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Guadalupe Correa-Cabrera

05/10/2020 - 12:03 am

Contra el Neoliberalismo

Los progresistas también se dicen socialistas, pero no parecen entender al socialismo como lo entendía yo en los ochenta, los noventa y en la primera década de nuestro siglo veintiuno.

Ahora los jóvenes tienen otras banderas y priorizan otras batallas. Foto: AP.

En la columna de hoy discuto muy brevemente una idea que deseo plasmar en trabajos posteriores y que analizaré con mucha mayor profundidad en el futuro próximo. Me parece interesante analizar la utilización del término “neoliberal” y las actuales críticas al denominado “neoliberalismo” por parte de actores que se auto-identifican como de “izquierda”, progresistas, anti-capitalistas o anti-sistema. En fechas recientes, como nunca antes, hemos escuchado o leído artículos y opiniones de académicos, comunicadores y actores políticos criticando fervientemente al neoliberalismo. En realidad, pareciera ser que algunos no comprenden bien el significado del término y que otros lo utilizan para sus fines—por estar de moda o por ser el enemigo abstracto de lo políticamente correcto.

En las universidades y en el discurso público parece surgir un nuevo consenso entre algunos sectores y e incluso entre las élites (políticas y económicas) para promover la diversidad sexual, el anti-racismo, el feminismo y otros movimientos identitarios que intentan supuestamente reivindicar a las minorías y luchar contra las estructuras represivas. Estos movimientos son de naturaleza variopinta, pero coinciden, en su mayoría, con un desprecio y una crítica fundamental al que llaman neoliberalismo, y al cual no logran definir concretamente. Pareciera ser que hoy muchos actores que parecen no tener mucho en común, se levantan en armas contra el modelo neoliberal. Este me parece problemático por las razones que esbozo a continuación.

He de confesar que, por varios años y hasta por décadas, fui una de esas personas que constantemente hacía críticas a ese orden neoliberal abstracto que representaba para mí—y creo que para muchos otros—un sistema basado en la explotación del trabajo de los pobres y que ensancha crecientemente la brecha entre los dueños del capital y las minorías económicas en un mundo globalizado. Escribí, hasta hace muy poco, varios artículos y opiniones centrando mis críticas en la desigualdad y la injusticia que provocaron las reformas económicas estructurales diseñadas en el seno de la arquitectura financiera internacional y avaladas por el Consenso de Washington. Para mí, y para muchos otros, el denominado modelo neoliberal significaba la defensa a ultranza de las políticas de libre mercado y la ausencia de regulación a las empresas por parte del Estado. El apoyo total a la libre empresa o los mercados, significaba para mí la opresión y explotación de aquellos que no eran dueños del capital. Entre el mercado y el Estado, yo apoyaba una mayor presencia del segundo como contrapeso.

En realidad, yo era—y creo que sigo siendo—una de esas personas que apoyaba un modelo económico distinto que promoviera la redistribución del ingreso y hasta pensaba que la lucha de clases debía darse para desaparecer al capitalismo, lo que daría lugar a un mundo más igual. En otras palabras, respaldaba fuertemente la idea de un mundo más igual, más próspero y más feliz para todos. Nací y crecí en la llamada Guerra Fría, cuando la pugna se daba entre dos naciones hegemónicas que se dividían al mundo en dos bloques, y donde había dos opciones de modelo económico: el capitalismo y el mal-llamado comunismo (o, por algunos, socialismo). Fui a la universidad y mi carrera profesional comenzó desarrollándose poco después de que cayó el muro de Berlín. Había triunfado el modelo estadounidense capitalista y, en un esquema de globalización que profetizaba el Fin de la Historia, la democracia y los libres mercados parecían consolidarse como las únicas opciones plausibles para extenderse a todos los países del mundo.

Y entonces muchos nos resistíamos a que fuera así y criticamos fervientemente el modelo dominante en ese tiempo en pos de un mundo más igual. Presencié el avance de China y el despertar de Rusia después de que pierde la Guerra Fría, pero no le presté importancia al despertar de estos gigantes que una vez fueron imperios. Estuve más al pendiente de criticar al “capitalismo yanqui”, que yo denominaba neoliberalismo, y a sus efectos nocivos en América Latina y en el mundo en desarrollo en general. Critiqué hasta el cansancio el Consenso de Washington y me indignó el papel de los especuladores en las crisis financieras de los noventas en las economías llamadas “emergentes” y en la crisis estadounidense de 2008—cuyos efectos contagiaron al resto de las naciones del Tercer Mundo.

El mundo ha cambiado vertiginosamente y yo ya no soy joven, sino un adulto perteneciente a la denominada Generación X. Ya no estamos en la era de la post-Guerra Fría y ahora los jóvenes tienen otras banderas y priorizan otras batallas. El ambientalismo, el feminismo, el indigenismo, la defensoría de migrantes, las luchas por la diversidad sexual, el movimiento antirracista y formas variopintas de lo que denominan algunos “anarquismo”, son las expresiones de lo que hoy se considera la izquierda. Y ahora ser de izquierda es equivalente a ser “progresista” y apoyar fervientemente las luchas identitarias, las fronteras abiertas y la batalla contra el calentamiento global.

El enfoque de las luchas de la izquierda del pasado era ciertamente distinto. Hablábamos entonces de lucha de clases, de procesos estructurales y de igualdad material. Lo que parece mantenerse—más solo en el discurso—es la crítica de los que se denominan de izquierda contra el llamado neoliberalismo. Pero ahora este término parece tomar otro sentido. De forma aparentemente contradictoria, los valores de los progresistas anti-neoliberales parecieran estar irónicamente más cerca de lo que los estadounidenses entienden como “liberalismo”. Este concepto en la Unión Americana se relaciona con la izquierda y se fundamenta en la libertad e igualdad en el ámbito social (dos términos relativamente incompatibles en los esquemas de política económica para los Boomers y los GenX). Es decir, nuestros jóvenes de izquierda hoy en día apoyan la libertad de decidir sobre su cuerpo, los derechos civiles, la igualdad de género y la diversidad sexual. A veces llegan al extremo de promover la lucha entre los sexos, la lucha entre las razas, las luchas anti-sistema y exigen se devuelva a los pueblos originarios la tierra robada.

Los progresistas también se dicen socialistas, pero no parecen entender al socialismo como lo entendía yo en los ochenta, los noventa y en la primera década de nuestro siglo veintiuno. Ahora los socialistas (principalmente los estadounidenses) no propugnan la lucha de clases como elemento fundamental, sino que centran su atención en batallas específicas como el seguro médico universal o la condonación de préstamos universitarios. Y la batalla más férrea de los nuevos socialistas de países desarrollados parece ser el ambientalismo que se corona en un nuevo acuerdo verde global (Green New Deal). De hecho, cada vez los jóvenes progresistas de todo el mundo se parecen más entre sí; y el modelo de sus luchas se encuentra en el mundo desarrollado (en Estados Unidos y Europa en particular).

Ciertamente, nuestros jóvenes anti-neoliberales están en contra de la explotación material, pero parecen centrar sus luchas en las deudas históricas (raciales y con los pueblos originarios), en la protección al medio ambiente y en una especie de marxismo cultural. Por su parte, otros actores aparecen también esgrimiendo la bandera anti-neoliberal, aunque sus acciones contradicen los postulados de sus declaradas ideologías. Alguien que es anti-neoliberal, según lo que yo entiendo, estaría en contra del capitalismo o del orden liberal. ¿A qué me refiero? Muy brevemente (y sin discutir la teoría y los autores a profundidad), el liberalismo propugna como valor fundamental la libertad y uno de sus principales exponentes es Adam Smith. El liberalismo clásico se fundamenta en el individualismo, la propiedad privada y la igualdad ante la ley. El liberalismo económico se apoya en la economía de mercado y se resume en la expresión francesa laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar). Por su parte, el liberalismo social se centra en la libertad individual, que no es incompatible con la justicia social. Lo que me queda muy claro es que la piedra angular de este concepto es la libertad.

El problema es que el uso del término neoliberalismo—que se supone deriva del termino liberalismo—llega a ser algo confuso. Muchos lo usan como lo usé yo, es decir, como una crítica al capitalismo o a los abusos del gran capital. No pienso que esto haya estado tan mal, pues criticar al neoliberalismo sería igual que criticar a una especie de liberalismo “nuevo”, es decir, a los libres mercados que, sin ser regulados, promueven la explotación del asalariado y benefician a los dueños del capital. Sin embargo, el uso del término se degenera y empieza a perder su sentido.

Ahora resulta que muchos de los estudiantes del ITAM (cuna del pensamiento neoliberal y la tecnocracia mexicanos) se definen como progresistas y anti-neoliberales. También sorprende que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se presente como anti-neoliberal y se declare triunfante sobre el neoliberalismo cuando firma y defiende a toda costa un T-MEC, donde se aceptan todas y cada una de las reglas del libre comercio impuestas por el gran capital de Norteamérica. Por su parte, personajes como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortés proponen un Green New Deal que finalmente beneficiará con creces a los capitalistas verdes. De hecho, Greenpeace nombra a Apple la tecnológica más verde del mundo. Por su parte, los jóvenes anarquistas que luchan contra el fascismo y los gobiernos represores neoliberales, se comunican y comunican sus mensajes a través de las redes sociales y tecnología de punta que fue desarrollada en Silicon Valley.

Pero en este nuevo contexto, me queda claro que los jóvenes de izquierda de hoy en día no son completamente anti-liberales; ellos apoyan el liberalismo social. Por su parte, López Obrador apoya a los grandes empresarios de su país y parece, en la práctica, ser partidario del liberalismo económico en el marco del T-MEC. Finalmente, los estudiantes del ITAM apoyan las luchas identitarias desde la comodidad de su privilegio—sin cuestionar al capitalismo que permite a sus padres pagar sus colegiaturas.

Vivimos tiempos raros, de desinformación y grandes contradicciones. Ahora resulta también que los especuladores que se enriquecieron ofensivamente destruyendo los sistemas financieros de las economías emergentes y que dejaron en la calle a muchas personas de países subdesarrollados en la década de los noventa se convierten en benefactores del mundo y filántropos de izquierda que promueven la ideología de género, el derecho al aborto, la diversidad sexual, el antirracismo y las sociedades abiertas. Esto me genera una tremenda desconfianza, pues aunque las causas que promueven parecen ser loables, yo veo a un mundo cada vez más dividido, menos libre, más intolerante, en el que avanzan los oligopolios, desaparecen las pequeñas y medianas empresas y avanzan los intereses de estos filántropos que financian actores que se dicen “anti-neoliberales”.

Los especuladores en la post-Guerra Fría se volvieron filántropos y ahora apoyan con cuantiosos recursos a los movimientos de izquierda moderna y al marxismo más bien de tipo cultural de la Escuela de Frankfurt. Traerán quizás al Estado de regreso en un nuevo orden que no conoce fronteras, formando tal vez parte de un nuevo acuerdo anti-neoliberal que mina libertades y acaba con la libre empresa en beneficio de los grandes oligopolios transnacionales (los bancos, la industria farmacéutica, las empresas de telecomunicaciones, las compañías productoras de energías sucias y verdes, las grandes cadenas de hoteles y restaurantes, etcétera). En otras palabras, la lucha anti-neoliberal y una especie de revolución cultural que promueve el totalitarismo identitario, traerá posiblemente de regreso al Estado que ahora resultará el benefactor de los grandes oligopolios transnacionales. Así, en ese nuevo contexto, y con el objetivo de defender mis libertades en un mundo que se vuelve cada vez más desigual materialmente, he decidido dejar de luchar contra el fantasma del neoliberalismo y prometo—con el objeto de no confundir y no confundirme—no volver a usar el término.

Guadalupe Correa-Cabrera
Guadalupe Correa-Cabrera. Profesora-investigadora de Política y Gobierno, especialista en temas de seguridad, estudios fronterizos y relaciones México-Estados Unidos. Autora de Los Zetas Inc.

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