Sandra Lorenzano
04/06/2017 - 12:00 am
¿A los padres? ¡Quién sabe!
No hay mexicana o mexicano que no sepa que el 10 de mayo es el día de las madres. Es un día que amamos y odiamos por partes iguales: los medios escurren melcocha hablando de las “mamacitas”, los niños preparan durante semanas manualidades y bailables en la escuelas, las oficinas dan el día libre a sus empleadas, mientras el tráfico se desquicia en las ciudades y los restaurantes hacen su “agosto”. ¿Qué clase de hijo eres si no llevas a comer a tu mamá el 10 de mayo?
No hay mexicana o mexicano que no sepa que el 10 de mayo es el día de las madres. Es un día que amamos y odiamos por partes iguales: los medios escurren melcocha hablando de las “mamacitas”, los niños preparan durante semanas manualidades y bailables en la escuelas, las oficinas dan el día libre a sus empleadas, mientras el tráfico se desquicia en las ciudades y los restaurantes hacen su “agosto”. ¿Qué clase de hijo eres si no llevas a comer a tu mamá el 10 de mayo?
Pero… ¿y el padre? El viernes les pregunté a mis estudiantes, sabiendo que estamos ya muy cerca de la fecha, “¿cuándo es el día del padre?” (tengo que decir que en mi imaginario argenmex sólo tengo presente la fecha argentina, ¡qué mal! Pero es que allá está mi papá, claro). No estaba haciendo ningún estudio sociológico sino fijando el día de nuestro próximo encuentro; sin embargo, el pequeño debate que surgió sí sería digno de un estudio de psicología social. “¿El 15, no?”, preguntó una de las chicas. “No, el segundo domingo de junio”, contestó otra con absoluta certeza. “Me acuerdo bien porque casi coincide con mi cumpleaños”. “Para mí que es el tercer domingo”, añadió un tanto dudoso uno de los estudiantes, padre él mismo. Los diez terminaron riéndose: “Todos sabemos cuándo se celebra a las madres, pero ¿a los padres?… ¡quién sabe!”
En esta sociedad en que los dos modelos dominantes son: el padre ausente y el padre autoritario, los medios no han sabido cómo hacerlo melcocha, ni El Palacio de Hierro nos convence con sus corbatas y calcetines (y para la Harley Davidson, no nos hagamos ilusiones: nunca nos va alcanzar la quincena).
Podría hablar del comienzo de Pedro Páramo que siempre me pone la piel chinita:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en
un plan de prometerlo todo.
O podría hablar de ese otro terrible padre ausente de nuestra literatura que es Poncho Fernández en la gran novela de Josefina Vicens, Los años falsos. Como Rulfo también ella escribió sólo dos libros, excepcionales ambos: Los años falsos y El libro vacío. Vicens y Rulfo fueron, además, grandes amigos. Recuerdo en este momento el siguiente diálogo: “Oye, Peque, ¿por qué no escribes otro libro?”, a lo que ella contestó: “Oye, Juan, ¿por qué no escribes otro libro?”1 De más está decir que los dos siguieron fumando en silencio.
También podría irme más atrás en el tiempo literario y seguirle los pasos a la desgarradora figura de Telémaco tras las huellas de Ulises, o hablar de Edipo arrancándose los ojos, o de Isaac paralizado ante el cuchillo de Abraham, o de Kafka y sus cartas, o de dos autores que amo y que han hablado sobre la muerte de sus padres: Philip Roth en Patrimonio y Paul Auster en La invención de la soledad, o de la estupenda El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, o de la entrañable Un comunista en calzoncillos de Claudia Piñeiro, o de…
…Como alguien me dijo cuando yo reunía información para escribir Fuga en mí menor: toda la cultura occidental se basa en la búsqueda del padre, así que mejor ni intentar decir nada más.
Pero ya sabemos que soy necia (¿lo habré heredado de mi padre?) y esa necedad, más un párrafo leído en estos días y la charla con mis estudiantes, son los verdaderos culpables de estas líneas.
El párrafo está en El buen dolor de Guillermo Saccomano, una pequeña novela que el argentino publicó hace ya casi veinte años, pero que por azares del destino acaba de llegar a mis manos y me ha conmovido profundamente.
Los sábados, si estaba en casa, después del desayuno, papá te llevaba a caminar.
(…) Y mientras caminaban, papá hablaba de una idea que le daba vueltas. (…)
Hablaba, hablaba y hablaba, porque sólo hablando, te decía, redondeaba la idea.
A vos te parecía que estaba ensayando un discurso… Al callarse, intrigado, papá
te preguntaba si habías entendido su idea. Si no la habías entendido, todo su
esfuerzo había fracasado. Como no querías apenarlo, durante su ensayo vos te
grababas algunas frases.2
“Como no querías apenarlo”, piensa el hombre recordando al niño que fue. La misma sensación envuelve a Orhan Pamuk cuando su padre le da –casi como ofrenda- una maleta donde están todas las páginas que ha escrito a lo largo de la vida. Esa maleta pone en escena lo dicho y lo no dicho entre ellos, los temores y las expectativas, la competencia y los abrazos silenciosos, los miedos y las alianzas.3
Y en este recorrido por otros modos de ser padre, o de ser hijo, viene a mi memoria un texto que adoro, el de Luis García Montero “Por qué no sirve para nada la poesía”. En él, el poeta cuenta el momento en que su padre tomaba un libro de la biblioteca familiar para leerles, con voz teatral, algún poema a los hijos. Todos mis hermanos se escabullían, dice Luis. “A mí me daba vergüenza dejarlo solo: creo que ése es de verdad el motivo de mi afición a la poesía”.4
Mi papá, como el del granadino, también nos leía “La canción del pirata” de Espronceda.
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.(…)
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
No sé si mis hermanos se escabullían o si se la aprendieron de memoria. No sé si mi padre sabe que yo sí la recuerdo y que cada tanto me la repito como un mantra que me da ánimo en momentos difíciles: que es mi dios la libertad…
Tampoco sé si las mujeres hemos escrito menos que los hombres sobre la relación con el padre. Tal vez sí. Pero hago aquí una confesión: quizás todo lo que hago en la vida no sea más que una forma de decirle a mi padre que siempre quise ser digna de su amor al pirata de Espronceda.
- En Gabriela Cano y Verena Radkau, Ganando espacios. Historias de vida: Guadalupe Zúñiga, Alura Flores y Josefina Vicens. 1920-1940, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1989.
- Guillermo Saccomano, El buen dolor, Buenos Aires, Emecé, 1999.
- Ver Orhan Pamuk, “La maleta de mi padre”, discurso pronunciado al recibir el Premio Nobel en 2006.
- En Antonio Muñoz Molina, Luis García Montero, Por qué no es útil la literatura, Libros Hiperión, 1993.
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