Jorge Javier Romero Vadillo
04/07/2024 - 12:02 am
La crisis de los partidos: el PRD
“El PRD fue siempre un partido de caudillo. Desde 1991 ya era evidente la imposibilidad de la deliberación democrática en una organización donde lo que pesaban eran ‘las bases’ que traía cada operador”.
La pérdida del registro del PRD tiene un simbolismo especial, porque este era la herencia de la irrupción de la izquierda histórica mexicana en las lides electorales, después de décadas de exclusión durante los tiempos más cerrados del régimen del PRI: fue conquista del Partido Comunista Mexicano (PCM), que se había afirmado como un foco electoral relevante, con alrededor del cinco por ciento de la votación, en los comicios de 1979, los primeros de la reforma política de los tiempos de la presidencia de José López Portillo (1976–1982), obra del secretario de gobernación Jesús Reyes Heroles, diseñada para canalizar electoralmente la inconformidad de izquierda y con ello evitar los brotes de violencia guerrillera que habían surgido después de las represiones a los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971.
Lo más relevante de la reforma política de 1977 –un paquete de reformas constitucionales y una nueva legislación electoral– fue el nuevo método para la inscripción de partidos a la competencia y una ampliación de la pluralidad, gracias a la introducción de un componente limitado de representación proporcional en la integración de la Cámara de Diputados, ampliada entonces a 400 escaños.
El nuevo diseño de registro de los partidos permitía que se presentaran a los comicios las organizaciones que demostraran tener al menos cinco años de actividad política, tuvieran una declaración de principios, unos estatuto y un programa de acción respetuosos del orden constitucional y presentaran candidaturas en la mayoría de los 300 distritos uninominales y en las tres circunscripciones plurinominales en las que se dividió al país, con lo que se abrió el abanico partidista de manera notable, después de décadas de que solo aparecieran en las boletas tres partidos distintos al PRI, dos de los cuales presentaban siempre al mismo candidato presidencial que el partido hegemónico.
Con las nuevas reglas pudo presentarse de manera reconocida legalmente el PCM, formación de larga historia, que había pasado de una época de ilegalidad completa, entre 1929 y 1935, a ser parte de la coalición política de la presidencia del general Lázaro Cárdenas (1934–1940) y luego a ser relegado al ostracismo, cuando en 1946 se estableció el nuevo pacto de elites del cual surgió el PRI, escorado a la derecha durante los años de la guerra fría, por lo que los comunistas no tenían ya cabida.
A pesar de su exclusión formal de las boletas, los comunistas habían presentado candidatos presidenciales en todas las elecciones, con excepción de la de 1970, cuando llamaron a la “abstención activa”, y en 1976 su candidato Valentín Campa logró una votación significativa, aunque ni su nombre ni el emblema del PCM aparecieran en las boletas, en una elección donde el único candidato registrado fue José López Portillo, bajo los logos del PRI, del Partido Popular Socialista y del PARM.
Los comunistas, ya bastante alejados de la ortodoxia soviética, hicieron por fin campaña legal para las elecciones legislativas de 1979 con una agenda atractiva y nuevos rostros, muchos de ellos jóvenes, y lograron un buen resultado, que los colocó como la tercera fuerza, detrás del avasallante PRI y el ya consolidado PAN, veterano de la época del sistema electoral proteccionista. La dirigencia del PCM supo entonces que para consolidarse como un referente electoral de izquierda democrática tenía que abandonar su denominación histórica y abrirse a un proceso de unidad con otros grupos, incluido el incipiente Movimiento de Acción Popular, con un programa más bien socialdemócrata.
Surgió entonces, en 1981, el Partido Socialista Unificado de México, el cual heredó el registro del PCM y, en 1987, después de otro proceso de ampliación, algo más caótico, la patente se la quedó el nuevo Partido Mexicano Socialista (PMS), en torno a la candidatura presidencial de Heberto Castillo; pero entonces el PRI se desgajó.
La principal causa de la ruptura del PRI en 1987 no fue ideológica, aunque sus líderes fueron capaces de presentarse como los guardianes de los principios históricos, frente al cambio de rumbo que el gobierno de Miguel de la Madrid le estaba dando a la economía. No era aquel el primer golpe de timón encabezado por un Presidente de origen priista. La diferencia es que hasta entonces hubo chamba para todos los emprendedores políticos relevantes y dinero para distribuir entre las múltiples redes de clientelas. En cambio, la crisis económica que estalló en 1982 había secado el pozo de las prebendas y había mandado al paro a muchos burócratas.
El cataclismo en el PRI arrastró a la izquierda, aplastada por el arrastre electoral de Cuauhtémoc Cárdenas y su Frente Democrático Nacional, al cual encauzó, después de la resistencia postelectoral, hacia la creación del Partido de la Revolución Democrática, pero las reglas electorales diseñadas por Bartlett habían vuelto a subir la barrera de entrada, restringiendo el registro al sistema de asambleas creado en 1946 para proteger al PRI, y el nuevo partido no pudo cumplir con los requisitos. Entonces el PMS se dejó fagocitar por la nueva coalición y le cedió su registro.
El PRD fue siempre un partido de caudillo. Desde 1991 ya era evidente la imposibilidad de la deliberación democrática en una organización donde lo que pesaban eran “las bases” que traía cada operador y donde la palabra final la tenía el líder nato. Cuando se hizo evidente la mengua política de Cárdenas, después de los magros resultados de su tercera candidatura en 2000, entonces la organización comenzó a girar en torno al nuevo hombre necesario, López Obrador, que ya desde su periodo como presidente del partido lo había convertido en la opción de salida del cascajo priista.
Cuando López Obrador decidió poner tienda aparte, los que se quedaron con el registro y unas magras clientelas locales perdieron la oportunidad de abrirse a un renuevo que incorporara a cuadros jóvenes de la sociedad organizada y se aferraron al control del menguante financiamiento público y a un puñado de cargos de elección. Al final perdieron toda identidad dentro de una coalición en la que no pegaban y en la que eran los coleros. Así, dilapidaron el patrimonio histórico de la izquierda programática. Aunque resulte lamentable, bien merecida tienen la extinción.
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