No sabemos si hay muchos o pocos genios en México. Sólo sabemos de aquellos que conocemos y de ellos queremos hablar. Jaime López es un genio. Decirlo así, tan tajantemente, tiene una verdad tajante: las miles de canciones que ha hecho desde que nació un poco más de 60 años allá en Matamoros, Tamaulipas.
Lo conocí hace 18 años, en el Café de Nadie. Yo recién llegaba, dolida por una ruptura, dispuesta a absorber mi nuevo país y mi nueva vida. Ya había escuchado un casete que tenía “Alma de tabique”, que me conquistó y se lo dije.
“Claro, te tiene que gustar porque es un tango”, dijo Jaime.
Estaba en esos momentos haciendo un homenaje a Xavier Villaurrutia y era ese otro descubrimiento mío: “y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura” y juntos –Jaime y Xavier- fueron dos causas de que me adhiriera a México al que ahora estoy tan adherida.
La vida quiso que lo viera muchas veces, incluso que me convirtiera en una amiga no cercana pero sí con confianza para compartir alguna fiesta o algún partido internacional en casa de un amigo común: Alonso Arreola.
Cada tanto me alegraban o me entristecían las canciones de López y cada tanto yo acertaba a “descubrir”: Jaime es un genio.
El otro día fui a verlo, casi por casualidad, al 61, un sitio hermoso que hay sobre la calle Fray Servando Teresa de Mier y las más de dos horas de concierto me hicieron caer en la cuenta de lo mucho que entrega Jaime en el escenario.
¿Hizo falta un baterista, un percusionista, un guitarrista? Tal vez sí. Pero a la falta de instrumentos, Jaime, vestido de negro (pantalón y chaleco prendido), con una guitarra y su voz, un poco más aguardentosa que el casete que yo tengo, recorrió muchas de sus canciones, entre ellas las conocidas “Corazón de cacto” o “A la orilla de la carretera”.
Toda la gente encendida mirando a Jaime López. En la certeza de saber que estaba frente a un genio. No sé si hay muchos o pocos genios en México. Él es uno y cuánto para gozar todavía.
