Mirar las copas de los árboles mientras ocurre la venganza: Jaime Mesa y L.M.Oliveira

05/05/2018 - 12:04 am

“La vida está llena de fracasos y debemos saber enfrentarlos, pero más aún, creo que debemos volver a jugarnos el pellejo por defender aquello en lo que creemos, igual que hacían algunos monjes como Luis de Cáncer”. Jaime Mesa entrevista al autor de El oficio de la venganza, dos escritores en verbo encendido.

Por Jaime Mesa

Ciudad de México, 5 de mayo (SinEmbargo).- Es fácil reconocer a Luis Muñoz Oliveira en cualquier lugar. Su voz rasposa y festiva, su gorra de los Diablos Rojos del México, su barba gris y, sobre todo, que siempre está rodeado de gente que lo quiere o que disfruta de su compañía. Es un extraordinario narrador oral, confronta, atisba, en dos argumentos puede sintetizar la realidad actual y la del siglo XVI. Es profesor de filosofía en la UNAM, ensayista con dos libros de este género publicados pero, sobre todo, es uno de los novelistas más interesantes hoy. Su voz ha decidido contar una voz casi íntima que nace en la Ciudad de México, sobre todo en colonias como la Condesa y la Roma y que se dispara hacia los más diversos rincones de México y de otros países. Es un autor cosmopolita y no costumbrista. Le interesa el mundo aunque parte de la CDMX.

La editorial Alfaguara le ha publicado la que es su cuarta novela. Se nota la serenidad, la madurez, de alguna forma, la síntesis brutal de sus anteriores trabajos. Además, anuncia varias obsesiones que prefiguran los libros que vendrán. Todo mundo dice, y dirá, que El oficio de la venganza habla de la venganza. De alguna forma a mí me parece que sólo es un riel para la locomotora potente que transporta otros y diversos temas.

Para hablar de esto nos reunimos hace unos días a tomar Matarromera y un estruendoso Casu marzu (queso podrido) para competir con Aristóteles Lozano y su enorme mundo interior.

Se nota la serenidad, la madurez, de alguna forma, la síntesis brutal de sus anteriores trabajos. Foto: Especial

Pienso en una serie de libros a los cuales soy adicto: de aventuras en las que un personaje, con todo en contra, se afana y a través del físico y el intelecto triunfa. Digamos: Robinson Crusoe, El conde de Montecristo. Alivian el tedio de la rutina, por decir algo. Quiero dejar para otra pregunta la elección de la estructura y no tocarla acá pero sí los distintos temas y asuntos que componen El oficio de la venganza. Me da mucha curiosidad porque todo parte de un asunto cotidiano (un engaño, una estafa), más bien tedioso, de alguien de la colonia Roma en la Ciudad de México que aún lee libros, que es medio sibarita, que vive de sus rentas, que tiene tiempo para ir a la mayoría de eventos literarios que hay en la semana. Pero de esa aparente nada la novela se convierte en una historia de aventuras, en una guía de viaje refinado, por distintos estados de México y países; juega con la inclusión de una novela de la que imaginamos (¿o leemos?) fragmentos y, a la manera de Petronio (pienso mucho en el Satiricón y en sus dos pícaros cultos que tiene como protagonistas) y luego Cervantes comenta “cuentos” o historias medio aisladas como la del gran Cabaca o la del fraile dominico Luis de Cáncer.

¿Por qué el tedio produce esos sueños? ¿Por qué la ira de un simple burgués apocado deviene Aleph que es roadmovie, compendio de relatos, clases de historia y arte e, incluso, pequeña biografía de la construcción de un pícaro como el protagonista Aristóteles Lozano? Refino la pregunta que es la misma: ¿Qué esconde el tedio y la abulia de la sociedad actual? El aguijón de tu novela está clavado ahí.

–Sin duda El oficio de la venganza remite a los libros de aventuras, porque la búsqueda de venganza, en este caso, es una aventura. Además, traes a colación a Cervantes y a Petronio, pero recuerda que el propio conde de Montecristo está estructurado como una serie de “historias” o pequeñas aventuras que luego conforman el todo. Como dices, ya luego hablaremos de la estructura pero creo que sumar historias aparentemente desvinculadas es en parte copiar la estructura de la vida. Lo falso es una estructura absolutamente lineal y perfecta que comienza cuando naces y termina cuando mueres. La vida no es lineal, porque no sabemos de qué se trata nuestra historia, la buscamos divagando. Por otro lado, me parece que el tedio es el lugar perfecto para la aventura, igual que la guerra es el mejor lugar para hallar paz: Edmond Dantès, antes de ser Montecristo, es un marinero con una vida muy bien encaminada y feliz. Tom Sawyer pinta bardas y va a la escuela, Jim Hawkins, en La Isla del tesoro, trabaja en una posada sin que pase nada. Hasta que un suceso lo revoluciona todo y comienza la aventura. La vida de Aristóteles Lozano, el personaje de El oficio de la venganza, también está bien acomodada, hasta que aparece Cristóbal San Juan y la revoluciona. Y es que Aristóteles descubre que su vida, como está y quizá como estaba, no tiene sentido. La venganza se lo da. No me parece que la novela se convierta en una guía de turismo gourmet, una novela Michelín. Más bien sucede que Aristóteles viaja a varias ciudades, pero no vemos recorridos especialmente detallados. Es parte de la aventura.

Jaime Mesa y Luis Muñoz Oliveira, en uno de sus tantos encuentros. Foto: Cortesía

–Insisto en este punto. En apariencia calificar una novela como “guía de viaje refinado” o “turismo gourmet” daría una mala impresión. No es mi propósito. Pero no puedo dejar de pensar que el carácter de tu protagonista, Aristóteles Lozano, se vislumbra o se completa en esas zonas de tu novela, durante la persecución (recordemos que dura mucho tiempo) en donde hay pausas entre pista y pista y Lozano tiene tiempo libre. Ese tiempo libre le da un respiro: “ante el miedo y la indecisión, quise comer, tomar vino”. O luego: “Es decir, no sólo me dolía el abandono, no podía dejar de imaginarme a Cristóbal montado sobre mi mujer y eso me encelaba. Decidí que quizá era buena idea salir y comer para tratar de despejar mi cabeza y alejar esas imágenes de ella, así que fui a mi restaurante preferido, pedí vino y espaguetis”. Debemos aceptar, quizá sea una mala costumbre, que la literatura nos ha acostumbrado a los extremos, a lo radical. En lugar de que tu personaje llegue a un bar o se encierre a beber o a reventar la obsesión en un cuarto de hotel, sale serenamente al mundo, a la calle. Lozano va a un café o a un pequeño bistró, pide “agua con gas” y carpaccio, fideuá, “vino y espaguetis”, “embutidos, aceitunas, quesos y pan” o una salchicha con mostaza picante en el Wrigley Field de Chicago. Te cito: “La comida me llevó a soñar con la venganza, no es necesario ser mala persona para disfrutarla. Estoy convencido de que cobrarse las afrentas proporciona su lugar al honor”. No quiero sonar como un necio, pero sin estos momentos, que figuran como si un menú o una lista de platillos mental fueran un mapa de guerra o unas coordenadas para un bombardeo, no habría un personaje completo. Te vas a burlar pero se me antoja, como sé que a muchos otros lectores, recorrer los lugares que menciona Aristóteles Lozano mientras leo la novela. Los recorridos no tienen mil aristas o pormenores pero sí son detallados en cuanto a la sabia elección de un par de ellos que revelan un punto. Tu novela está llena de color local. ¿Sigue sin ser importante para ti?

–Ese es un punto importante: ¿cómo lograr transmitir el color local con dos o tres pinceladas? La comida, y los lugares donde alguien puede pasar un rato, son importantes. Por eso Aristóteles come montaditos en un famoso lugar de la Rambla de Catalunya, en Barcelona; ve con detenimiento una estatua de Bernini en la galería Borghese, en Roma. Como dices, se come un hot dog en el Wrigley Field, en Chicago; mira la catedral de Morelia desde la terraza de un hotel y toma agua con gas; se bebe unos tragos de vodka en un restaurante de Isla Mujeres. Así, tienes razón en que escogí ciertos lugares para pintar y hacer sentir los distintos sitios que visita Aristóteles. Donde discrepo es en la idea de guía gourmet, y creo que la diferencia está en que el personaje no se regodea en los sabores, ni los describe, cito un ejemplo, justo en la Rambla: “Me saludó como si nunca hubiera pasado nada. Se sentó y pidió una clara y unos montaditos”. Es todo. Una guía gourmet nos diría de qué son, seguramente serían de un jamón pata negra. Y se deleitaría en detallarlo.

–Me ha parecido que tu mirada de novelista recupera, en cuanto a asombro, curiosidad, y conocimiento del mundo algo que se había perdido en esta época de novelas monotemáticas. Tu mirada, aclaro, no es enciclopédica ni lo quiere ser. Es la de un niño que todo lo mira por primera vez. Me recuerda a Dumas, Stendhal, Daniel Defoe, a Robert Louis Stevenson. Esos autores que se aventaban, con conocimiento de causa pero con la inocencia que aún les da el enigma del mundo, a explorar. ¿Tu escritura acá fue exploración? ¿Qué sangre cruza las venas de esta novela?

–Corre la sangre de la novela de aventuras, sin duda: Dumas, Stevenson, Kippling. En la búsqueda corren también Los detectives salvajes de Bolaño, por dar un ejemplo. Y tiene otra vertiente, la búsqueda del sentido de la vida de El corazón de las tinieblas de Conrad o de Silencio de Endo. Es decir, es una novela con muchos niveles: el viaje de la venganza, la mofa, la búsqueda de sentido. Y ojo, escogí lugares en los que he estado varias veces, quizá de ahí que se pueda palpar algo de conocimiento de causa, más que enciclopédico. De hecho, déjame contarte algo, quería que Aristóteles fuera a Estambul, pero no me animé a recrearla, con todo y que estuve unos días en esa hermosa ciudad. Pero justo, como te decía antes, no hallé como pintarla con unos pocos trazos y no quería explayarme. Si bien la novela llega a muchos puertos, me esforcé por evitar cualquier coqueteo con la pedantería.

–Tienes razón, tu protagonista es todo menos pedante. Cae bien e interesa genuinamente. No se regodea.

Aquí con otra narradora espectacular: Fernanda Melchor. Foto: Cortesía

EL NARRADOR PERSONAJE: ARISTÓTELES LOZANO

Precisamente me interesa mucho la mirada de este narrador-personaje que es Aristóteles Lozano. Pero, antes: ¿Por qué “rodear” o “exponer” la realidad en tu novela o de tu novela con tantas capas que forman la estructura? Hallamos la historia de Lozano, dividida (de manera aleatoria) en vida burguesa, vida cultural (con guiños y críticas fuertes al medio literario), vida amorosa, vida traicionada; breves historias de: la evangelización en América; fragmentos de la novela inédita y perdida de Tristana Niebla; guía ambulante de comida y lugares de viaje; relatos dentro del relato como la de “Los Divinos”, como la de Cabaca, como las de Julieta, la novelista joven, como las de las estafas y venganzas que emprende el “antagonista” Cristóbal San Juan. En fin, hay una historia central: vida y venganza de Aristóteles Lozano que inicia In medias res y que abre las múltiples digresiones a las causas pero a estas distintas líneas narrativas que, si bien no son accesorias, dan la apariencia de que no existe un solo asunto, una sola cosa. Y me parece que el triunfo de la estructura, los niveles aparecen y desaparecen, a veces, en un mismo párrafo, sin aviso, a veces, pero sin propiciar confusión. La ilusión que se consigue es la de un gran bloque narrativo de una sola veta. ¿Cómo la construiste y por qué pensaste que esta forma de “laberinto expuesto” podría revelar algo? Otra cosa: si bien lo “fragmentario inconexo” está de moda (una moda frágil con densas raíces en los autores latinos, por ejemplo), aunque trabajaste con retazos, lograste, repito, una sola manta narrativa.

–En este caso la estructura es el corazón de la novela que, como bien dices, va y viene en el tiempo. Parte de la historia de venganza y se mete en muchas digresiones. Están ahí para enriquecer al personaje central a través de sus interlocutores. Por ejemplo, la evolución de Cristóbal San Juan, su antagonista, nos deja entender mejor a Aristóteles, que muda de ser un católico sin fe, al misticismo. Lo hace siguiendo los pasos de Cristóbal. La fuerza de la motivación espiritual queda plasmada en la historia de Luis de Cáncer, ese misionero del siglo XVI que va a Florida para llevar pacíficamente la palabra divina. Imagínate la voluntad que hay que tener para emprender esa tarea. Y es que hay un elemento muy importante: Aristóteles está encerrado en una habitación que recrea el interior de una pirámide y pese a estar ahí varios días, no pierde la cabeza ¿por qué? Las digresiones nos ayudan a entenderlo. Por otro lado, también nos explican cómo llegó hasta ahí. En fin, ayudan a construir al personaje. Me preguntas ¿cómo alcancé la estructura?: yo tenía muy clara la ruta del personaje principal y el desenlace. Sin embargo, dos cosas no me convencían: la capacidad de la narración de atrapar al lector y la motivación de Aristóteles para vengarse. Las historias que arropan a la principal no sólo, como ya dije, ayudan a construir los matices del personaje, sino que sostienen el interés del lector y le dan luz a las motivaciones de Aristóteles Lozano. Eso lo conseguí modificando una y otra vez la posición de los capítulos.

–El tema central de tus novelas nunca es la violencia desatada por el narco ni cualquier otra manera de “horror contemporáneo”. Pero, en apariencia, siempre está de fondo. En ese sentido, también es una novela del centro. ¿Me doy a entender? Aparece una mirada tangencial sobre un tema principal hoy en día. Recuerdo que en Por la noche blanca hay una batalla campal, incluso con tanques, por Reforma en la Ciudad de México. Acá hallamos en un capítulo: “‘Más fosas comunes’, titulaba. El México de la última década es un país que se cae a pedazos, parece un glaciar en verano, desmoronándose, ¿cómo vivir tan plácidamente entre tantos cadáveres? El sol estaba radiante y pese a las noticias del rotativo, los vislumbres de la venganza hicieron que sonriera”. Y más adelante una síntesis: “En este país más vale estar siempre presto para escapar: del escudo nacional somos la serpiente, sólo los más corruptos y violentos son el águila. Y serpiente es mucho decir, somos gusanos en un campo despiadado.”

Mi pregunta: ¿esta venganza de Aristóteles Lozano es sólo personal, egoísta o encierra algo más; como la violencia que, aún sin querer se esconde en los narradores del centro?

–Tocas un par de asuntos muy relevantes: el tema de mi novela no es la violencia que ha tomado por asalto a nuestro país, es cierto, pero está presente como nunca antes en mi obra. Se respira la sordidez del México de la segunda década del siglo XXI. Y si lo ves bien, Aristóteles está, de cierta manera, secuestrado, lo que ya es violento en sí mismo. Lo que sucede es que él no es consciente de la gravedad de su situación. Todo esto sucede en Michoacán, que es uno de los lugares que más ha padecido los años violentos. Por cierto, la violencia que flota en la atmósfera de la novela, no sólo es la que desató el narco, la violencia que está en el corazón de mi novela es religiosa. La representa muy bien Luis de Cáncer, pero también la pugna entre los habitantes de Utopía y Nueva Belén.

Pienso en esta frase brutal que escribiste: “El problema de los hippies y de los místicos baratos es que confunden la seguridad que sienten por sus ideas con la fuerza que tienen sus argumentos. Como si creer en algo con vehemencia lo hiciera estar mejor sustentado”. Y esto lo amplío hacia las distintas críticas que hay en tu novela: ya mencioné la que haces hacia México y su corrupción, pero insistes mucho en la observación y juicio sobre el medio literario mexicano: “Hice como si no pasara nada y compré como diez novelas mexicanas del año, para divertirme. La única razón por la que leía a mis contemporáneos era para encontrar de qué reírme. Los comparaba con la ‘literatura de verdad’ y, según yo, ocho de cada diez salían perdiendo. Qué digo ocho, nueve. Luego escribí sendas críticas”.

Aristóteles Lozano es poeta y, también, un crítico de clóset porque escribe con seudónimo. Pero tiene un par de conceptos y revelaciones muy cercanas a lo que desde hace años se ha vivido en México. ¿Por qué le importa a él ese tema del mundo literario y por qué te importa a ti?

La novela se ríe del mundo literario: agentes, premios, listas, traducciones, chismes. Aristóteles es parte del mundillo, pero también es un outsider, y eso le permite mirarlo con mofa y crítica. Y lo mira porque se enamora de la niña de oro de la literatura mexicana. Estando cerca de ella, atestigua su ambición y su hipocresía. Ésta reluce en su manejo de las relaciones públicas, quiere que hablen bien de ella y de sus libros. Es un poco de sal y pimienta para la novela, que no va para nada de eso. Los escritores deberían escribir más y dedicarle menos tiempo a las relaciones públicas, creo.

Como en Resaca, en donde el protagonista se avienta un discurso en el Parque México de la Condesa, acá (el supuesto antagonista) Cristóbal, mucho más teatral y dramático, se envuelve en una piel de cerdo recién trasquilada para predicar en la plaza central, ahora, en un pueblo. Obviamente sé de tu formación filosófica, pero ¿qué representa para ti la figura reiterada del predicador en el mundo contemporáneo?

–Vivimos en un mundo de merolicos. Los merolicos de hoy no necesitan pararse en las plazas públicas, les basta con Twitter.   Pero ahí están. Antes de las redes sociales sólo quedaban las plazas públicas y en ese sentido tanto Pablo, personaje de Resaca, como Cristóbal, en El oficio de la venganza, son personajes de la vieja escuela. No usan redes sociales, pero tienen algo qué decir. Cristóbal es un evangelizador, pretende convencer a las personas de que se unan a su movimiento. También es sacerdote.

Hay un tono sabio y solemne, como extraído de las novelas del siglo XIX, a lo Melville, a lo Dumas: “Hay al menos dos formas de ser: unos amamos la trashumancia, el divagar, la deriva, la vida de río. Y otros sólo quieren dejar de buscar, establecerse, sentar cabeza, comenzar a vivir con los pies bien plantados en la tierra, la vida de árbol”. Esto se puede conectar con mi pregunta sobre el “predicador”.

Pero, además, ya lo he dicho, es un narrador curioso y peculiar, agrego ahora. Sabemos desde dónde está instalado, desde un presente terrible, como prisionero, lleno de espera, tedio y angustia. Sin embargo, de alguna forma mantiene el carácter templado, bajo control. Ya no es un cobarde como lo fue. Tuvo un plan y fracasó, o no sabemos. Pero desde ahí relata varios niveles narrativos. Tiene paciencia y voluntad. Todo eso lo reconocemos por el tono que logra al narrar lo que le sucede. Es una narración en primera persona en presente. Con digresiones que van contando y desglosando ese presente, presentido como infernal. Dices: “Entonces dejé el manuscrito y me levanté, quería mirar las copas de los árboles, planear qué sería prudente y honesto decirle”. Caray, en el siglo XXI, ¿quién hace una pausa para “mirar las copas de los árboles”?

Sí, tu pregunta se conecta con la anterior. Olvidé hablar de los filósofos griegos, los cínicos y los estoicos, por ejemplo. Ellos sabían darle sentido a la vida y “predicaban” en espacios públicos. Aristóteles Lozano, como bien dices, halla una paz y una fuerza que le permiten llevar el encierro con calma. Esa paz la encuentra en Dios: “Dios no es un padre dadivoso, es la fuerza con la que luchas por lo que anhelas, es la enjundia que empuja a la venganza”, escribí. No sé cómo es Dios, pero Cristóbal sostiene que lo encuentras cuando las cosas están en su lugar. Aristóteles, por medio de la venganza, comienza a poner las cosas en su lugar. Y cuando están bien acomodadas no hay lugar para el desasosiego. En la novela aparecen dos personajes secundarios: Caracol y Noche. Ellas también buscan la paz y la encuentran en el presente. Es decir, en el desapego de lo pasado. Ellas y Aristóteles tienen tiempo para mirar las copas de los árboles. Tú también deberías encontrar ese momento, Mesa. Yo lo busco todo el tiempo.

Mi tono no pretendía ser cínico, de ninguna manera. Era una pregunta genuina sin sorna. Pero ya te entiendo, y a Lozano. Quizá mis “copas de los árboles” es mirar beisbol: esa quietud serena que te mira al mismo tiempo que mira al mundo.

Es indudable que muchas lecturas se encaminarán hacia la venganza. Si lo has notado, para mí no tanto. Aunque me queda claro que Aristóteles Lozano lleva a cabo un oficio de la venganza y no es un farsante, es decir: no es una falsa venganza, un plan vacío, me interesa mucho el racimo de temas que vas desglosando, claro, para finalizar con la venganza. Es como si el camino estuviera más florido que la venganza en sí. El protagonista siempre apela a la casualidad, pero también a las señales que se presentan y que o no vemos o que ignoramos: “si hubiera prestado atención a lo que contó aquella noche, seguramente hoy no estaría encerrado en mitad de la nada boscosa y fría de Michoacán”. Me gusta esta contradicción: digamos: la imposibilidad de realizar un plan, cualquiera.

–Claro que se pueden realizar planes, más bien lo que creo es que nunca salen como lo esperábamos. La vida está llena de cosas que no podemos controlar: hay que saber navegar en aguas inclementes y también soportar la calma chicha.

Leo esta frase de Aristóteles: “No sé si hubiera preferido seguir siendo un cobarde feliz o ser el que me trajo hasta aquí, un hombre que sabe lo que importa en la vida, dispuesto a defenderlo”. En tu novela hay un amplio estudio sobre la cobardía, sobre las caídas, sobre el fracaso. Todo esto es motor, leña, para el oficio de Lozano. Pero me parece que ante tanta historia de éxito que nos presenta la cultura contemporánea, hay poco espacio para reflexionar sobre el fracaso. ¿El fracaso, la cobardía, la debilidad de carácter, son síntomas de una enfermedad iniciada en el siglo XX y que en el siglo XXI muestra su real tamaño?

–No sé si la enfermedad de ser cobarde es del siglo XX, no creo. Lo que sí me parece es que “las historias de éxito”, vanagloriarse en Facebook de tu viaje a Machu Picchu, de tu botella de vino española, es una muestra de debilidad de carácter. El inseguro necesita reafirmarse. La vida está llena de fracasos y debemos saber enfrentarlos, pero más aún, creo que debemos volver a jugarnos el pellejo por defender aquello en lo que creemos, igual que hacían algunos monjes como Luis de Cáncer. No hablo de fundamentalismos, hablo de darle el debido peso a lo relevante.

Tu novela es francamente contemporánea. Recuerdo la intención de algunos autores de la Onda de reflejar el tiempo que les tocó vivir, o de otros autores que nacieron y crecieron en la ciudad de México. Cuando los leo, entiendo cómo fue aquel tiempo pero no puedo representarlo en el ahora. ¿Qué me cuentas de este afán de definir y describir un aquí y una hora chilangos? Te digo esto porque parecería existir una ola de reforma, en que la “buena literatura”, o al menos la interesante, ocurre en la frontera o en el norte o en el trópico veracruzano o en cualquier otro lado excepto el centro. Si bien en un momento, ya en declive, atisbamos muchas novelas defeñas. Dice Lozano o alguno de tus personajes: “Pinches chilangos, se creen mejores que nosotros y no lo son”.

–No tengo ninguna intención de que narrar la Ciudad de México sea un postulado fuerte, una postura estética. La uso como escenario porque vivo aquí. Y El oficio de la venganza, precisamente, es una novela sin centro, no podemos decir que “pasa” en la ciudad. No, tiene mucho de viaje y búsqueda y en ese sentido está llena de escenarios, aunque ciertamente la Ciudad de México es uno de los principales. Si viviera en Los Ángeles seguramente ése sería mi punto de partida.

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