SICILIA: UN VIAJE AL FONDO DE LA NOCHE

05/04/2012 - 12:00 am


El propio Javier Sicilia explica que la penúltima versión de El fondo de la noche, la novela que en días recientes lanzó bajo el sello de Random House Mondadori, la dejó lista antes de su viaje a Filipinas, de donde tuvo que regresar hace un año debido al asesinato de su hijo Juan Francisco, en Cuernavaca, Morelos.

Por ello, explica el poeta Sicilia, aunque la novela se sitúa en Auschwitz y narra acontecimientos que sucedieron ahí, “convergen en ella el duro presente de mi vida, el mal que padece mi país y el sentido de la gracia que se mezcla con ellos. Leer el pasado en el presente simultáneo de esta novela, es mirar el futuro de lo que hoy vivimos en México y el inmenso, inabarcable y pobre sentido de la luz de la gracia en medio del mal y de la oscuridad de la historia”.

Gracias a la cortesía de Random House Mondadori y del propio autor, le ofrecemos a los lectores de SinEmbargo.mx el primer capítulo de El fondo de la noche.

 

LA MAÑANA Y LA NOCHE

Abrió los ojos y el día, que entraba por la ventana de su habitación en Varsovia, lo lastimó como un cuchillo. Permaneció acostado sobre su espalda en espera de que la luz se acomodara a la lentitud con la que en los últimos años su vista respondía a ella, una lentitud que se agregaba al agotamiento de sus huesos, de sus arterias, de su corazón y sus pulmones. Noventa y cuatro años eran ya demasiados para una vida y, sin embargo, en ese preciso momento, de cara a ese deslumbramiento y al frío que sentía, se dio cuenta de que detrás de esa afirmación, todo en él rechazaba la muerte. No quería morir, no quería enfrentarse a ese frío que, a pesar del verano y de la calidez de las cobijas, se adhería a sus huesos como aquel día de julio de 1941 en que el padre Maximiliano Kolbe —o Raymundo, como solía llamarlo para sí en alusión al nombre que llevaba antes de abrazar el hábito franciscano— cambió su vida por la suya y murió en los sótanos del bloque 11 de Auschwitz. Desde entonces no había vuelto a sentirlo con tanta precisión y agobio. Era como si la intoxicación que desde entonces había ocultado en su interior hubiese llegado al límite donde la vida no puede regresar.

Ni siquiera en el Lager, después de la muerte de Kolbe y durante los años de encierro que precedieron a la liberación, bajo las inclemencias del invierno, la soledad, el hambre y las palizas de los Kapos; ni siquiera cuando en los momentos de la liberación, con los soviéticos ya en Polonia, fue desalojado en esas espantosas “marchas de la muerte” en las que los nazis hicieron perecer a muchos de los últimos sobrevivientes, lo había sentido con esa aguda punzada con la que la luz hería en ese momento sus ojos y el frío se le extendía por todos los tejidos del cuerpo, como si emanara del fondo mismo de los huesos.

Los cerró un instante y volvió a verse poniéndose en marcha bajo la noche y el invierno, entre reflectores y centenares de SS armados y acompañados de sus perros, apretujado a una multitud de 150 esqueletos envueltos en harapos y rapados como él. Atrás, en los escombros dejados por los nazis, quedaban los presos de los otros bloques, aguardando su turno para iniciar la marcha, los enfermos que, se decía, serían asesinados a quemarropa antes de la llegada de los rusos, y la silueta de la chimenea, que hacía días había dejado de funcionar, pero cuyo pestilente aroma les había impregnado la piel y los harapos con el sello indeleble del infierno. Adelante, lo incierto, la orden de que se les llevaría a la retaguardia.

Abrió de nuevo los ojos y, bajo el peso de la luz, como si nunca se hubiesen ido, volvió a escuchar los gritos de los SS: “Más rápido, perros piojosos, más rápido”, y a verse, junto a esos 150 esqueletos, correr como una jauría hambrienta, famélica y domesticada. Volvió a ver las ráfagas de las metralletas sobre los cuerpos de los que caían de fatiga y la sangre sobre el lodo y la nieve.

Pero aun ahí, bajo ese recuerdo atroz que llegaba a su memoria con una nitidez deslumbrante, no volvió a sentir el frío que ahora lo atenazaba. Quizá, sí, quizá se había insinuado, pero en medio de su carrera —lo veía como si la cortina por donde se filtraba la luz se volviera la pantalla de un extraño cinematógrafo—, la seguridad de que Kolbe lo había salvado para siempre lo acompañaba, y, repentinamente, en medio del terror, de los gritos, de los heridos y el traquetear de las metralletas, repentinamente —como si el milagro se confirmara— se encontró libre, lejos de los SS —uno de los 22 esqueletos, de aquellos 150, que había sobrevivido—, un hombre que, arropado por el agradecimiento, había ocultado para siempre su frío en el tibio calor del milagro.

Ese agradecimiento, cuando volvió entre los suyos, se convirtió en una incesante indagatoria sobre la vida de aquel extraño hombre y en un dar testimonio de su santidad, como si en realidad él, a causa del milagro, hubiese muerto en los sótanos del bloque 11 y Raymundo, usurpando su muerte, la muerte que a él le pertenecía, hubiese vivido en y a través de él, ajeno al frío, arropado durante 47 años en su cuerpo y en sus palabras. Donde quiera que lo llamaban, donde se levantaba un monumento o un templo en su honor, ahí había estado él para hacer surgir en el vestigio de su sobrevivencia la grandeza de Kolbe. El propio Paulo VI, en 1971, durante la ceremonia de beatificación, lo había invitado y le había otorgado un lugar preeminente: el del espécimen vivo, el de “un desconocido” —así lo dijo el papa en su discurso—, por el que Kolbe había dado su vida, la prueba viviente de su santidad, de su amor por los otros. Lo mismo había hecho Juan Pablo II en 1982 cuando lo elevó al culto universal de los santos.

Desde entonces, en la calle, en el trabajo, en los cientos de escritos y biografías sobre Kolbe, en los lugares a donde había sido invitado a dar testimonio, él, “un desconocido”, era sólo el hombre al que Kolbe salvó la vida, una referencia, un dato en el centro de las virtudes heroicas de un hombre santo.

A nadie, fuera de ese acontecimiento y de las declaraciones que le habían pedido durante los procesos de beatificación y santificación —declaraciones que no diferían de las de otros que lo habían conocido o tratado en la intimidad; que no diferían tampoco de los miles que otros más han dado sobre otros santos, como si lo importante se redujera, no a lo humano, a sus claroscuros y a sus vertientes ambiguas, sino a la monótona estrechez de lo sobrehumano—, le había importado su vida. Nadie, durante todos esos largos años, se había ocupado por saber lo que realmente sentía él, el “desconocido”, el sujeto de tan sobrecogedor acto de amor. Nadie se había interesado en saber si sentía vergüenza de estar vivo en lugar de otro, de cargar con el peso de una gracia de la que habían sido excluidos otros, millones.

Y a decir verdad —debía confesárselo ahora que el frío lo ocupaba sin tregua, sin esperanza de aplacarlo y todo lo que estaba en sus más profundos adentros emergía con una helada punzante—, a él tampoco le había importado. Le había bastado ser el sujeto del milagro, el instrumento por el que Kolbe se había vuelto el mediador de una gran luz en el centro de las tinieblas, y su vida, sobre todo su vida, esa que Raymundo le había devuelto aquel verano de 1941 y que —volvía a recordarlo como un ritornelo que inútilmente buscaba convencerlo de que el frío volvería a irse— se había repetido —con su escape de la “marcha de la muerte” y la curación de su tuberculosis— dos veces más hasta llevarlo a cumplir 94 años.

¿Quién de todos los sobrevivientes de Auschwitz; quién, incluso, de los hombres que no habían padecido lo que ellos, podía cumplir 94 años? Era como si Kolbe confirmara con eso lo inequívoco de su santidad, como si Raymundo, en el momento en que cambió su vida por la suya y, junto con otros miserables para los que no había habido un Kolbe, murió en los sótanos del bloque 11, le hubiera dicho: “¿Quieres vivir, sea. Te devuelvo tu vida a cambio de la mía; velaré por ella hasta el final?”

Sin embargo, ahora que realmente estaba al final, que se encontraba sacudido por el mismo frío de 1941, sintiéndose solo, como se había sentido solo aquella tarde en Auschwitz —porque el preludio de la muerte siempre tiene el mismo frío y la misma soledad—, y ya no estaba Kolbe para rescatarlo, sino su silencio y el final, el inequívoco final de la vejez y la muerte a la que siempre quiso escapar y había escapado, se miraba delante de todo aquello que había mantenido oculto en los sótanos de su conciencia, y por vez primera, bajo la luz que hería sus ojos, sintió vergüenza y miedo, ese miedo y esa vergüenza de los sobrevivientes de las catástrofes, esa sensación de desprecio de sí, de remordimiento, de saber que ese otro mejor que él —quizá mejor que esos miles otros que murieron en Auschwitz por compartir su miserable ración de pan, por negarse a cumplir una orden indigna, por rebelarse o arrojarse a las alambradas eléctricas antes que ir como bovinos a la cámara de gas—, había muerto en los sótanos del bloque 11 en lugar suyo.

“Ciertamente —se dijo para consolarse—, Raymundo no habría durado más de unos meses bajo aquel régimen.

La tuberculosis, las condiciones de Auschwitz y las que él tercamente se imponía, lo habrían aplastado como una pobre cosa en poco tiempo. Además, a diferencia de otros, no robé el pan de nadie, no acepté ningún cargo indigno.” Pero al final, en ese preciso momento —lo constató con un dolor que le contrajo el corazón más que el frío—, se acercaba a la muerte con la misma cobardía que mostró el día que lo designaron para ella, con esa sensación de pérdida de fe que había estado presente en él hasta que Kolbe lo salvó, con el mismo frío y el mismo miedo que aquella tarde lo hicieron estallar en un llanto desesperado, y sintió, con una claridad tan espantosa como terca, la inutilidad del acto de Kolbe. “¿Por qué y para qué lo había hecho?”

Se enderezó súbitamente y el frío, el dolor de los huesos, la asfixia, las palpitaciones y el aroma a medicina y a vejez se acentuaron en su cuerpo como la evidencia física de su desolación. Buscó con mano temblorosa las pastillas y el vaso de agua sobre la mesita de dormir y, después de tragarlas, posó sus ojos en la fotografía colgada en la pared de enfrente, a un lado de la ventana, en el sitio exacto para que su mirada, al despertar, se topara con ella. Ahí estaba Raymundo, distinto y a la vez semejante a como lo había conocido y lo llevaba dentro de sí: el pelo corto, la frente amplia, la nariz regular y bien proporcionada, que armonizaba con la sensualidad de sus labios de los que, por desgracia, faltaba la sonrisa, tan suya, tan fascinante y misteriosa; la barba —que sólo había visto en fotografías— larga y entrecana como la de un patriarca; y sus ojos, enmarcados en unos lentes redondos, severos e indulgentes, penetrantes y compasivos, bajo un duro entrecejo que acentuaba el enigma.

Los miró largo rato, como si contemplara un jeroglífico cuyo nebuloso significado había entrevisto muchos años atrás, pero que repentinamente, como cuando lo conoció, había dejado de entender, como si más allá de la oscuridad del sótano del bloque 11 no hubiera nada, y la pregunta subió a sus labios con el estremecimiento del frío: “¿Por qué y para qué?”

La frase de Jesús: “Nadie ama más que aquel que da la vida por sus amigos” —y que el acto de Kolbe, después de 2 000 años, en el centro de un siglo ateo y poblado de las idolatrías históricas, había llenado nuevamente de carne, de presencia, de concretud; esa frase que, encarnada en su vida, le había valido su ingreso en los altares, y que a él, a lo largo de los años, lo había mantenido maravillado y consolado— le parecía ahora vacía. Ni siquiera las conversiones que había suscitado el acto de Raymundo, ese acto que le había permitido volver con su familia y ver crecer a sus hijos y a sus nietos ni los consuelos que había traído a miles de otros, daban respuesta a su pregunta y al sinsentido que lo habitaba esa mañana. “¿Cuántos de ellos —se preguntó sin apartar la vista de la fotografía—, si volviera a repetirse ese horror, serían capaces del gesto de Raymundo?” Recordó a muchos, ahora ya muertos que, al igual que él, habían sido sobrevivientes y, al igual que él, amaban a Kolbe, y se dio cuenta que su amor no los había mejorado, que ese acto tan simple como inmenso no había disminuido un ápice del mal. Por el contrario, después de su muerte, todo se hizo más terrible: se construyeron las cámaras de gas y los crematorios, y cuando los 40 km2 del campo de Auschwitz se hicieron insuficientes, los nazis construyeron Birkenau, el auschwitz ii —como lo llamaban con su jerga técnica—, con cuatro nuevas cámaras de gas y cuatro crematorios. Diariamente —aún hoy, después de casi cincuenta años, podía percibir el humo y oler su peste con la misma claridad con la que percibía el aire rancio de su habitación— se incineraban 5 000 víctimas en los crematorios II y III, y 3000 en el IV y V. A veces, cuando el número de los cadáveres era mayor, se les quemaba en fosas. Hacia el final de la guerra, en el verano de 1944, tres años después del sacrifico de Raymundo, durante la deportación de los judíos de Hungría, el número de víctimas diarias se incrementó a veinticuatro mil.

Los rusos, esa peste blanca y después roja, con la que su pueblo había tenido que vérselas casi desde el nacimiento de Polonia, no habían sido menos generosos. No sólo durante la liberación dejaron que los partisanos polacos y los nazis se despedazaran entre sí, para que la ocupación de Polonia —ya pactada con los aliados— se hiciera más cómoda, sino que después de la matanza de Katyn, en 1940 —esa matanza en la que durante días enteros se ejecutaron a 25 700 detenidos con un tiro en la nuca, y que durante años (hasta que en 1992, Boris Yeltsin tuvo que reconocerlo ante Lech Walesa) se había atribuido a los nazis—, miles de polacos y judíos fueron enviados a podrirse en los Gulag de Siberia.

Tampoco su pueblo, su heroica Polonia, había sido mejor. Recordó —mientras sus ojos seguían fijos en los del retrato de Kolbe— que durante el ataque de Hitler contra la URSS, cuando Kolbe y él estaban a punto de protagonizar ese acto que cambió para siempre su vida, en la zona ocupada por Stalin, la población de veinte aldeas alrededor de Lomza, impregnadas del odio a los judíos comunistas y animada por el arribo de los alemanes, asesinó a miles de judíos. Solamente en Jedwabne, 1 600 fueron torturados y quemados vivos. Y la inteligencia católica —esa a la que en cierta forma Kolbe pertenecía— que en 1942, en sus publicaciones clandestinas, protestó contra las deportaciones de los judíos a los campos de la muerte y pidió por caridad cristiana que se ayudara a los que todavía podían ser salvados; esa misma inteligencia, en esas mismas publicaciones, había reproducido muchos artículos que, si no anulaban el llamado, lo volvían ambiguo. Y sin apartar los ojos de la fotografía, como si confesara algo de lo que en ese momento sentía una amarga vergüenza, recordó las declaraciones que el escritor Zofia Kossak hizo en el órgano del Frente católico: “Nuestros sentimientos en relación con los judíos no han cambiado. No dejamos de ver en ellos a los enemigos políticos, económicos e ideológicos de Polonia. Nos damos cuenta incluso que nos odian más que los alemanes que nos hacen responsables de su desgracia”. “Cuántos de nosotros —pronunció con un ligero susurro, como si dijera un secreto a Kolbe—, cuántos de nosotros, Raymundo, después de ese tipo de declaraciones, habríamos querido ayudar a esos enemigos?”

¿Y el mundo liberal? Por su mente comenzaron a desfilar los nombres de Hiroshima y Nagasaki, Corea, Argelia, Vietnam; los genocidios de las juntas militares en América Latina; las matanzas fratricidas de África bajo los ojos impávidos de la ONU; las guerras étnicas de la vieja Yugoslavia; las revueltas obreras de Polonia y sus purgas bajo la ocupación soviética, y, por fin, de nuevo la liberación, que había concluido con una Polonia que lentamente, dándole la es- palda a una europa que cien veces la había traicionado, se arrojaba en brazos de los Estados Unidos.

Aun la paz de ese mundo —esa que él mismo había celebrado con la caída del Muro de Berlín—, esa paz que tanto había deseado —debía confesárselo ahora en que ya no podía ni valía la pena mentirse— estaba llena de un mal que se había hecho muy sutil, como si lo peor de la Alemania nazi: la técnica puesta al servicio de lo inhumano, se hubiese fabricado una máscara democrática de bondad humanitaria para transitar de las carnicerías pseudogenéticas del doctor Mengele, a las manipulaciones controladas bajo la asepsia de los laboratorios y a las operaciones transgenéricas; de la esclavitud ideológica y carcelaria, a la esclavitud deseada del mercado; del arrasamiento armado de naciones, pueblos y naturaleza, a su lenta destrucción por la inversión, el capital y la guerra focalizada.

Pero no necesitaba ir tan lejos, él mismo, a quien Raymundo había salvado, cuya vida estaba cocida a la suya como una sombra a un cuerpo y, por lo mismo, tenía más que nadie la obligación de ser mejor, tampoco había progresado. Aunque ni un solo día había dejado de dar testimonio sobre la santidad de Raymundo, su vida, después de sobrevivir a Auschwitz y a su tuberculosis, se había reducido a la de un burgués: un buen padre de familia y un buen ciudadano, que si no había hecho mal a nadie, tampoco a nadie le había hecho bien; un hombre como todos, “un desconocido”, quizá más egoísta —si egoísmo podía llamarse a la única regla moral que había en el Lager: “ocúpate de ti mismo”— de lo que fue en Auschwitz, y cuyo único mérito era haber sido salvado por Kolbe.

Con ese egoísmo, y con el mismo frío y el mismo terror de aquel día de verano de 1941, se acercaba a la muerte, y sin dejar de mirar la fotografía volvió a pronunciar: “¿Por qué lo hiciste, de qué había servido?”

Apartó la mirada del retrato, se incorporó trabajosamente y, tomando su bata, salió al pasillo. Ese día, sábado, la mujer que lo ayudaba y sus hijos, que lo visitaban, no vendrían y sintió que el frío y la soledad se volvían más intensos.

Caminó hasta la cocina y, después de prepararse una taza de té, se dirigió a su estudio: un cuarto contiguo al de su recámara donde textos y biografías de Kolbe se apiñaban sobre el escritorio. en la pared, junto a los retratos donde aparecía con su familia, con algunos sobrevivientes y con Paulo VI y Juan Pablo II, se encontraban otros tantos del franciscano.

Abrió la cortina. Se sentó con la taza de té ante su escritorio y miró por la ventana: Varsovia, no la de su infancia, sino esa nueva que, reconstruida, quería borrar el pasado en el bullicio de su tráfico y de sus modernos suburbios y centros comerciales, se extendía como una sepultura. Bebió un trago de té y en un acto reflejo tomó el suéter que la noche anterior, antes de acostarse, había dejado en el respaldo de la silla y se lo puso. Pero no lo calentó. El frío, lo sabía —no había dejado de saberlo desde que abrió los ojos y la luz se le enterró en la mirada como un cuchillo—, no venía de afuera, sino de dentro, de Auschwitz, de los “sótanos de la muerte”, de ese Raymundo que lo había poseído hasta no permitirle ya saber dónde terminaba él y dónde empezaba Kolbe. Si quería detenerlo o, al menos, reconciliarse con él debía responder a esa pregunta que lo atenazaba, que había emergido, pura y perentoria, a las partes más claras de su conciencia y de la que dependía el sentido que se había borrado de su vida como se borraban los cuerpos de los asesinados en la chimenea de Auschwitz.

Volvió a tomar un trago de té y, contemplando de nuevo uno de los retratos de Kolbe, cerró los ojos.

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