Por una teoría del favor

04/12/2013 - 12:00 am

“Hágame usted favor, le anda haciendo favorcitos al diputado. A la porfis porfis. Quesque pa conseguir su favor. Para ser su favorita. Pero usted ya sabe que a mí no me gusta estar a favor de alguien y menos los favoritismos. Así que de favor dígale que no la amuele, por favor.”

 ¿Qué diablos significa “favor”? De antemano pido disculpas por el desliz machista del párrafo anterior, pero resulta que en masculino no tiene la misma connotación y ése es exactamente el punto: ¿no le parece extraño que una de las palabras más usadas en nuestra lengua y en nuestro país tenga tantos significados? Y no sólo los nueve expuestos en dicho párrafo sino hartos más que le pueden venir a usted a la memoria o que se pueden consultar en cualquier diccionario.

La polisemia del “favor”, sospecho, no sólo tiene que ver con nuestra falta de imaginación para crear palabras precisas y únicas, sino también con nuestra forma de percibir el mundo y de relacionarnos los unos con los otros. ¿De dónde viene la sospecha? En primer término de que no todos los hispanohablantes la usamos de la misma forma; en segundo, de que muchos de estos usos son prácticamente intraducibles y; en tercero, de que algunos parecen provenir de formas de organización social que hemos tenido en el pasado. Supongo, también, que entender cómo se usa esta palabra en cada lugar de México nos ayudaría a entendernos más a nosotros mismos.

Porfis, no sea malita

Hubiera visto la cara de alegría de un amigo argentino cuando descubrió la utilidad, en el D.F., de esta frase. Fue como si le revelaran el abracadabra, el ábrete sésamo o cualquier otro conjunto de palabras mágicas que, en este caso, servían para agilizar los trámites administrativos en nuestra capital. Por supuesto, mi amigo argentino, como cualquier aprendiz de mago, no tenía idea de qué significaba la frase: ¿hágame el favor de no ser malévola?, ¿de ser sólo un poquito maldita? O sea, ¿la persona ya de por sí es mala pero, de favor, puede serlo un poco menos? Peor aún porque la frase era intercambiable por otra: “ándele, no sea malita”. ¿“Andar” significa “favor”?, ¿muévase usted de la maldad y pásese al lado de la luz? ¿O cómo? Y el asunto se complicó aún más porque también, acto seguido, mi amigo descubrió el sexismo oculto de la frase cuando le dijo “por fis, no sea malito” a un oficial de tránsito. Y no, no funcionó.

La idea de la maldad en México es interesantísima pero es asunto de otro texto. Más bien, en este caso, como sabemos todos los mexicanos pero no los extranjeros, la “maldad” tiene que ver con la travesura, con “hacer la maldad”. Es decir, con el ejercicio del libre albedrío desde una posición de poder: “aquí mis chicharrones truenan y se hace lo que yo digo”. De modo que pedirle, por favorcito, a una persona que no sea mala (o, mejor dicho, que no sea “malita” porque hay que usar todos los diminutivos con el mejor talante posible) significa que aceptamos nuestra posición inferior en la relación de poder y que estamos a merced de su voluntad, como súbditos ante un rey.

Pero, ¿por qué un servidor público, un carpintero, un gerente o una secretaria tienen necesidad de sentirse reyezuelos aunque sea por un segundo?

Necesito un favor

El uso de “favor” como sinónimo de “ayuda” está extendido por el mundo hispanohablante y probablemente tenga que ver con la raíz católica de nuestras culturas. Un cristiano-católico debe de ayudar a sus prójimos pero, en la realidad, sólo puede ayudar a unos cuantos. De modo que tiene que elegir, debe escoger a sus “favoritos”. A partir de ahí tenemos una amplia gama de “favores”: “me abre la puerta, por favor”, “le hice el favor de prestarle el carro”, “¿me podrías hacer el favor de presentarme a tu cuñado?”, etcétera.

Pero luego tenemos la maravilla de la redundancia: “le hice el favor de ayudarlo”, “hazme el paro, por favor” o “de favor deme quebrada, jefe”. Y es que en México (no en todo el país, por supuesto) el concepto del favor es harto más abarcador que el de ayuda e incluso puede incluir al de intercambio o al de negocio: “ayúdame a vender estos pantalones, por favor, y te llevas una comisión”. ¿Desde cuándo es una ayuda o un favor acordar un intercambio comercial?, ¿se trata de pedirle permiso al rey para que nos deje venderle a sus súbditos?

 Peor aún, en ciertos lugares de la República el favor mismo es una moneda de cambio: los favores se deben y se pagan con favores. Es una noción de justicia. Pero si en el apartado anterior ya veíamos que alguien “nos hace el favor de cumplir con sus obligaciones laborales” y se señalaba la disparidad de poder entre quien pide y quien concede un favor, ¿no pasa lo mismo en la compra-venta de favores? ¿Nunca le ha pasado que alguien quiera cobrarse un favor de forma desproporcionada?: usted pidió prestados, de favor, cien pesos; un mes después el otro le pide, por favorcito, treinta mil. Y sí, oh sí, sobre usted caerá el rechazo social si no accede. Ejemplo, una frase que escuché de mis estudiantes: “es bien puto el cabrón, le pedí de favor que me hiciera las tareas de mate y el muy hijo de la chingada no quiso”. Así, con todas sus letras.

Pareciera que la medida de intercambio de favores no reside, como en el mercado, en algo físico como el peso o la longitud, o siquiera en algo ajeno y conmensurable, sino en una idea vaga que cada uno de los sujetos tenemos de nosotros mismos. ¿En creernos reyezuelos?

Te hago el favor de que seas mi gato

Ejemplos abundan, pero ojalá no le haya sucedido. Uno de estos es el que señalaba párrafos atrás: el tipo que pidió que le ayudaran, por favorcito, a vender unos pantalones a cambio de una comisión. Unas semanas después, cuando el “ayudador” quiso regresar los pantalones no vendidos, se topó con que no sólo no podía regresarlos sino que, si no pagaba el monto completo en menos de un mes, se quedaba sin comisión, le partían el hocico y, además, lo iban a reportar por ladrón a la dirección de la universidad. Sí, eso sucedió en una universidad y no, no exagero. El “ayudador” terminó accediendo y pagando, gracias a la cartera de su papi, en tiempo y forma. Mejor aún, no dijo una sola palabra al respecto (salvo a su papi) y siguió siendo “amigo” de su explotador por muchos años.

¿No le parece a usted una historia fantástica? Debería. Pero si no le parece es que usted también conoce historias parecidas. Historias donde aquel que pide el favor no lo hace, como en el caso del primer subtítulo, admitiendo su posición inferior en la relación de poder. Sino todo lo contrario. Éste es el favor como una exigencia disfrazada, es el abuso de autoridad “por las buenas”. Es la aceptación de una de las peores aberraciones sociales: de que hay gente “superior” y gente “inferior”. ¿Por qué permitimos eso? ¿Por qué confundimos favor con obligación laboral, con ayuda, con negocio, con exigencia? ¿Por qué incluso hay quienes siguen siendo amigos de alguien aunque “todos sabemos que es un gandalla”?

 No lo sé de cierto. Pero cuentan que, durante la colonia, a veces el patrón conquistador le hacía el favor al indio de quitarle a una de sus hijas para llevarla a su casa como “criada”. ¿Será que aún no superamos nuestros traumas históricos?

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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