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Tomás Calvillo Unna

05/04/2017 - 12:00 am

La necesaria extrañeza

Hay una pérdida que es difícil de apreciar, porque no tenemos los intervalos, los momentos, los espacios, para percibir y retomar la experiencia de vida desde otro territorio que no esté tan expuesto.

Hay una pérdida que es difícil de apreciar, porque no tenemos los intervalos, los momentos, los espacios, para percibir y retomar la experiencia de vida desde otro territorio que no esté tan expuesto. Pintura: Tomás Calvillo

La rutina mata, suelen decir algunos en forma exagerada, como advertencia para no perder el ánimo en las tareas diarias que emprendemos. El ánimo es fundamental, se puede decir que es la energía misma que nos habita y nos expresa en nuestro actuar, le imprime una cierta calidad a las cosas que hacemos y a los eventos donde nos involucramos.

Pero algo sucede en el día a día, más aún en esta época, donde las notas de toda índole se filtran y pretenden robar nuestra atención. No es exagerado decir qué hay una para cada segundo, sea en forma de imagen, fotos, ilustraciones, escenas de cualquier tema, música de todos los géneros, conversaciones en la radio o en la calle que repiten algún tema viralizado (como se califica hoy a la expansión por minutos de alguna información que se vuelve dominante).

En este proceso  que estructura una forma de lenguaje aparentemente siempre renovado, vamos perdiendo una plasticidad propia del existir que suele nombrarse: asombro, libertad, origen y demás; incluso en su forma más simple, frescura. Estas palabras y otras afines están desapareciendo de nuestro diccionario. Sin duda estamos más próximos a léxicos como: autómatas, virtualidad, impacto, redes, internautas.

Hay una pérdida que es difícil de apreciar, porque no tenemos los intervalos, los momentos, los espacios, para percibir y retomar la experiencia de vida desde otro territorio que no esté tan expuesto.

La explicación de la vida diaria a través de los múltiples medios electrónicos a nuestro alcance convierte la experiencia de la realidad en un catálogo interminable de temas que pueden ser consumidos cuántas veces sean posibles.

Si el asombro se menciona como el origen del pensamiento, hoy en día ha perdido su cualidad y se diluye en la competencia por la atracción del cliente que responde a los estímulos visuales y auditivos que lo vinculan a redes convertidas en suaves grilletes que nos encadenan a los circuitos de la información.

Portadas de periódicos  electrónicos donde aparecen los cuerpos destrozados de hombres y mujeres muertos en un atentado terrorista junto a la imagen de una candidata sonriente que compite para ser elegida gobernadora y ahí mismo, el jugador estrella de futbol abrazando su estatua recién inaugurada a la entrada del estadio; al parpadear nuestros ojos esas instantáneas de la realidad sellan la orfandad de nuestro destino diario: somos las generaciones de  “todo es lo mismo”.

¿Cómo recuperar la textura del conocimiento que atestigua la extrañeza como un principio vital, que recupera para el individuo su propio lugar en la experiencia, de su saber y saberes? La extrañeza, que no está programada, ni clasificada, que nos obliga a callar y sumergimos en la interioridad, explorando la naturaleza de nuestra mente y permitiendo recuperar la presencia radical del estar aquí y ahora, sin herramientas que intercedan con nuestro hábitat interno y externo.

Captar esa conciencia nuestra cuyo lenguaje no tiene que encontrar un espejo fuera, ni justificación alguna para desplegarse, una conciencia que circunda el espacio reconocido como propio, no como propiedad, sino como el lugar primario donde se articula nuestro entendimiento del existir, de nuestro estar y su fugacidad.

La masificación del ego como exposición continúa en la que participamos como una medusa cultural de millones de cabezas, ha introducido a todos los ámbitos, incluyendo al de la creatividad, una demografía avasalladora donde la competencia establece una suerte de lotería que cada segundo se expresa para hacer visible alguna particularidad. Paradójicamente el orden posible de ello se convierte en clasificaciones tipológicas que buscan en el mejor de los casos identificar rastros semejantes.

Las toneladas y toneladas de expresiones personalizadas suelen dominar la propia recepción de las mismas y la empatía posible es sustituida por una suerte de aturdimiento.

Los algoritmos se vuelven un lenguaje obligado y refuerzan la automatización de las experiencias y del propio conocimiento, acotándolo a prácticas que facilitan el acoplamiento al aceleramiento de los procesos culturales donde  vitalidad  y funcionalidad son sinónimas.

Esta máquina sociológica sofisticada se asienta cada vez más en las fórmulas matemáticas que escanean las densidades demográficas para codificar y elegir los rostros cambiantes de la realidad, en sus dinámicas de selección cuantitativa. Gustos, transmutado en apetitos insaciables, aparecen como ganancias continuas en un montaje de gratuidad que premia la lealtad del consumidor adherido en cuerpo y alma…

Cómo retomar el aliento, el ánimo, en ese marasmo que parece cada vez más imparable, de una y otra y otra y otra expresión multifacética que la sociedad de la llamada “información y conocimiento” esculpe sin reparo, aniquilando esas texturas vitales de la condición humana en su presencia desnuda, sin atajos pretendidamente civilizatorios de su camino que recorre entre la vida y la muerte conocido como historia.

Restituir la extrañeza como señal irrenunciable de nuestra condición es una tarea necesaria y relevante. Recuperarla más que el propio asombro que se encuentra asediado, casi convertido en una presa del cautiverio de los espectáculos, asimilado a la industria del turismo y demás.

En cambio la extrañeza retiene su poder e impide la celebración cotidiana de una ganancia o de la inercia de esta industria global que busca exprimir y mostrar todo lo que se encuentre a su paso.

La otredad y el otro, los vasos comunicantes de la historia y la antropología e incluso la creación y desmesura de la literatura están siendo estrujadas en sus disciplinas de conocimiento por estos engranajes y corren incluso el peligro de agonizar como le sucede  hoy en día a la ciencia política y su ámbito.

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