempló el Muro
mientras los rabinos balanceándose oraban;
También oró y soñó con La Torah.

En el nacimiento del río Jordán
se bañó y escuchó el rumor de la mujer.

Al oír el correr del agua
leyó poesía en los jardines de la Alhambra;
no sabía aún de los sufis,
pero comprendió aquel aroma.

Estuvo junto a la tumba de los reyes católicos
y viajó al Támesis para leer los versos
en la lápida de William Blake.

Escribió unas líneas
que todavía no se borran
en los senderos del Languedoc
donde perduran los versos cátaros
y se oyen Aleluyas alrededor del fuego.

Bajo los cedros del sur
encontró otro camino:
la distancia del meñique al pulgar.

En la madrugada descalzo
sobre el mármol de los días y las noches
limpió las huellas de los peregrinos;
cantó los Pauris y honró en su memoria
la sangre derramada,
supo de la semilla de la estirpe.

Al atardecer en Anandpur
valoró las espadas de la fe
y vio esparcir entre azoro y tristeza,
las cenizas del Maestro, en el río Satlush.

En Rangún caminó junto a la Pagoda dorada
entre los Budas de Shwedagon;
ahí escuchó el conjuro del Tiempo y sus Números;
las sonrisas revestidas de oro lo rodearon
el poder de la soltura le intrigó,
la admirable estupa y su devoción.

A orillas del mar en Maharlika
confirmó los presagios del océano
y comenzó su retorno,
no sin antes escribir unas palabras
en las arenas de Dicasalarin
(lugar difícil de encontrar)
donde el dragón reposa.

Y en la isla de la ciudad
en la Santa Capilla- Sainte Chapelle-
se cumplió la promesa
¿qué tan antigua?
no más que su luz filtrada
de azules, rojos y amarillos;
no más que el nombre de un rey
testigo mudo de un compromiso
y cuyo nombre bautizó
los muros de cantera
entre las veredas del sol y la luna.

Conmovido respiró hondo
cuando descubrió el recuerdo vivo.

Buscó y halló
el secreto que se debe revelar a cada uno.
La luz del desierto abrió su corazón:
el río fluye y circunda al árbol.

Escucha, están cantando el nombre
de este poema: El Templo Dorado
es mi morada.

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