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Tomás Calvillo Unna

05/09/2018 - 8:28 am

Relato 5

Eso era lo único que decía del otro lado de la puerta, con su voz aguda, casi chillona.

El jardín nocturno. Pintura Tomás Calvillo Unna

Para Damián que prefirió irse al sur
a la noche de sus montañas,
temerario de sus lealtades.

-¡Déjenme en paz!-. Eso era lo único que decía del otro lado de la puerta, con su voz aguda, casi chillona. Y a mí me quedo claro desde entonces que las puertas pueden ser eso, la separación de dos mundos, incluso del infierno y del cielo. O si no se quiere ser exagerado, es la medida de la distancia entre el día y la noche.
Emilio eligió quedarse ahí, encerrarse y no responder nada, solo repetir hasta el cansancio, “¡déjenme en paz!”.

Se encerró en esa habitación, como si se pudiera enterrar en un hoyo en medio de la casa de huéspedes donde vivíamos. Pepe “el tampiqueño” compartía con él ese cuarto y por esa circunstancia tuvo que emigrar a la sala donde el sofá se le adaptó como cama; él tenía una hipótesis de lo que sucedía. Pepe estudiaba psicología en la reciente facultad abierta de nuestra alma mater. -Lo que pasa con Emilio se llama decepción decimonónica- afirmó. -¿Qué diablos es eso?- le inquirió Martin otro huésped proveniente de Culiacán, que cursaba el primer año de ingeniería. -Algo común…- respondió Pepe, -… le hirieron el corazón, y fue una estudiante del Motolinia-.

-No exageres Pepe, Emilio no es tan clavado, más bien anda buscando en lo ascensos como alpinistas sus anhelos. Emilio hace eso, subió al Popocatépetl, sólo para mostrarle a esa chica de nombre Aurora, de lo que es capaz- respondió el proyecto de psicólogo como le nombraba Martin en secreto.

-Ella lo ha despechado por quinta ocasión, es decir ya perdió toda esperanza.
¿Y cómo podemos, según tú, cambiar el curso de la historia para que nuestro querido y admirado amigo retome el sendero de la vida?, – le inquirí con cierta premura. -Lo mejor es dejarlo solo toda la tarde de hoy y ya en la noche tratar de llevarlo a pasear a la Alameda-. -¿La Alameda?- interrogó Martin, -no se va subir a la rueda de la fortuna, ni a los caballitos, ¿qué pretendes?.

-Llevarlo a la esquina donde está el tiro al blanco, a la vuelta-.

-Ya entiendo-, les dije, -quieres que se vaya por el sendero de los perfumes y siluetas-.

-¡Exacto!. Yo me encargo de todo, sólo necesito que me ayuden a que salga a las 8 en punto, mientras hago los arreglos necesarios-.

Pepe está escribiendo su tesis sobre la zona roja de nuestro apreciado centro histórico: La prostitución como cura del dolor profundo o el descubrimiento de la resurrección, así ha intitulado su trabajo.

A las 7:45, me acerqué a la puerta, como se nombraba ya el cuarto donde Emilio procesaba su existencia, el culto y antiguo dilema de ser o no ser…Toque con los nudillos de mi mano derecha, con cuidado y finura, y escuche un “-¿Sí?-” en voz baja, como si alguien hubiera estado esperando.

-Emilio, vamos a dar una vuelta al centro, en específico a la Alameda-.
No respondió , pero no había pasado medio minuto, cuando se abrió la habitación y su figura larga y delgada con bufanda verde al cuello y un sombrero pardo de lana, apareció y solo dijo: – Vamos, ya estoy listo-.

Pepe, Martín, Emilio y yo caminamos en silencio unas cinco cuadras hasta llegar a la feria y sus juegos mecánicos, fuimos al puesto de los rifles de aire para apuntar a la fila de pequeños animales de aluminio. Ahí Pepe con cierta solemnidad, nos dijo: -los veo mañana para desayunar juntos,- mientras tomaba del hombro a Emilio y lo conducía por un callejón, conocido por muchos como el desquite o desquinto.

A la mañana siguiente, muy temprano, me encontré a Pepe en la cocina preparándose un café y solo me dijo: -Para algunos se trata de un salto al vacío esta iniciación de los cuerpos. Debería de ser más natural y sencilla, pero demasiados pisos de errores civilizatorios nos estrujan-.

-Que frase tan pesada- le dije -hay que buscar una mejor metáfora para un drama que muchos no terminan por resolver-.

Pepe respondió: -Ya está el café, y esta vez le pondré una cucharada sopera de azúcar ya es hora de que Emilio desencaje su quijada y aprenda a reírse de sí mismo-.

-Ya te oí Pepe… – rechinaron las palabras del aludido que se quedó al umbral de la cocina, -…. si quieres ponle dos cucharadas porque me levanté con una cruda moral que no me la acabo y la imagen de la virgen tatuada en su pecho izquierdo, como un altar frente a mis párpados rendidos a la diosa tierra; ternura y fuego, en la desvalijada alcoba de ruidosos resortes junto a un tanque de gas-.

-Sin remedio, literario el amigo siempre-, dije en voz baja, y rápidamente el “Válgame dios” en voz alta. Pepe aprovechó para darle una palmadas a Emilio en su hombro izquierdo, y agregó: -No te enredes más mi buen Emilio, solo fuiste a la feria, y anoche el diablo hasta roncó de tanto milagro-.

Antes de despedirme para ir a la escuela escribí en una servilleta: “La normalidad es una ilusión necesaria para no enloquecer”; y se la entregué a quien imaginaba que podría llegar a ser un excelente abogado a pesar de su verde bufanda y sus fulgurosos versos.

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