Earl gray con Nadine, Premio Nobel de Literatura

05/12/2012 - 12:01 am

I

Es como llegar a casa de mi abuela. Entro por la cochera, saludo a un perro regordete que sería blanco pero parece gris y, sí, lo saludo primero a él porque él reclama su importancia cerrándome el paso y lamiéndome la mano.

Nadine lo llama. Entro a la cocina y digo “buenas tardes” a un hombre y a una mujer que están recargados contra el pretil de un fregadero que, de hecho, tiene el mismo estilo de casa de mi abuela: los anaqueles de madera pintada color ostión, la estufa vieja, el escurridor de los trastes… Me excuso de no dar la mano por obvias y perrunas razones. Risas. Nadine me da un beso y también, como mi abuelita, me pide disculpas por no hacerme pasar por la puerta principal.

–Desde el asalto que ya no la abro, ¿te conté?

Íbamos por el Periférico de la Ciudad de México rumbo a la UNAM, tres años antes. Y yo quería hablar de todo con ella pero las ideas me revoloteaban en la cabeza y no podía asir ninguna: ¿de qué hablas cuando por fin estás con la persona que has querido conocer desde los dieciséis años, porque cambió tu vida? No sólo te hizo sentir que la literatura servía para algo, sino que la vida servía para algo. Además intuí que mi inglés era más torpe que nunca. Miré sus manos. Dije:

–Ése anillo es plata mexicana, ¿cierto?

–I beg your pardon?

Tuve que repetirlo: efectivamente mi inglés estaba atroz. A finales de octubre de 2006, cuatro jóvenes entraron a su casa en Johannesburgo. Nadine tenía 82 años, casi 83. Y los jóvenes querían dinero, las llaves del auto, joyas. Cuatro jóvenes asaltando a una anciana en su casa. Mi abuela, nuestras abuelas. La amarraron. La encerraron en un cuarto. ¿Qué riqueza se puede encontrar en la casa de una abuela? Cuantimás si esa casa no es ostentosa, no está en un barrio de lujo. No es una casa pequeña, claro, porque es una casa antigua. Pero sí es una casa más chica que la de cualquier blanco en Sudáfrica.

Los asaltantes habrán visto la decoración: una casa llena de chucherías, de recuerditos. Un montón de pequeñas cosas sin valor comercial en el tianguis de la esquina. Así que optaron por lo obvio: el anillo de bodas.

Reinhold compartió la vida con Nadine por casi medio siglo. The love of my life, ella dice, ella llama a los hechos por su nombre, a las personas por lo que son, por lo que han sido. El amor de mi vida, a wonderful marriage.

Reinhold murió en 2001 y, poco después del asalto, Nadine viajó a México para estar en la FIL de Guadalajara acompañando a Monsiváis cuando éste recibía el Premio Juan Rulfo.

–Me sentía sola, dice Nadine mientras la camioneta va por el segundo piso del Periférico. Cada que pensaba en el amor de mi vida, tocaba el anillo. Y ahora ya no estaba.

Silencio.

–¿Cómo supiste que era plata mexicana?

 

II

Atravesamos la cocina y un pasillo, sorteando al perro que sigue metiéndome zancadilla y lamiéndome la mano. Pasamos a la sala. Nadine deja al chucho tras la puerta.

–Entonces, ¿por qué te interesó viajar a Sudáfrica?

Antes de venir a ver a Nadine desde Pretoria, había pensado toda una gama de entrevistas posibles. Desde las más “rentables”, las que pudiera vender a cualquier periódico, por ejemplo: una acerca de la lucha anti-Apartheid aderezada con anécdotas de su amistad con Mandela y Tutu. Otra sobre igualdad de género o su lucha en contra de la censura. Una más para revistas literarias que ahondara sobre sus filias con escritores de todo el orbe (para México: con Paz y Fuentes). Otra que versara sobre su idea de la literatura como una búsqueda del diálogo entre los seres humanos y, claro: la obvia sobre la violencia.

Luego pensé, muy profesionalmente, que iría nomás a ver qué jais. Y le preguntaría sobre lo que a mí me importa.

–Mis antepasados fueron traficantes de esclavos, dije.

 

III

Lo primero que sorprende, al ver a Nadine en persona, es su complexión física: pequeñita de estatura y delgada, casi un colibrí. Y uno se pregunta cómo puede caber tanto coraje, tanta valentía en una persona tan chiquita. Nadine es atea, pero igual uno piensa que debe de haber algo más allá de la materia al verla.

–Mi madre era agnóstica, pero yo atea. ¿Sabes cuál es la diferencia?

Primero me regañó por no haber traído ni cámara ni grabadora. Tampoco le ha de haber gustado mi linaje familiar y, menos, que mi primera pregunta fuera algo tan cordial como “¿por qué nadie te lee?”, pero al parecer ya voy mejorando.

Hablamos de la muerte. De los cementerios en Madagascar y Michoacán. Del existencialismo. Del comunismo. De la religión y de cómo sería posible concebir una ética sin entidades metafísicas.

–Aquí, los unos a los otros es lo único que tenemos, dice. Y para mí, esto, es algo trascendental: el sentido de ser humanos entre otros humanos más allá del trantrán de la vida.

Y me cuenta de su amistad con Es’kia Mphahlele. Es’kia fue un mestizo que creció corriendo como repartidor en el icónico barrio de Marabastad, en Pretoria. Nadine es blanca, hija de un hombre que hizo su vida vendiendo relojes a los mineros (¿quién, que pasa sus días bajo tierra, no quiere saber la hora?). Se conocieron en Jo’burgh y se hicieron amigos aunque su amistad lindara el crimen según las leyes del Apartheid. O, de hecho, sólo por ser amigos, por frecuentarse una blanca y un mestizo, fueran considerados enemigos del Estado. Pero no importó, los unía sus ganas de escribir. Y escribir bien: decir lo indecible. Atisbarlo.

–Tengo entendido que el español y el portugués se parecen bastante, me dice. ¿Te apetece un té?

 

IV

Los cuentos de Nadine son mis cuentos preferidos. Su narrativa, aunque esto parezca contradictorio, es precisa y poética. La construcción de ambientes, tramas y personajes es impecable. Pero hay algo que me gusta más: Nadine juega con tus convicciones, con tus prejuicios de lector. Mejor dicho: no juega, los pone a prueba. Y sí: sus cuentos terminan siendo una (auto)crítica feroz y hermosa de cualquier ideología, de progres y conservadores, de izquierda y de derecha. Acabamos queriendo a los personajes que odiábamos y viceversa: encontramos nuestra desgracia, nuestras contradicciones, en los personajes amados.

Nadine logró lo que buscaba cuando conoció a Es’kia: decir lo indecible.

 

V

Digamos que se llama Moisés, porque ese nombre se quedó en mi memoria y me duele no estar seguro. Digamos que se llama Moisés el hombre que estaba apoyado contra el pretil del fregadero y que ahora trae la charola del té: earl gray.

–Muito brigado.

Y Moisés sonríe: Nem diga. Nadine me había dicho que Moisés no hablaba inglés, que era de Mozambique y que habría de sentirse solo por no tener con quien hablar: que platicara con él. Y platicamos. Hablamos en lo que nos da nuestro portuñol: de Mozambique, de las playas del Índico, del montón de implementos que están en la charola del té y que yo no tengo la más remota idea de cómo usar. Eu Tampouco. Y nos reímos. Él es de café y yo también.

Habremos conversado, a lo más, cinco o diez minutos.

Pero cuando Moisés se fue, los ojos de Nadine estaban llenos de lagrimitas.

–Muchas gracias, lo has hecho feliz, muchísimas gracias.

Tomamos el té. Mejor dicho: Nadine me explica cómo usar los implementos y tomamos el té.

Cuando voy de regreso a Pretoria, por la autopista, no puedo dejar de sonreír: “los unos a los otros es lo único que tenemos, el sentido de ser humanos entre otros humanos más allá del trantrán de la vida”. Mirando a Nadine, parece tan fácil ser buena persona, ser congruente con lo que uno dice y lo que uno hace, empezar la revolución en casa. ¿Cuántos “progres” son tremendamente racistas en la práctica? ¿Cuántos intelectuales que hablan de igualdad y paz tratan con la punta del pie a meseros y choferes, por no hablar de los empleados domésticos? ¿Cuántos procuran la felicidad de los que están ahí, en casa, y no son familia?

“Si pudiera creer sería un consuelo, sabría que volvería a ver al amor de mi vida”, me dijo. Y me queda claro que puede haber una ética sin entidades metafísicas ni ideologías radicales.

Un año después, cuando escribo esto, me siento como personaje de sus cuentos: fui a Sudáfrica para entablar puentes culturales y soy incapaz de recordar el verdadero nombre de Moisés. Pero recuerdo los cactus y el pino de su casa, tal como en casa de mi abuela. Y me pregunto si en este mundo hay más gente como ella.

Debe de haberla.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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