La falacia de una nueva Constitución

05/02/2014 - 12:00 am

En un mundo ideal, una Constitución es un texto general que debe contener tanto los derechos fundamentales de los individuos como los lineamientos básicos sobre la forma de gobierno y las instituciones. Con el fin de proteger a las minorías que puedan verse afectadas por su reforma, casi todos los países han diseñado procesos lentos y tortuosos para cambiarla.

Como se aprecia arriba, esto no sucede en México. A lo largo de casi cien años de haber entrado en vigencia la Constitución de 1917, se han realizado cientos de reformas, en ocasiones contradictorias. También una buena parte de los cambios han sido innecesarios o poco más que buenos deseos, como dotar al individuo de derechos incumplibles.

Por lo anterior una de las más actividades más recurridas por académicos y políticos es impulsar la idea de instalar un nuevo constituyente. Incluso se puede llenar una biblioteca con obras prescriptivas sobre cómo debería ser nuestra carta magna, basados en innumerables foros, seminarios y conferencias. ¿Serviría? ¿O es una de tantas ruedas de hámster en las que se trata de meter a la opinión pública?

A continuación se presentarán algunos argumentos para repensar a nuestra ley fundamental y su transformación.

Creencia de que se puede diseñar un sistema perfecto

Existen dos maneras de ver las leyes. La primera como una forma de regular la actividad humana, sabiendo que tanto los particulares y los gobernantes comparten la misma naturaleza con sus virtudes y defectos. Bajo este supuesto las normas son imperfectas y deben constantemente revisarse para adecuarlas a entornos siempre cambiantes. En este marco la Constitución establece lineamientos básicos. Por lo tanto los cambios suelen darse en las normas secundarias y rara vez en la fundamental.

Es posible que se lleguen a aprobar arreglos ineficientes en una Constitución y que éstos lleven al colapso del orden institucional. Sin embargo cuando éste se restaura los cambios a la ley fundamental se centran en aquellos temas donde hubo fallas, sabiendo que eventualmente se cometerán otros errores. El proceso de reforma puede incluir adaptación de normas existentes en otros países o innovaciones cuando existe un problema inédito. Al final del ejercicio de revisión, el nuevo texto reflejará más continuidades que cambios.

La segunda manera de ver las leyes es creer que se puede diseñar una norma perfecta. De esa forma toda falla se entenderá como un problema de aplicación por parte de los individuos en lugar de los procesos que se establecen en su texto, convirtiéndose la ley en un programa o un ideal antes que un conjunto de reglas a aplicar. Como resultado tenderá a imperar la arbitrariedad antes que la legalidad, abriéndose una brecha entre la norma y la instrumentación.

Ejemplo de lo anterior son muchas de las transiciones a la democracia que se usan como ejemplo en nuestro país. Las constituciones de Alemania (1949), Francia (1958) y España (1978) se redactaron tras los colapsos de sus democracias en 1933, 1958 y 1939 respectivamente. Ninguna implicó una ruptura radical del pasado y cuando se encuentran innovaciones fueron como aprendizaje de los errores que se habían hecho.

Al momento que este orden colapsa, puede asumirse que se debió a que eligieron normas imperfectas, por lo que convendrá comenzar desde cero. Para ponerlo en términos más coloquiales, se piensa que puede romperse con la continuidad institucional y las inercias que ésta genera entre la población apretando un botón de “reinicio”. Esto expone a todo el sistema a un nuevo colapso.

Nuestra historia está llena de arreglos institucionales fallidos que sonaban a grandes ideas en su momento, los cuales llevaron a periodos de inestabilidad. Para dar algunos ejemplos se pueden mencionar las transiciones entre el federalismo y el centralismo entre 1824 y 1848, otorgar la vicepresidencia al segundo lugar de la elección entre 1824 y 1853, el Supremo Poder Conservador de 1836, la desaparición del Senado para aprobar de manera más rápida las reformas liberales en 1857, volver a un sistema colonial en la definición de derechos de propiedad en 1917… y muchos siguen pensando que tenemos la mejor Constitución, por lo que sólo bastaría con aplicarla y ya.

El mito de la voluntad política

Otro gran argumento que se escucha una y otra vez a favor de una nueva Constitución es que sólo falta que los políticos se pongan de acuerdo. El primer problema es que tal “acuerdo” por lo general sigue las visiones e ideales de quienes promueven un modelo determinado. Y si cada grupo tiene sus propias visiones tenemos como resultado el inmovilismo que hemos vivido por décadas.

Lo peor de este problema es que ninguna de las visiones maximalistas ha venido acompañada de un diagnóstico asertivo de por qué su visión es la más adecuada, basado en un análisis comparado y escenarios de impacto. Ningún arreglo institucional es perfecto y su aplicación traerá necesariamente efectos esperados e inesperados, pudiendo los últimos ser indeseados. Pero esto no debe entenderse como una justificación a la inactividad, sino un exhorto a revisar mejor lo que se propone, so riesgo de vernos hundidos en el diletantismo y los buenos deseos.

Todavía más: si cada grupo tiene sus preferencias y muchas de éstas son contrapuestas, es probable que un ejercicio de revisión de la Constitución traiga como resultado un documento quizás mejor redactado y ordenado, pero con disposiciones casi idénticas a las que hoy imperan.

¿Podemos todos los ciudadanos definir la mejor Constitución? Quizás si se tratase de una ley general, donde sólo se discutiesen los arreglos institucionales y no las garantías individuales. Sin embargo esto se dificulta si consideramos que muchas de las normas que se han insertado en nuestra ley fundamental fueron para proteger a ciertos grupos en detrimento de otros. Más adelante se volverá a este punto.

Texto aspiracional y confuso

En México no sólo hemos tenido el problema de que se ha buscado construir una norma perfecta. También vivimos por años en un régimen de carácter autoritario y hegemónico, donde imperaban las normas no escritas.

Como parte de su discurso de legitimación, se nos reforzó la creencia de que la Constitución era en sí misma perfecta, pues plasmaba los ideales de la serie de guerras civiles que conocemos como la Revolución Mexicana. Es decir, la ley fundamental se convirtió en un objeto de veneración y un programa antes que una norma. Bajo este régimen muchas reformas constitucionales se hicieron para fortalecerlo.

Cuando este régimen comenzó a entrar en crisis durante los años ochenta, comenzó a convertir a la Constitución en un texto programático y aspiracional a través de incorporar en su texto nociones contradictorias  principios antes que normas que apuntalasen la certidumbre jurídica. (1)

Si la Constitución es vista como un proyecto a alcanzar, entonces se facilita llenar su texto de buenos deseos, como el afán que tienen todavía hoy nuestros legisladores por plasmar nuevos derechos en los primeros artículos, muchos de ellos inalcanzables.

Finalmente si nuestra clase política sólo tiene la capacidad de pactar arreglos por el tiempo de su mandato, tenderán a plasmar sus acuerdos en el texto constitucional antes que en leyes que podrán ser reformadas por quienes les sucederán. Esto se vio de manera especial en las negociaciones del Pacto por México, donde no sólo se elaboraron textos bastante largos para temas como las telecomunicaciones, sino además se elaboraron transitorios donde se detallan las normas secundarias. Esto, como los otros asuntos tratados arriba, genera más ambigüedad y confusión a una norma que debería sentar principios generales.

Al respecto de lo aquí tratado, recuerdo una conferencia e Gabriel Quadri que se refería a nuestra Constitución como el Reglamento Político de los Estados Unidos Mexicanos. La descripción me parece adecuada para describir el estado de nuestra ley fundamental.

Aun así, imperaría el estatus quo

Pero dejemos a un lado todo lo anterior y supongamos que hay voluntad política para elaborar una nueva Constitución. Imaginemos incluso que se reúne el constituyente y elaboran una nueva carta magna. El texto, por mejores deseos que podamos tener podrá quizás ser más ordenado y mejor redactado que lo que hoy tenemos, pero su contenido ciertamente será casi idéntico.

La razón: si dejamos tan detalladas las normas en la ley fundamental, también hacemos difícil desarticular los intereses que se han tejido detrás de ella, mismos que defenderán sus cotos de poder a toda costa. ¿Van a dar un paso atrás porque estuviesen en un Constituyente de no haber mecanismos o presiones externas para hacerlo? Una vez más los buenos deseos se habrán topado de bruces con la Realpolitik.

Entonces, ¿qué esperar?

Por lo tanto una labor necesaria no será tanto redactar una nueva Constitución que posiblemente reproduzca nuestras visiones con sus prejuicios y atavismos, sino desregular la que tenemos. Quizás lo más conveniente para tener una norma fundamental más asertiva sea desregularla, pero se tratará más de un proceso lento de desarticulación y negociación con intereses beneficiados antes que un acto de generosidad espontánea y buena voluntad.

Ejemplo de este problema ha sido la negociación y aprobación de la reforma energética: se requirió una negociación lenta al interior del Pacto por México, negociar con el sindicato de Pemex en términos que todavía no conocemos y aun así la izquierda está jugando su capital político en su derogación.

¿Significa esto que debemos esperar mucho tiempo para que tengamos una mejor Constitución? Ciertamente la posibilidad de la reelección inmediata de legisladores federales llevará a procesos de negociación más estables, pero no veremos algo al respecto sino a partir de 2018.

Por lo demás, la democracia sólo puede ofrecer mecanismos para la toma de decisiones que, con una intervención y discusión adecuada, lleven a mejores resultados. Es hora de pensar estratégicamente en lugar de comprar discursos simplistas.

(1) Una obra útil para entender este proceso es Dogmática constitucional y régimen autoritario de José Ramón Cossío (México: Distribuciones Fontamara, 1998).

Fernando Dworak
Licenciado en Ciencia política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestro en Estudios legislativos en la Universidad de Hull, Reino Unido. Es coordinador y coautor de El legislador a examen. El debate sobre la reelección legislativa en México (FCE, 2003) y coautor con Xiuh Tenorio de Modernidad Vs. Retraso. Rezago de una Asamblea Legislativa en una ciudad de vanguardia (Polithink / 2 Tipos Móviles). Ha dictado cátedra en diversas instituciones académicas nacionales. Desde 2009 es coordinador académico del Diplomado en Planeación y Operación Legislativa del ITAM.
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