Disrupción amorosa

05/08/2017 - 12:00 am
La disrupción, pensé, son ella y él con su airosa pasión de gruñidos y ternura en medio de esta ciudad que a pesar de todo y de tanto, sigue siendo un lugar para el amor. Foto: Tomada de la red.

Aullaba y gruñía como animal en celo.

Del otro lado del camellón, ella le contestaba hipando, resoplando y soltando una filípica que costaba entender cabalmente pero era posible deducir un largo reclamo amoroso.

Él, desdentado, con un zapato negro y el otro de un color indescifrable, con la piel manchada como madera que no ha resistido bien las lluvias y un buen humor de manicomio, suplicaba perdón de todas las formas posibles.

Y ella que no, que no; toda desbordamiento de carnes, con el redondo cráneo como si se hubiera arrancado el pelo a mechones por mandato del desapego hinduista, las mejillas sucias y una sonrisa de niña que se alineaba desde las comisuras de los labios a sus ojitos infantiles.

Calcularles la edad era imposible, lo mismo podrían tener treinta años que dos siglos, así se ven las personas que viven en la calle.

Mentiroso, vete con ella. Mentiroso, vete con ella… repetía como una máquina averiada. Cada cual arrastraba una bolsa de plástico negra con su respectivo patrimonio de vagabundos.

Esa fue la primera vez que los vi, en la calle de Durango en la colonia Roma. Yo caminaba en medio de los dos como si fuera transparente porque mi presencia, por fortuna para mí que no podía dejar de espiarlos, les importaba un carajo.

Avanzamos así unos metros hasta que él, con cierta violencia, decidió cruzar al lado de la acera de ella y pasó junto a mí dejando en el aire un tufo a amoniaco, a orina, a incontables capas de grasa rancia sobre el cuerpo.

Ella hizo amago de echar a correr pero se detuvo, lo miró brevemente y lo abrazó con tal ternura que por nada les pido que me hagan un huequito en el abrazo.

Se rieron, dijeron algo que no entendí, se besaron. Luego él cargó el bolsón de ella y siguieron andando.

Sobre la misma Durango volví a verlos dos veces más. Sentados en una banca y comiendo chilaquiles de un platito desechable, otra vez los reconocí dormidos, acurrucados entre sus bolsas y un montón de cartones.

Hasta que cayó la maldición del tramo en obra y destriparon la calle durante meses para que todos pudiéramos atestiguar la teatral eficiencia de nuestro impresentable delegado.

Entonces se mudaron al camellón de Alfonso Reyes, pasé cerca de ellos una tarde que estaban fumando.

Y ocurrió lo mismo. Obra pública, presupuesto que requiere ser justificado, la calle eviscerada por completo. Y así sigue, rota, intransitable, como escenario de posguerra en medio de las lluvias.

Tenía nueve meses de no coincidir con ellos hasta esta mañana que los vi mientras esperaba con la luz roja de Thiers en Polanco. Ahí estaban, agremiados con los vendedores del semáforo. Un pregonero de cartones gigantes de lotería, otro de alegrías y palanquetas, el tercero ofreciendo cargadores de teléfono, y uno más vendiendo agua embotellada de la marca que convierte a las mujeres en hadas incorpóreas del reino de las flacas.

Mis enamorados circulaban entre ellos, ayudando a pasar la mercancía.

A la izquierda del grupo tres espectaculares se recortaban contra el cielo del mediodía creando un paisaje de conjunto irónico, quizá ridículo. Uno de los espectaculares anunciaba en inglés: Be disruptive: Digital Business Education, otro invitaba a la exposición de Andy Warhol junto a la emblemática sopa Campbell’s; y, atravesado por la telaraña del desastroso cableado público, se promovía el vuelo directo a Roma con la aerolínea más impuntual del mundo.

Indiferente a esos pendones de la cultura y el éxito, rascándose la cabeza calva, ella levantó la mirada con tanta fuerza que habría podido partir en dos el mar metálico de automóviles. Por un segundo creí que me veía, no: lo miraba a él, que saltando regresaba de entregar dos botellas de agua al vendedor que a su vez corría para alcanzar a un conductor tres autos adelante.

Solté el freno y eché una última ojeada al espectacular en inglés: Be disruptive… cómo han emparentado una palabra tan sísmica, tan sin aliento, tan antes y después con los negocios digitales. Suspiré.

La disrupción, pensé, son ella y él con su airosa pasión de gruñidos y ternura en medio de esta ciudad que a pesar de todo y de tanto, sigue siendo un lugar para el amor.

@AlmaDeliaMC

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