LECTURAS | “Bellas durmientes”, el mundo feminista de Stephen y Owen King

05/05/2018 - 12:04 am

En esta espectacular colaboración entre padre e hijo, Stephen King y Owen King nos ofrecen la historia más arriesgada de cuantas han contado hasta ahora : ¿qué pasaría si las mujeres abandonaran este mundo? Ganadora del Premio Goodreads 2017 por Mejor Novela de Horror.

Ciudad de México, 5 de mayo (SinEmbargo).- En un futuro tan real y cercano que podría ser hoy, cuando las mujeres se duermen, brota de su cuerpo una especie de capullo que las aísla del exterior. Si las despiertan, las molestan o tocan el capullo que las envuelve, reaccionan con una violencia extrema. Y durante el sueño se evaden a otro mundo.

Los hombres, por su parte, quedan abandonados a sus instintos primarios. La misteriosa Evie, sin embargo, es inmune a esta bendición o castigo del trastorno del sueño. ¿Se trata de una anomalía médica que hay que estudiar? ¿O es un demonio al que hay que liquidar?

Una fábula del siglo XXI sobre la posibilidad de un mundo exclusivamente femenino, más pacífico y más justo, que hoy en día resulta especialmente relevante.  

Un mundo sin mujeres. Foto: Especial

Fragmento de Bellas durmientes, de Stephen King  y Owen King, con autorización de Plaza & Janés

PRIMERA PARTE ESE VIEJO TRIÁNGULO

En la cárcel de mujeres,

setenta mujeres hay,

y ojalá con ellas yo viviera.

Así ese viejo triángulo tintinearía

por las orillas del Canal Real.

–Brendan Behan

1

Ree preguntó a Jeanette si alguna vez se fijaba en el recuadro de luz proyectado por la ventana. Jeanette contestó que no. Ree ocupaba la cama superior de la litera; Jeanette, la inferior. Las dos estaban esperando a que se abrieran las celdas para el desayuno. Era una mañana más.

Al parecer, la compañera de celda de Jeanette se había dedicado a estudiar el recuadro. Ree explicó que primero se veía en la pared opuesta a la ventana, bajaba, bajaba, bajaba, se derramaba sobre la superficie del escritorio y finalmente llegaba al suelo. Como Jeanette podía comprobar en ese momento, allí estaba, en medio del suelo, en extremo resplandeciente.

—La verdad, Ree —dijo Jeanette—, no puedo preocuparme por un recuadro de luz.

—¡No puedes no preocuparte por un recuadro de luz, te lo digo yo! —Ree dejó escapar el graznido mediante el cual expresaba que algo le parecía gracioso.

—Vale —respondió Jeanette—. Aunque no sé qué coño quiere decir eso.

Su compañera de celda soltó otro graznido.

Ree no era mala persona, pero daba la impresión de que el silencio la ponía nerviosa, como a un niño pequeño. Estaba entre rejas por uso fraudulento de tarjetas de crédito, falsificación y posesión de drogas destinadas al tráfico ilegal. Nada de eso se le daba demasiado bien, razón por la cual había acabado allí. Jeanette estaba entre rejas por homicidio; en 2005, una noche de invierno, le clavó un destornillador de estrella en la entrepierna a su marido, Damian, quien, como iba ciego de droga, se limitó a quedarse sentado en un sillón y murió desangrado. Ella también iba ciega, claro.

—He mirado el reloj —informó Ree—. Lo he cronometrado. La luz tarda veintidós minutos en llegar desde la pared hasta ese punto en el suelo.

—Tendrías que llamar a los de Guinness —contestó Jeanette.

—He soñado que comía tarta de chocolate con Michelle Obama, y ella se cabreaba: “¡Con eso vas a engordar, Ree!”. Pero ella también estaba comiéndose un trozo. —Ree soltó un graznido—. ¡Qué va! No es verdad. Me lo he inventado. En realidad he soñado con una profe que tuve. Me repetía una y otra vez que yo no estaba en la clase que me correspondía, y yo le repetía una y otra vez que sí estaba en la clase que me correspondía, y ella decía vale, y luego seguía con la lección un rato, y al final volvía a decirme que no estaba en la clase que me correspondía, y yo decía que sí, que estaba en la clase que me correspondía, y así seguíamos, dale que dale. Más que nada era exasperante. ¿Tú qué has soñado, Jeanette?

—Pues… —Jeanette trató de hacer memoria, pero no se acordaba. Le parecía que con la nueva medicación dormía más profundamente. Antes a veces tenía pesadillas: soñaba con Damian. Por lo general, él aparecía con el mismo aspecto de la mañana siguiente, ya muerto, con la piel de un azul disparejo, como tinta aguada.

Jeanette había preguntado al doctor Norcross si pensaba que esos sueños podían tener algo que ver con la culpa. El doctor la miró con los ojos entrecerrados, como diciendo “No jodas, ¿en serio?” —expresión que la sacaba de quicio pero a la cual había acabado acostumbrándose—, y luego le preguntó si, en su opinión, la leche era blanca. Bueno, vale. Lo pillo. En cualquier caso, Jeanette no echaba de menos esos sueños.

—Lo siento, Ree. No me acuerdo de nada. Si he soñado algo, ya se me ha borrado.

En algún lugar del pasillo de la segunda planta del módulo B, se oyó un taconeo contra el cemento: algún funcionario que hacía una comprobación de último minuto antes de abrir las puertas.

Jeanette cerró los ojos. Se inventó un sueño. En él, la cárcel estaba en ruinas. Exuberantes enredaderas trepaban por las antiguas paredes de la celda y filtraban la brisa de primavera. Había desaparecido parte del techo, roído por el tiempo, de modo que solo quedaba un saliente. Un par de lagartijas correteaban por una pila de escombros herrumbrosos. En el aire revoloteaban mariposas. Los intensos aromas de la tierra y las hojas sazonaban lo que quedaba de la celda. Bobby, de pie junto a ella en una brecha de la pared, la miraba impresionado. Su madre era arqueóloga. Había descubierto ese lugar.

—¿Tú crees que puedes salir en un concurso de la tele si tienes antecedentes penales?

La visión se desvaneció. Jeanette dejó escapar un gemido. En fin, fue bonito mientras duró. La vida era decididamente mejor con las pastillas. Le permitían acceder a un lugar tranquilo y relajado. Había que reconocérselo al doctor: la química mejoraba la vida. Jeanette volvió a abrir los párpados.

Ree miraba a Jeanette con los ojos como platos. Era poco lo que podía decirse en favor de la cárcel, pero quizá una chica como Ree corría menos peligro dentro que fuera. En el mundo exterior, era muy posible que acabase atropellada por un coche. O vendiendo drogas a un estupa con toda la pinta de estupa. Como había sido el caso.

—¿Qué pasa? —preguntó Ree.

—Nada. Es que estaba en el paraíso, solo eso y lo has echado a perder con esa bocaza tuya.

—¿Qué?

—Da igual. Mira, en mi opinión, debería haber un concurso en el que solo pudiera participar gente con antecedentes. Podría llamarse Premio a la Mentira.

—¡Me encanta! ¿Cómo funcionaría?

Jeanette se incorporó, bostezó y se encogió de hombros.

—Tendré que pensarlo. Ya sabes, establecer las reglas.

Su hogar era como siempre había sido y como siempre sería, por los siglos de los siglos, amén: una celda de diez pasos de largo y cuatro pasos entre la litera y la puerta. Las paredes de cemento eran lisas, de color crudo. Sus fotos y postales, abarquilladas en los bordes y pegadas con bolas de masilla adhesiva verde, ocupaban el único espacio autorizado para eso (como si a alguien fuera a interesarle mirarlas). Había un pequeño escritorio metálico adosado a una pared y, en el extremo opuesto, una estantería baja, también metálica. A la izquierda de la puerta se hallaba el inodoro de acero, donde tenían que sentarse en cuclillas, mirando cada una en una dirección para crear una ilusión de intimidad no muy convincente. La puerta, con una ventanilla de doble cristal a la altura de los ojos, ofrecía una vista del corto pasillo que atravesaba el módulo B. Cada centímetro y objeto de la celda destilaba los penetrantes olores de la cárcel: sudor, moho, lisol.

Contra su voluntad, Jeanette se fijó por fin en el recuadro de sol del suelo. Casi había llegado a la puerta, pero no iría más allá, eso desde luego. A menos que algún celador metiese una llave en la cerradura o abriera la celda desde la Garita, se quedaría atrapado allí dentro, igual que ellas.

—¿Y quién sería el presentador? —preguntó Ree—. Todo concurso necesita un presentador. Además, ¿cuáles serían los premios? Tienen que ser buenos. ¡Los detalles! Tenemos que pensar en todos los detalles, Jeanette.

Ree, con la cabeza reclinada, se enrollaba los espesos rizos decolorados en torno al dedo mientras miraba a Jeanette. Casi en lo alto de la frente, tenía una cicatriz similar a la marca de una parrilla, tres profundas líneas paralelas. Aunque Jeanette desconocía el origen de dicha cicatriz, adivinaba quién era el autor: un hombre. Quizá su padre, quizá su hermano, quizá un novio, quizá un tío al que nunca antes había visto y nunca volvería a ver. Entre las reclusas del Centro Penitenciario de Dooling, había, por decirlo suavemente, muy pocas historias sobre premios. En cambio, había muchas sobre malos hombres.

¿Qué podía hacer una? Podía compadecerse de sí misma. Podía detestarse a sí misma o detestar a todo el mundo. Podía colocarse esnifando productos de limpieza. Una podía hacer lo que le viniera en gana (dentro de sus limitadas opciones, todo había que decirlo), pero la situación no cambiaría. Su turno siguiente para hacer girar la gran y resplandeciente Rueda de la Fortuna sería en todo caso su vista de libertad condicional. Jeanette procuraría impulsarla con todas sus fuerzas cuando llegara el momento. Tenía que pensar en su hijo.

Resonó un ruido sordo cuando el funcionario, desde la Garita, abrió las sesenta y dos cerraduras. Eran las seis y media de la mañana, y todas debían salir de sus celdas para el recuento.

—No sé, Ree. Piensa en ello —dijo Jeanette—,y yo lo pensaré también; luego intercambiamos notas.

Bajó las piernas al suelo y se levantó.

2

A unos kilómetros de la cárcel, en la terraza de la casa de los Norcross, Anton, el chico de la piscina, retiraba los bichos muertos del agua. La piscina había sido el regalo del doctor Clinton Norcross a su mujer, Lila, por su décimo aniversario de boda. Viendo a Anton, Clint dudaba a veces, como esa mañana por ejemplo, de la sensatez del regalo.

Anton se había quitado la camisa y por dos buenas razones. En primer lugar, iba a ser un día caluroso. En segundo lugar, tenía el abdomen como una roca. Estaba cachas, Anton el chico de la piscina. Parecía uno de esos sementales que salen en las portadas de las novelas románticas. Si alguien disparara contra el abdomen de Anton, le convendría hacerlo en ángulo, por si rebotaban las balas. ¿Qué comía? ¿Montañas de proteína pura? ¿Qué ejercicios hacía? ¿Limpiar los establos de Augias?

Anton levantó la mirada y sonrió desde debajo de los cristales relucientes de sus Wayfarer. Con la mano libre, dirigió un saludo a Clint, que lo observaba desde la ventana del cuarto de baño principal, en el piso de arriba.

—Por Dios, tío —susurró Clint para sí. Devolvió el saludo—. Ten compasión.

Clint, de costado, se apartó de la ventana. En el espejo de la puerta cerrada del baño, apareció un hombre blanco de cuarenta y ocho años, licenciado por Cornell y doctorado en Medicina por la Universidad de Nueva York, con unos discretos michelines debido al moca de tamaño grande de Starbucks. Su barba entrecana no era tanto de leñador viril como de capitán de barco cutre con una sola pierna.

Le resultaba irónico el hecho de que su edad y su cuerpo reblandecido le causaran cierta sorpresa. Nunca había tenido mucha paciencia con la vanidad masculina, y menos con la que solía aparecer en la madurez, y en todo caso se le había ido agotando a medida que acumulaba experiencia profesional. De hecho, lo que Clint consideraba el gran punto de inflexión de su carrera como médico se había producido hacía dieciocho años, en 1999, cuando un posible paciente, un tal Paul Montpelier, había acudido al joven médico por una “crisis de ambición sexual”.

—Cuando dice “ambición sexual”, ¿a qué se refiere? —había preguntado Clint a Montpelier. Las personas ambiciosas aspiraban a ascensos, y ciertamente uno no podía llegar a ser vicepresidente de Asuntos de Sexo. Se trataba de un eufemismo peculiar.

—Me refiero a que… —Montpelier pareció sopesar distintos términos para describirlo—. Todavía quiero hacerlo. Todavía quiero buscarlo.

—Eso no parece excepcionalmente ambicioso —dijo Clint—. Parece normal. Por aquel entonces, su cuerpo aún no se había reblandecido. Acababa de terminar la residencia en psiquiatría, era su segundo día en la consulta, y Montpelier, su segundo paciente.

(La primera había sido una adolescente con cierta ansiedad fruto de las solicitudes de ingreso a la universidad. Sin embargo, no tardó en salir a la luz que había sacado una nota de 6,5 en las pruebas de acceso. Clint señaló que era una calificación excelente, y no hubo necesidad de tratamiento ni de una segunda visita. «¡Curada!», se apresuró a escribir al pie del cuaderno de papel pautado amarillo en el que solía tomar notas.)

Paul Montpelier, sentado en el sillón de piel sintética frente a Clint, llevaba aquel día un chaleco de punto blanco y un pantalón de pinzas. Hablaba encorvado, con el tobillo de una pierna sobre la rodilla de la otra y una mano apoyada en el zapato. Clint lo había visto aparcar un deportivo de color rojo caramelo delante del achaparrado edificio de oficinas. Trabajaba en lo alto de la cadena alimenticia de la industria del carbón, con lo que podía permitirse un coche así, pero con aquel rostro alargado y el semblante atribulado, a Clint le recordaba a los Golfos Apandadores que atormentaban a Gilito McPato en las antiguas historietas.

—Dice mi mujer… bueno, no con esas palabras, pero, ya me entiende, el significado es claro, el… esto… subtexto. Quiere que renuncie. Que renuncie a mi ambición sexual.

—De repente alzó el mentón.

Clint siguió su mirada. En el techo giraba un ventilador. Si Montpelier mandaba ahí su ambición sexual, las aspas la rebanarían

—Retrocedamos un poco, Paul. ¿Cómo salió el tema entre usted y su mujer? ¿Dónde empezó?

—Tuve una aventura. Ese fue el incidente que lo precipitó. ¡Y Rhoda, mi mujer, me puso de patitas en la calle! Le expliqué que el asunto no tenía nada que ver con ella; tenía que ver con… una necesidad mía, ¿entiende? Los hombres tienen necesidades que las mujeres no siempre comprenden. —Montpelier movió en círculos la cabeza para estirar el cuello. Dejó escapar un bufido de frustración—. ¡No quiero divorciarme! Una parte de mí siente que es ella quien debe aceptarlo. Aceptarme a mí.

Ojeras de un morado intenso oscurecían los párpados de Montpelier, y bajo la nariz tenía un corte, que posiblemente se había hecho con una maquinilla de tres al cuarto porque, al despacharlo su mujer, se había olvidado la navaja de afeitar buena. La tristeza y la desesperación de aquel hombre eran sinceras, y a Clint no le costaba imaginar la náusea provocada por ese desplazamiento repentino: vivir en un hotel con lo que llevaba en la maleta, cenar tortillas medio crudas sin compañía. Era auténtico dolor. No se trataba de una depresión clínica, pero era algo digno de consideración y merecía respeto y atención, por más que el causante de la situación fuera él mismo.

Montpelier se inclinó sobre el vientre, a su edad ya un poco abultado.

—No nos engañemos. Voy para los cincuenta, doctor Norcross. Mi mejor momento sexual ya pasó. Renuncié a él por mi mujer. Se lo entregué. Cambié pañales. Llevé a los niños en coche a todos los partidos y competiciones, y aparté dinero en fondos de ahorro para la universidad. Marqué todas las casillas del cuestionario del matrimonio. ¿Por qué, entonces, no podemos llegar a alguna clase de acuerdo ahora? ¿Por qué hay que tomárselo tan a la tremenda y separarse por una cosa así?

Clint no contestó, se limitó a esperar.

—La semana pasada estaba en casa de Miranda, la mujer con la que he estado acostándome. Lo hicimos en la cocina. Lo hicimos en su habitación. Casi conseguimos hacerlo una tercera vez en la ducha. ¡Yo estaba que me salía! ¡Endorfinas! Y luego me fui a casa. Disfrutamos de una buena cena en familia, jugamos al Scrabble, ¡y todos los demás se sentían genial también! ¿Cuál es el problema? Es un problema inventado, esa es mi opinión. ¿Por qué no puedo tener un poco de libertad? ¿Es mucho pedir? ¿Tan intolerable es?

Durante unos segundos, nadie habló. Montpelier observó a Clint. En la cabeza de este, las buenas palabras nadaban de acá para allá como renacuajos. No le habría costado atraparlas, pero siguió postergándolo.

Detrás de su paciente, apoyada en la pared, estaba la reproducción del Hockney enmarcada que le había regalado Lila para “animar la consulta”. Se proponía colgarla ese mismo día. Junto a la reproducción, estaban las cajas de manuales de medicina a medio vaciar.

Alguien tiene que ayudar a este hombre, pensó de pronto el joven médico, y debería hacerlo en esta consulta tranquila y agradable, con esa reproducción del Hockney en la pared. Pero ¿debería ser el doctor Clinton R. Norcross quien lo ayude?

Al fin y al cabo, él había trabajado muchísimo para convertirse en médico, y no había contado con la ayuda de ningún fondo de ahorro. Se había criado en circunstancias difíciles y se había pagado los estudios por sus propios medios, a veces no solo con dinero. Para salir adelante, había hecho cosas que nunca había contado a su mujer, ni le contaría jamás. ¿Para eso había hecho aquellas cosas? ¿Para tratar a Paul Montpelier, un hombre sexualmente ambicioso?

El rostro ancho de Montpelier se contrajo en una tierna mueca de disculpa.

—Venga, suéltelo. No estoy haciéndolo bien, ¿verdad?

—Está haciéndolo perfectamente —contestó Clint, y durante los siguientes treinta minutos dejó de lado sus dudas con un esfuerzo consciente.

Desarrollaron el tema; lo estudiaron desde todos los ángulos; analizaron la diferencia entre deseo y necesidad; hablaron sobre la señora Montpelier y sus preferencias en la alcoba, vulgares y corrientes, en opinión de Montpelier; incluso se permitieron una digresión de una franqueza sorprendente para hablar de la primera experiencia sexual adolescente de Paul Montpelier, cuando se mas turbó utilizando las fauces del cocodrilo de peluche de su hermano pequeño.

Clint, conforme a su obligación profesional, preguntó a Montpelier si alguna vez había contemplado la posibilidad de hacerse daño. (No.) Quiso saber cómo se sentiría Montpelier si se invirtieran los papeles entre su esposa y él. (Insistió en que le diría que hiciera lo que tuviese que hacer.) ¿Dónde se veía Montpelier al cabo de cinco años? (Fue entonces cuando el hombre del chaleco de punto blanco se echó a llorar.)

Al final de la sesión, Montpelier dijo que ya esperaba con impaciencia la siguiente y, en cuanto se marchó, Clint llamó a su servicio de recepción de llamadas. Dio instrucciones para que desviaran todas a un psiquiatra de Maylock, el pueblo vecino. La operadora le preguntó hasta cuándo.

—Hasta que anuncien que nieva en el infierno —respondió Clint. Desde la ventana vio a Montpelier dar marcha atrás en su deportivo de color rojo caramelo y salir del aparcamiento. Nunca volvería a verlo. A continuación telefoneó a Lila.

—Hola, doctor Norcross.

—Al oír su voz, experimentó esa sensación a la que la gente se refería (o debería referirse) cuando decía que le brincaba el corazón dentro del pecho. Le preguntó cómo le había ido el segundo día.

—Acaba de hacerme una visita el hombre que menos se entera de nada de todo Estados Unidos —respondió.

—Ah, ¿sí? ¿Ha estado ahí mi padre? Seguro que el Hockney lo ha desconcertado.

Era aguda, su mujer, tan aguda como cariñosa, y tan implacable como aguda. Lila lo quería, pero nunca dejaba de descolocarlo. Clint pensaba que probablemente él lo necesitaba. Probablemente lo necesitaban casi todos los hombres.

—Ja, ja —dijo Clint—. Pero escúchame: esa vacante en la cárcel que mencionaste… ¿A quién se lo oíste comentar?

Siguieron unos segundos de silencio mientras su mujer se detenía a pensar en las implicaciones de la pregunta. Respondió con su propia pregunta:

—Clint, ¿tienes algo que contarme? Clint no se había planteado siquiera que pudiera decepcionarla su decisión de abandonar la medicina privada a cambio de una plaza de funcionario. Estaba seguro de que no le importaría.

Daba gracias a Dios por concederle a Lila.

3

Para llegar al vello gris de debajo de la nariz con la maquinilla eléctrica, Clint tenía que alzar la cara de tal forma que parecía Quasimodo. Una púa blanca como la nieve asomaba de su orificio nasal izquierdo. Anton podía levantar pesas cuanto quisiera, pero a todo hombre lo aguardaban los pelos blancos en la nariz, al igual que los que salían en las orejas. Clint consiguió cortarse ese.

Nunca había tenido la complexión de Anton, ni siquiera el último año de instituto, cuando el juez le concedió la independencia y vivió solo y practicó atletismo. Por entonces Clint era más larguirucho, más flaco, sin abdominales pero con el vientre liso, como su hijo Jared. En su memoria, Paul Montpelier era más rechoncho que la versión de sí mismo que veía esa mañana, pero se parecía más a este que al Clint de antaño. ¿Dónde estaría en ese momento, Paul Montpelier? ¿Se habría resuelto la crisis? Probablemente. El tiempo todo lo cura. O todo locura, y la locura no tiene cura, como señaló algún gracioso.

Clint no sentía más deseos de líos extraconyugales que los normales, es decir, unos deseos saludables, plenamente conscientes y circunscritos a la fantasía. Su situación, a diferencia de la de Paul Montpelier, no era una crisis. Era la vida normal y corriente tal como él la entendía: una segunda ojeada a una chica guapa en la calle; un vistazo instintivo a una mujer con minifalda que salía de un coche; un arranque inconsciente de lujuria al ver a una de las modelos que adornaban El precio justo. Era un hecho lamentable, suponía, y quizá un poco cómico, que la edad lo alejara a uno progresivamente del cuerpo que más le gustaba y dejara intactos, en cambio, esos arraigados instintos (no ambiciones, gracias a Dios), como el olor de un guiso mucho después de que se consuma la cena. ¿Y acaso juzgaba a todos los hombres por su propia experiencia? No. Él era solo uno más de la tribu. Los verdaderos enigmas eran las mujeres.

Clint se sonrió en el espejo. Estaba recién afeitado. Estaba vivo. Tenía más o menos la misma edad que Paul Montpelier en 1999.

—Eh, Anton: jódete —dijo al espejo. Esa fanfarronada era falsa, pero al menos hizo el esfuerzo.

En el dormitorio, al otro lado de la puerta del cuarto de baño, oyó el chasquido de una cerradura, el roce de un cajón al abrirse, un golpe sordo cuando Lila depositó la pistolera en el cajón, lo cerró y echó la llave. La oyó exhalar un suspiro y bostezar.

Cuando salió, por si ya estaba dormida, se vistió sin hablar y, en lugar de sentarse en la cama para calzarse, cogió los zapatos para llevárselos abajo.

Lila carraspeó.

—No te preocupes. Todavía estoy despierta.

Clint dudó que fuera del todo cierto: Lila no había pasado de desabrocharse el botón superior del pantalón del uniforme antes de echarse en la cama. Ni siquiera se había metido entre las sábanas.

—Debes de estar agotada. Enseguida salgo. ¿Todo el mundo bien en Mountain?

La noche anterior, Lila le había enviado un mensaje de texto para comunicarle que se había producido un accidente de tráfico en Mountain Rest Road: “No me esperes levantado”. Sin ser un hecho insólito, era poco habitual. Jared y él se hicieron a la parrilla unos filetes y bebieron unas Anchor Steam en la terraza.

—Se desenganchó el remolque de un camión. De Pet… como se llame. De esa cadena de tiendas, ya sabes. Volcó y bloqueó toda la calzada. Había arena para gatos y pienso para perros por todas partes. Al final hemos tenido que retirarlo con un buldócer.

—Menudo follón se habrá armado. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Oye, ¿quieres que empecemos a salir a correr juntos? —Acababa de ocurrírsele, y la idea lo animó de inmediato. No puedes evitar que tu cuerpo se estropee y se ensanche, pero puedes presentar batalla.

Lila abrió el ojo derecho, verde claro en la penumbra de la habitación, con las cortinas corridas.

—Esta mañana no.

—Claro que no —dijo Clint.

Se quedó inclinado hacia Lila, pensando que ella le devolvería el beso, pero se limitó a desearle un buen día y decirle que recordara a Jared que debía sacar la basura.

El ojo se cerró. Un destello verde… y desapareció.

4

En el cobertizo, el olor era casi insoportable.

A Evie se le erizó el vello en la piel desnuda y hubo de contener las arcadas. El hedor procedía de una mezcla de sustancias químicas quemadas, humo de hojas viejas y comida pasada.

Una de las mariposas nocturnas, anidada en su pelo, palpitaba contra su cuero cabelludo y le transmitía serenidad. Evie procuró no respirar hondo y escrutó alrededor.

El cobertizo prefabricado disponía de todo lo necesario para cocinar droga. En el centro se alzaba un fogón de gas unido mediante unos tubos amarillentos a un par de bombonas blancas. En un aparador adosado a la pared, había bandejas, garrafas de agua, un paquete abierto de bolsas de plástico con cierre hermético, tubos de ensayo, trozos de corcho, incontables cerillas usadas, una pipa pequeña con la cazoleta chamuscada y un fregadero con una manguera conectada al desagüe. Esta llegaba hasta el exterior por debajo de la malla que Evie había retirado para entrar. En el suelo, botellas vacías y latas abolladas. Una hamaca de aspecto inestable con el logo de Dale Earnhart Jr. estampado en la parte de atrás. En un rincón, una camisa gris de cuadros hecha un rebujo.

Tras sacudir la camisa para eliminar la rigidez y al menos parte de la mugre, se la puso. Los faldones le cubrían el trasero y los muslos. Hasta hacía poco, esa prenda había pertenecido a alguien repulsivo. Un manchurrón impresionante con forma de mapa de California en la pechera indicaba que esa persona repulsiva era descuidada y aficionada a la mayonesa.

Se acuclilló junto a las bombonas y arrancó los tubos amarillos de un tirón. Después giró medio centímetro las llaves de las bombonas de propano.

De nuevo fuera del cobertizo, con la malla ya bien cerrada, Evie se detuvo a respirar hondo el aire fresco varias veces.

A unos cien metros de allí, al pie del terraplén boscoso, se veía una caravana frente a una extensión de grava en la que había una furgoneta y dos coches aparcados. Tres conejos destripados, uno de los cuales todavía goteaba, colgaban de un tendedero junto a unas cuantas bragas descoloridas y una cazadora vaquera. Vaharadas de humo de leña se elevaban de la chimenea de la caravana.

Desde allí, después de atravesar el bosque ralo y el campo, ya no se veía el Árbol del que Evie procedía. Pero no estaba sola: las mariposas nocturnas, que revoloteaban y se agitaban, revestían el techo del cobertizo.

Evie empezó a descender por el terraplén. Las ramas caídas se le clavaban en los pies, y se hirió el talón con una piedra. No aminoró el paso. Sus heridas cicatrizaban enseguida. Se detuvo junto al tendedero y aguzó el oído. Oyó la risa de un hombre, el sonido de un televisor, y diez mil gusanos en el pequeño terreno que la rodeaba, fertilizando la tierra.

El conejo que aún sangraba dirigió hacia Evie sus ojos velados. Ella le preguntó cuál era la situación.

—Tres hombres, una mujer —respondió el conejo.

Una única mosca alzó el vuelo desde los labios negros y maltrechos del conejo, zumbó alrededor y penetró en la cavidad de una oreja flácida. Evie oyó el ruido bronco de la mosca allí dentro. No culpaba a la mosca —se comportaba como cabía esperar—, pero lo lamentaba por el conejo, que no merecía un destino tan ingrato. Si bien Evie amaba a todos los animales, sentía especial aprecio por los más pequeños, aquellos que reptaban por la pradera y brincaban entre la maleza, los de alas frágiles y los huidizos.

Ahuecó la mano por detrás de la cabeza del conejo moribundo y con delicadeza se acercó su boca negra, cubierta de sangre seca, a la suya.

—Gracias —susurró Evie, y lo dejó descansar en paz.

5

Una ventaja de vivir en ese rincón en particular de la región de los Apalaches era que uno podía permitirse una casa de tamaño aceptable con dos sueldos de funcionario. La vivienda de los Norcross era una edificación de estilo contemporáneo, con tres habitaciones, en una urbanización de casas similares. Eran casas agradables, espaciosas sin ser desproporcionadas, con jardines de tamaño suficiente para lanzarse la pelota y unas vistas de la montaña que, en las estaciones húmedas, adquirían un aspecto frondoso y exuberante. Lo que resultaba un tanto deprimente de la urbanización era que, incluso a precios reducidos, casi la mitad de sus casas, bastante atractivas, estaban vacías. La única excepción era la unidad piloto, en lo alto de la cuesta; esa estaba amueblada, limpia y reluciente. Según Lila, era solo cuestión de tiempo que algún adicto a la meta forzara la entrada de una de las casas y tratara de montar un laboratorio. Clint le había dicho que no se preocupara, que él conocía a la sheriff. De hecho, se veían con cierta regularidad.

(“¿A esa le van los hombres mayores?”, había contestado Lila al tiempo que le hacía ojitos y se arrimaba a su cadera.)

El piso superior de la casa de los Norcross contenía el dormitorio principal, la habitación de Jared y un tercer cuarto que los dos adultos utilizaban como despacho. En la planta baja estaba la cocina, abierta y amplia, separada del salón por una barra. A la derecha del salón, detrás de unas puertas de cristal cerradas, se hallaba el comedor, que apenas usaban.

Clint bebía café y leía The New York Times en su iPad en la barra de la cocina. Un terremoto en Corea del Norte había provocado un número incalculable de víctimas. El gobierno norcoreano insistía en que los daños eran menores gracias a su “arquitectura superior”, pero imágenes captadas con móviles mostraban escombros y cadáveres polvorientos. En el golfo de Adén, ardía una plataforma petrolífera, probablemente como consecuencia de un sabotaje, pero nadie lo había reivindicado. La reacción diplomática de los países de la región era equiparable a la de un puñado de críos que rompen una ventana jugando al béisbol y se van corriendo a casa sin volver la vista atrás. En el desierto de Nuevo México, el FBI iba ya por el día número cuarenta y cuatro de su pulso con un grupo armado que capitaneaba Compadre Hoja Dorada (seudónimo de Scott David Winstead Jr.). Esa alegre banda se negaba a pagar sus impuestos, a aceptar la legalidad de la Constitución y a entregar su arsenal de automáticas. Cuando la gente se enteraba de que Clint era psiquiatra, a menudo le pedían que diagnosticara las enfermedades mentales de políticos, celebridades y otros personajes públicos. Por lo general, él se resistía, pero en ese caso no tuvo inconveniente en emitir un diagnóstico a distancia: Compadre Hoja Dorada padecía algún trastorno disociativo.

Al pie de la primera plana, figuraba una foto de una joven de rostro consumido ante una cabaña de los Apalaches con un recién nacido en brazos: “Cáncer en la región del carbón, p. 13”. Clint recordó entonces el vertido químico que se había producido en un río de la zona cinco años antes. Había causado el corte del suministro de agua durante toda una semana. Pese a que en teoría ya estaba todo en orden, para mayor seguridad, Clint y su familia seguían bebiendo agua embotellada. El sol le calentaba la cara. Miró en dirección a los dos grandes olmos que crecían al fondo del jardín, más allá del borde de la piscina. Los olmos lo llevaron a pensar en hermanos, en hermanas, en maridos y mujeres; tenía la certeza de que, bajo tierra, sus raíces se entrelazaban mortalmente. A lo lejos se alzaban unas montañas de color verde oscuro. Las nubes parecían fundirse en la bóveda del cielo, azul claro. Los pájaros volaban y trinaban. ¿No era una lástima la forma en que un buen país se echaba a perder por su gente? Esa era otra de las cosas que le había dicho algún viejo gracioso.

A Clint le gustaba creer que no se echaba a perder por culpa de él. Nunca había esperado poseer una vista como esa. Se preguntaba cuán decrépito y reblandecido tenía que llegar a estar para encontrarle sentido a eso: cómo a unos les sonreía la suerte en tanto que a otros los lastraba la mala fortuna.

—Hola, papá. Buenos días. ¿Cómo va el mundo? ¿Ha pasado algo bueno? Clint apartó la vista de la ventana y vio a Jared entrar en la cocina cerrando la cremallera de su mochila.

—Un momento… —Pasó un par de páginas electrónicas. No quería mandar a su hijo al colegio con la noticia de un vertido de petróleo, un grupo armado o un cáncer. Ah, dio con una perfecta—. Según la teoría de algunos físicos, el universo podría durar eternamente.

Jared revolvió en el armario de los tentempiés, encontró una Nutribar y se la metió en el bolsillo.

—¿Y eso te parece bueno? ¿Puedes explicarte?

Clint se detuvo a pensar unos segundos antes de caer en la cuenta de que su hijo estaba tomándole el pelo.

—Te he visto el plumero. —Mientras miraba a Jared, se rascó el párpado con el dedo corazón.

—No tienes por qué avergonzarte, papá. Puedes acogerte al derecho de confidencialidad entre padre e hijo. Todo queda entre nosotros. —Jared se sirvió café. Lo tomaba solo, tal como hacía Clint cuando su estómago era joven.

La cafetera estaba cerca del fregadero, donde la ventana daba a la terraza. Jared tomó un sorbo y contempló la vista.

—Uau. ¿Seguro que te conviene dejar a mamá aquí sola con Anton?

—Vete, por favor —dijo Clint—. Vete al colegio y aprende algo.

Su hijo ya era más alto que él, cosa que, además de conmoverlo, le generaba melancolía, irritación, desorientación, admiración, asombro, alarma. «¡Perro!», esa fue la primera palabra que dijo Jared, aunque con la erre pronunciada suave: pero. “¡Perro! ¡Perro!” De niño era afable, curioso y bien intencionado, y en ese momento era un joven afable, todavía curioso y bien intencionado. Clint se enorgullecía de ver cómo el hogar seguro y estable que le habían proporcionado le permitía ser cada vez más él mismo. No había sido el caso de Clint.

Había contemplado la idea de dar unos condones al chico, pero no le apetecía hablarlo con Lila y tampoco quería fomentar nada. No quería ni pensar en ello. Jared insistía en que Mary y él eran solo amigos, y quizá incluso se lo creyera. Pero Clint veía de qué manera miraba a la chica, y era la forma en que uno miraba a alguien de quien quería ser amigo muy muy íntimo.

—El saludo de la liga infantil —propuso Jared, y tendió las manos—. ¿Todavía te acuerdas?

Clint se acordaba: choque de puños, pulgares extendidos y enlazados, manos trabadas, roce de palma con palma y dos palmadas por encima de la cabeza. Pese a que hacía mucho tiempo desde la última vez, les salió perfectamente, y los dos se rieron. Eso infundió alegría a la mañana.

Clint no se acordó de que debía decir a Jared que sacara la basura hasta que su hijo ya se había ido.

Otro aspecto de hacerse mayor: uno se olvidaba de lo que quería recordar y recordaba lo que quería olvidar. El viejo gracioso que dijera eso podía ser él. Debería hacer que le bordasen la frase en un cojín.

6

Después de recibir informes de buena conducta durante sesenta días, Jeanette Sorley disfrutaba de privilegios de sala común tres mañanas por semana, entre las ocho y las nueve. En realidad eso significaba entre las ocho y las nueve menos cinco, porque su turno en el taller de carpintería, de seis horas, empezaba a las nueve. Allí se pasaba el tiempo inhalando barniz a través de una fina mascarilla de algodón y torneando patas de silla. Ganaba tres dólares la hora. El dinero se ingresaba en una cuenta, y el pago se le efectuaría mediante cheque cuando saliera en libertad (las reclusas llamaban a sus cuentas de trabajo «Parking Gratuito», como en el Monopoly). Las sillas se vendían en la tienda de la cárcel, al otro lado de la Interestatal 17. Algunas salían por sesenta dólares, la mayoría por ochenta, y la cárcel vendía muchas. Jeanette no sabía adónde iba a parar ese dinero, y le daba igual. Los privilegios de sala común, en cambio, no le daban igual. Allí había un televisor grande, juegos de mesa y revistas. Contaba también con una máquina expendedora de tentempiés y otra de refrescos, que solo funcionaban con monedas de veinticinco centavos, y las reclusas no tenían monedas de veinticinco centavos, porque las monedas de veinticinco centavos se consideraban contrabando —¡un sinsentido!—, pero al menos podían recrear la vista. (Además, la sala común, en determinadas horas de la semana, se convertía en la sala de visitas, y los visitantes veteranos, como Bobby, el hijo de Jeanette, sabían que debían llevar muchas monedas de veinticinco centavos.)

Esa mañana, sentada junto a Angel Fitzroy, veía las noticias de la mañana en la WTRF, Canal 7, que emitía desde Wheeling. El noticiario ofrecía el batiburrillo de costumbre: un tiroteo desde un coche en marcha, el incendio de un transformador, una mujer detenida por agredir a otra en el Monster Truck Jam, una trifulca en la asamblea legislativa del estado a causa de una nueva cárcel para hombres que se había construido sobre una antigua explotación minera a cielo abierto y, por lo visto, tenía problemas estructurales. En el frente nacional, proseguía el asedio a Compadre Hoja Dorada. En el otro extremo del planeta, se calculaba que habían muerto miles de personas en un terremoto en Corea del Norte, y en Australia los médicos informaban de un brote de la enfermedad del sueño que, al parecer, solo afectaba a las mujeres.

—Eso será cosa de la meta —comentó Angel Fitzroy. Mordisqueaba un Twix que había encontrado en la bandeja de la máquina expendedora. Despacio, para hacerlo durar.

—¿Qué en concreto? ¿Lo de las mujeres dormidas, lo de la tía del Monster Truck Jam o lo de ese fulano que parece salido de un reality?

—Podría ser cualquiera de las tres noticias, pero estaba pensando en la tía del Jam. Estuve una vez en uno de esos y, menos los críos, prácticamente todo el mundo estaba fumado o hasta arriba de coca. ¿Quieres un poco? —Ahuecó la mano en torno al resto de Twix (por si en ese momento la funcionaria Lampley vigilaba por una de las cámaras de la sala común) y se lo ofreció a Jeanette—. No está tan rancio como algunos de los que hay ahí dentro.

—Paso —dijo Jeanette.

—A veces veo algo y me dan ganas de morirme —comentó Angel con toda naturalidad—. O de que se muera el resto del mundo. Mira eso. —Señaló un póster nuevo entre las dos máquinas expendedoras. Mostraba una duna de arena en la que se alejaban unas huellas, aparentemente hacia el infinito. Debajo de la foto se leía este mensaje: el reto es llegar allí.

—El tío llegó allí, pero ¿adónde? ¿Dónde está ese lugar? —quería saber Angel.

—¿Irak? —preguntó Jeanette—. El tío seguro que está en el siguiente oasis.

—No, se ha muerto de una insolación. Está tirado ahí detrás, donde no se lo ve, con los ojos fuera de las órbitas y la piel negra como la pez.

No sonrió. Angel le había pegado a la meta, y era rural hasta la médula, hasta el límite de masticar corteza y ser bautizada en aguardiente casero. La habían encerrado por agresión, pero Jeanette suponía que Angel podría haber encajado en la mayoría de las categorías del catálogo de delitos. Su rostro era todo huesos y ángulos: parecía lo bastante duro para romper asfalto. Durante su estancia en Dooling, había pasado no poco tiempo en el módulo C. Allí solo te dejaban salir dos horas al día. Era una chica mala de pueblo, una chica de módulo C.

—Dudo que tú te pusieras negra aunque te murieras de una insolación en Irak —comentó Jeanette. Podía ser un error discrepar (aunque fuese en broma) de Angel, aquejada de lo que el doctor Norcross se complacía en llamar “episodios de ira”, pero esa mañana a Jeanette le apetecía vivir peligrosamente.

—Lo que quiero decir es que es una gilipollez —explicó Angel—. El reto está en sobrevivir hasta el final del puto día sin más, como tú bien sabes.

—¿Quién lo habrá colgado ahí? ¿El doctor Norcross?

Angel dejó escapar un resoplido.

—Norcross tiene más sentido común. No, eso es cosa de la directora Coates. Jaaanice. A ese encanto de mujer le va el rollo de la motivación. ¿Has visto el póster que tiene en su despacho?

Jeanette lo había visto: un clásico, pero no de los buenos. Mostraba a un gatito colgado de la rama de un árbol. Aguanta ahí, sí señor. La mayoría de las gatitas encerradas allí ya se habían caído de sus ramas. Algunas no sabían ni si estaban arriba o abajo.

En el noticiario apareció la foto policial de un preso que se había fugado.

—Vaya —dijo Angel—. Con este no se cumple eso de que lo negro es hermoso, ¿no crees?

Jeanette se abstuvo de hacer comentarios. El hecho era que a ella todavía le gustaban los hombres de mirada malévola. Seguía trabajando en ello con el doctor Norcross, pero de momento no lograba superar la atracción por tipos que parecían capaces de atizarte sin previo aviso con un batidor de mano en la espalda desnuda mientras estabas en la ducha.

—McDavid está en una de las celdas del módulo A, al cuidado de Norcross —comentó Angel.

—¿Dónde te has enterado de eso?

Kitty McDavid, lista y pendenciera, era una de las preferidas de Jeanette. Corría el rumor de que Kitty había andado con una panda peligrosa cuando estaba fuera, pero ella carecía de auténtica maldad, excepto esa que una dirigía contra sí misma. En algún momento de su pasado, había cultivado insistentemente el hábito de cortarse; tenía cicatrices en los pechos, los costados, la parte superior de los muslos. Y era propensa a sufrir períodos de depresión, aunque los medicamentos que Norcross le recetaba, fueran cuales fuesen, parecían haberla ayudado en eso.

—Si quieres todas las noticias, tienes que llegar aquí antes. Me he enterado por esa. —Angel señaló a Maura Dunbarton, una anciana presa de confianza condenada a perpetua.

En ese momento Maura iba con su carrito de mesa en mesa colocando revistas con cuidado y precisión infinitos. El cabello blanco le rodeaba la cabeza como una corona vaporosa. Llevaba las piernas enfundadas en gruesas medias de compresión del color del algodón de azúcar.

—¡Maura! —llamó Jeanette, aunque en voz baja. Gritar en la sala común estaba estrictamente prohibido, excepto para los niños los días de visita y las reclusas la noche de fiesta mensual—. ¡Ven para acá, amiga mía!

Maura empujó el carrito lentamente hacia ellas.

—Tengo un número de Seventeen —anunció—. ¿Os interesa a alguna de las dos?

—A mí no me interesaba ni cuando tenía diecisiete años —contestó Jeanette—. ¿Qué le ha pasado a Kitty?

—Se ha tirado la mitad de la noche gritando —respondió Maura—. Me extraña que no la hayáis oído. La han sacado de la celda, la han pinchado y la han llevado al A. Ahora duerme.

—¿Gritando algo en particular? —preguntó Angel—. ¿O gritando sin más?

—Decía que viene la Reina Negra —contestó Maura—. Que llegará hoy.

—¿Va a venir Aretha a cantar? —preguntó Angel—. Es la única reina negra que yo conozco. Maura no le prestó atención. Miraba a la rubia de ojos azules de la portada de la revista.

—¿Seguro que ninguna de las dos quiere este Seventeen? Salen vestidos de fiesta bonitos.

—Yo no me pongo un vestido así a menos que tenga mi tiara —dijo Angel, y se rio.

—¿Ha visto el doctor Norcross a Kitty? —preguntó Jeanette.

—Todavía no —respondió Maura—. Yo tuve un vestido de fiesta.

De un azul precioso, y con la falda abullonada. Mi marido lo quemó con la plancha. Fue un accidente. Quería ayudar. Pero nadie le había enseñado a planchar. La mayoría de los hombres nunca aprenden. Y ahora ya no aprenderá, eso desde luego.

Ninguna de las dos contestó. Era bien sabido lo que había hecho Maura Dunbarton a su marido y sus dos hijos. Había ocurrido treinta años antes, pero algunos crímenes son inolvidables.

7

Hacía tres o cuatro años —o tal vez cinco o seis; le bailaban los números y tenía poco claros los puntos de referencia—, en un aparcamiento situado detrás de un Kmart, en Carolina del Norte, un hombre había augurado a Tiffany Jones que iba a acabar metida en problemas. Pese a lo confusa que había sido la última década y media, ese momento se le quedó grabado en la memoria. Las gaviotas chillaban y picoteaban la basura en el muelle de carga y descarga del Kmart. La llovizna veteaba el cristal de la ventanilla del todoterreno en el que se encontraba, que pertenecía al tipo que le había augurado que se metería en problemas. El tipo era un segurata del centro comercial. Ella acababa de hacerle una mamada.

Lo que ocurrió fue que la pilló robando desodorante. La contraprestación acordada fue bastante clara y nada sorprendente: ella le practicaba sexo oral, y él la dejaba ir. Era un gordo mantecoso, el muy hijo de puta. Acceder a su polla, abriéndose paso entre la barriga, los muslos y el volante del coche, había constituido toda una aventura. Pero Tiffany había hecho muchas cosas ya, y esa, en comparación, era tan insignificante que ni siquiera habría ocupado un lugar destacado en la lista de no ser por lo que él dijo.

—Tiene que ser un mal rollo para ti, ¿eh? —Una mueca de lástima se había extendido por su rostro sudoroso mientras se contoneaba en el asiento para subirse el pantalón de chándal de plástico de color rojo vivo que probablemente era lo único que le cabía con semejante tamaño—. Oye, vas a acabar metida en problemas si has terminado en una situación como esta, teniendo que cooperar con una persona como yo.

Hasta ese momento Tiffany había dado por supuesto que quienes cometían abusos sexuales —personas como su primo Truman— debían de vivir en un estado de negación. Si no, ¿cómo podían seguir adelante? ¿Cómo iba a poder uno hacer daño o degradar a alguien si era del todo consciente de lo que estaba haciendo? Pues resultaba que podía, y hombres como ese cerdo, el guardia de seguridad, podían. Había sido una auténtica conmoción para ella, esa súbita toma de conciencia que explicaba tantas cosas de toda su vida de mierda. Tiffany no estaba segura de haberlo superado.

Tres o cuatro mariposas nocturnas repiqueteaban dentro de la tulipa del aplique instalado encima de la encimera. La bombilla estaba fundida. Daba igual; la luz de la mañana iluminaba de sobra la caravana. Las mariposas aleteaban y se agitaban, pugnando entre sí sus pequeñas sombras. ¿Cómo habían llegado ahí? Y ya puestos, ¿cómo había llegado ella ahí? Durante un tiempo, después de una época complicada hacia el final de la adolescencia, Tiffany había conseguido forjarse una vida. En 2006 servía mesas en un pequeño restaurante y se sacaba buenas propinas. Vivía en un apartamento de dos habitaciones en Charlottesville, con helechos en el balcón. Para no haber terminado el instituto, no le iban mal las cosas. Los fines de semana se permitía el placer de alquilar un caballo zaíno enorme llamado Moline, un animal de carácter amable y medio galope relajado, y se iba a cabalgar por el parque nacional de Shenandoah. En ese momento estaba en una caravana perdida en el culo del mundo, en la región de los Apalaches, y no iba a acabar metida en problemas, sino que ya se había metido. Pero al menos eran problemas entre algodones. No hacían tanto daño como cabía esperar, y tal vez eso fuera lo peor, porque estaba metida hasta el cuello, hasta lo más hondo, donde ni siquiera podía…

Tiffany oyó un ruido sordo, y de repente se hallaba en el suelo. Le palpitaba la cadera, donde se había golpeado con fuerza contra el borde de la encimera.

Con un cigarrillo colgando del labio, Truman la miró fijamente.

—Muévete, puta crackera. —No llevaba más que unos calzoncillos tipo bóxer y las botas camperas. Tenía la carne del torso tan tirante como un plástico adherido a las costillas—. Muévete, puta crackera —repitió Truman, y batió las palmas ante el rostro de Tiffany como si esta fuera un perro malo—. ¿Es que no lo oyes? Están llamando a la puerta.

Tru era un gilipollas de tal calibre que Tiffany, o la parte de ella que seguía viva —la parte que de vez en cuando sentía el impulso de cepillarse el pelo o de telefonear a aquella mujer, Elaine, la del consultorio de Planificación Familiar, que la animaba a inscribirse en un programa de desintoxicación en aislamiento—, a veces lo observaba con perplejidad científica. Tru era un baremo de gilipollez. Tiffany se preguntaba: «¿Es tal o cual tipo más gilipollas que Truman?». Pocos podían comparársele; de hecho, hasta la fecha, oficialmente solo daban la talla Donald Trump y los caníbales. Truman tenía un largo historial delictivo. De niño se metía el dedo en el culo y luego se lo incrustaba en la nariz a críos más pequeños. Más adelante robó a su madre, empeñó sus joyas y antigüedades. Introdujo a Tiffany en la meta la primera tarde que se pasó a verla por el bonito apartamento de Charlottesville. Su idea de una broma era aplastarte un cigarrillo encendido en la piel desnuda del hombro mientras dormías. Truman era un violador, pero nunca había cumplido condena por ello. Algunos gilipollas sencillamente tenían suerte. Le crecía en la cara un asomo de barba desigual de un rojo dorado y las pupilas le abarcaban casi todo el ojo, pero el chico desdeñoso e incorregible que siempre había sido se ponía de manifiesto en la prominencia de su mandíbula.

—Puta crackera, adelante.

—¿Qué? —consiguió preguntar Tiffany.

—¡Te he dicho que abras la puerta! ¡Por Dios! —Truman amagó un puñetazo, y ella se tapó la cabeza con las manos. Parpadeó para contener las lágrimas.

—Vete a la mierda —dijo Tiffany sin mucha convicción. Esperaba que el doctor Flickinger no la oyera. Estaba en el cuarto de baño. A ella le caía bien el médico. Ese hombre era la monda. Siempre la llamaba “señora” y le guiñaba el ojo para que supiera que no se reía de ella.

—Eres una puta crackera sorda y desdentada —anunció Truman, pasando por alto el detalle de que él mismo necesitaba cirugía estética dental.

El amigo de Truman salió del dormitorio de la caravana, se sentó a la mesa plegable y dijo:

—La puta crackera llama a casa. —Se rio de su propio chiste e hizo un corte de mangas.

Tiffany no recordaba su nombre, pero esperaba que su madre se enorgulleciera muchísimo de su hijo, que tenía el zurullo de South Park tatuado en la nuez.

Llamaron a la puerta. Esta vez Tiffany sí lo captó, dos golpes secos y enérgicos.

—¡Déjalo, Tiff! No querría molestarte. Tú quédate ahí como una imbécil.

—Truman abrió la puerta de un tirón. Apareció en el umbral una mujer con una de las camisas de cuadros de Truman, bajo la cual quedaban a la vista unas piernas de tono oliváceo.

—Pero ¿esto qué es? —preguntó Truman—. ¿Qué quieres?

—Hola, tío —contestó ella con voz débil. El amigo de Truman habló desde la mesa.

—¿Eres la chica de Avon o qué?

—Oye, guapa —contestó Truman—, entra si quieres, pero creo que vas a tener que devolverme la camisa.

Eso arrancó una risotada al amigo de Truman.

—¡Esto es increíble! En serio, ¿es tu cumpleaños o qué, Tru?

Tiffany oyó que se vaciaba la cisterna en el cuarto de baño. El doctor Flickinger había terminado con lo suyo.

La mujer de la puerta levantó una mano y agarró a Truman por el cuello. Él dejó escapar un ligero resuello; el cigarrillo le saltó de la boca. Hincó los dedos en la muñeca de la visitante. Tiffany vio que la mano de la mujer perdía color por efecto de la presión, pero no soltó a Truman.

Las mejillas de este se tiñeron de rojo. Corrían hilillos de sangre de las heridas que abría con las uñas en la muñeca de la mujer. Aun así, ella no lo soltó. El resuello se redujo a un silbido. Con la mano libre, Truman buscó a tientas la empuñadura del machete que llevaba en el cinturón y lo sacó.

La mujer entró en la caravana al tiempo que detenía con la otra mano el antebrazo de Truman a media estocada. Lo obligó a retroceder y lo estampó contra la pared opuesta. Ocurrió tan deprisa que Tiffany no llegó a registrar plenamente el rostro de la desconocida, sino solo la cortina de cabello enmarañado, que le caía hasta los hombros, tan oscuro que parecía teñido de verde.

—Eh, eh, eh —dijo el amigo de Truman mientras cogía la pistola de detrás de un rollo de papel de cocina y se levantaba de la silla.

En las mejillas de Truman, las manchas rojas se habían extendido hasta convertirse en nubes moradas. Emitió un ruido semejante al chirrido de unas zapatillas sobre parquet, y su rostro se transformó en la mueca triste de un payaso. Se le quedaron los ojos en blanco. Tiffany veía latir su corazón en la piel tirante a la izquierda del esternón. La mujer poseía una fuerza asombrosa.

—Eh —repitió el amigo de Truman al tiempo que la mujer asestaba un cabezazo a Truman.

Le partió la nariz y el chasquido sonó como un petardo.

Un chorro de sangre se elevó hacia el techo, y unas gotas salpicaron la tulipa del aplique. Las mariposas, enloquecidas, arremetían contra el cristal produciendo un sonido semejante al repiqueteo de los cubitos de hielo contra un vaso.

Cuando Tiffany volvió a bajar la mirada, vio a la mujer zarandear el cuerpo de Truman en dirección a la mesa. El amigo de Truman, de pie, apuntó con el arma. En la caravana resonó algo parecido al ruido atronador de una bola de bolos de piedra. En la frente de Truman cobró forma una pieza de puzle irregular. Un pañuelo hecho jirones cayó sobre el ojo de Truman, piel con una porción de ceja, desgarrada y colgante. La sangre se desparramó por su boca torcida y le resbaló hasta el mentón. La tira de piel con parte de la ceja batió contra la mejilla. A Tiffany le recordó a esas esponjas como fregonas que limpiaban el parabrisas en los túneles de lavado.

Una segunda bala perforó el hombro de Truman, y la sangre roció la cara de Tiffany. La mujer embistió al amigo de Truman con el cadáver. La mesa se desplomó bajo el peso de los tres cuerpos. Tiffany no oía sus propios gritos.

Se produjo un salto en el tiempo.

Tiffany descubrió que se hallaba dentro del armario, en un rincón, tapada hasta la barbilla con una gabardina. La caravana se mecía sobre su base al compás de unos golpes ahogados y rítmicos. Tiffany se vio arrastrada a un recuerdo de muchos años atrás, en la cocina del restaurante de Charlottesville: el cocinero ablandaba carne de ternera con un mazo. Los golpes se parecían a esos, solo que eran mucho mucho más potentes. Se oyó un desgarrón de metal y plástico, y acto seguido cesaron los golpes. La caravana dejó de moverse.

Llamaron enérgicamente a la puerta del armario.

—¿Estás bien? —Era la mujer.

—¡Vete! —exclamó Tiffany. —El del baño ha salido por la ventana. No creo que tengas que preocuparte por él.

—¿Qué has hecho? —preguntó Tiffany entre sollozos. Estaba manchada de sangre de Truman y no quería morir.

La mujer no contestó de inmediato. Tampoco era necesario. Tiffany ya había visto lo que había hecho, o había visto suficiente. Y había oído suficiente.

—Deberías descansar —aconsejó la mujer—. Descansa.

Al cabo de unos segundos, a través del eco persistente de los disparos, Tiffany creyó oír el chasquido de la puerta exterior al cerrarse.

Se arrebujó con la gabardina y, entre gemidos, pronunció el nombre de Truman.

Él la había enseñado a fumar crack: da pequeños sorbos, decía. “Te sentirás mejor.” Vaya embustero. Vaya cabrón había sido, vaya monstruo. ¿Por qué entonces lloraba por él? No podía contenerse.

Ojalá hubiera podido, pero no podía.

8

La chica de Avon que no era una chica de Avon se alejó de la caravana y regresó al laboratorio de meta. El olor a propano era más intenso a cada paso que daba, hasta que un tufo a rancio invadió el aire. Detrás de ella quedaba el dibujo de sus pisadas, blancas, pequeñas y delicadas, formas que salían de la nada y parecían hechas de pelusa de algodoncillo. Los faldones de la camisa prestada ondeaban en torno a sus largos muslos.

Delante del cobertizo, desprendió un papel atrapado en un arbusto. El encabezamiento anunciaba con grandes letras azules: ¡todo está en liquidación todos los días! Debajo incluía fotos de frigoríficos tanto grandes como pequeños, lavadoras, lavavajillas, microondas, aspiradoras, compactadores de basura, procesadores de comida y muchas cosas más. En una foto aparecía una joven esbelta en vaqueros; dirigía una sonrisa de complicidad a su hija, rubia como mamá. La monada de criatura acunaba un bebé de plástico en los brazos y devolvía la sonrisa. También había grandes televisores en los que salían hombres jugando al fútbol, hombres jugando al béisbol, hombres en coches de carreras, y barbacoas junto a las cuales se veía a hombres con tenedores gigantes y pinzas gigantes. Aunque no lo decía abiertamente, el mensaje del anuncio era inequívoco: las mujeres trabajan y cuidan del nido mientras los hombres asan las presas cobradas.

Evie enrolló el anuncio y empezó a chascar los dedos de la mano izquierda debajo del extremo. Con cada chasquido saltaba una chispa. El papel prendió con el tercero. Evie también sabía asar. Sostuvo el anuncio enrollado en alto, examinó la llama y arrojó el papel al interior del cobertizo. Se alejó briosamente y atravesó el bosque en dirección a la Interestatal 43, conocida entre los lugareños como Ball’s Hill Road.

—Un día ajetreado —dijo a las mariposas que de nuevo revoloteaban a su alrededor—. Muy pero que muy ajetreado.

El cobertizo estalló y ella no se volvió; tampoco se inmutó cuando un trozo de acero acanalado pasó silbando por encima de su cabeza.

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