LA OBSESIÓN DE ESCRIBIRLO TODO

04/05/2012 - 12:00 am
Alejandro Páez Varela

Aunque Alejandro Páez Varela (Ciudad Juárez, 1968) es, como él mismo apunta en su biografía, “fundamentalmente reportero” y como tal ha ejercido desde las funciones más duras en los inicios de su profesión (fue, de hecho, cronista de policiales en su siempre convulsionada tierra natal) hasta las más encumbradas, como la que lo encontró hace unos meses junto a su amigo y colega Jorge Zepeda Patterson al frente la tarea de dotar al periódico El Universal de un lenguaje periodístico de avanzada, hay algo más fuerte en él que la monástica actividad reporteril.

Se trata de una fuerza que lo ha impulsado y lo impulsa aún en un vértigo imparable y ante el cual se enfrenta cada día con más herramientas: la fuerza de la escritura, de la palabra cincelada al pie de la última noticia en un ordenador que despide llamas gigantescas a menudo o dibujada sin mesura en “las manteletas de papel de los restaurantes y bares que acostumbro, que no son muchos pero sí recurrentes”, como el propio autor ha contado.

Su obsesión por escribirlo todo y siempre con el mismo asombro, se parece a cuando Guillermito, el inquieto hermano de Mafalda, descubrió todo lo que podía hacer con su novedosa y primeriza arma en ristre: “¡Cuántas cosas hay adentro de un lápiz!”, le dijo sorprendido una de las entrañables criaturas de Quino a su padre, hablando, por supuesto, en nombre del legendario dibujante argentino.

Desde que Alejandro Páez Varela, muy a pedido y se supone que en forma gratuita, tomaba el nombre de sus compañeritas y escribía con él un poema espontáneo en la escuela primaria, descubrió todas las cosas que hay adentro de un lápiz, de una máquina de escribir, de una resma de papeles blancos y no paró.

En Día Siete, la revista que subdirigió durante más de una década, en Newsweek, donde es colaborador asiduo, en SinEmbargo.mx, el sitio de Internet que propone “un periodismo digital con rigor”, hay decenas, cientos, miles de textos de Alejandro.

Y escribiendo mucho, también escribe de todo. Por algo ha recibido en 1999, cuando apenas tenía 31 años, el Premio Latinoamericano de Periodismo de Finanzas de Columbia University y Citibank y por algo también el gigante editorial Planeta lo convoca anualmente para que participe de sus libros colectivos o se anime con uno propio como la primera biografía de quien muchos consideran el futuro primer mandatario de México, Marcelo Ebrard (Presidente en espera, Planeta, 2011).

Con Jorge Zepeda Patterson y otros colegas escribió Los Amos de México (Planeta, 2007), Los Suspirantes (Planeta, 2005) y Los Intocables (Planeta, 2007).

Con el cantautor Jaime López y las actrices Laura de Itta, Patricia Llaca y Vanessa Bauche, entre otros destacados miembros del star system subterráneo, hizo Paracaídas que no abre (Almadía, 2008) y se sacó el gusto de firmar letras de canciones.

En No incluye baterías (Cal y Arena, 2010) “hago una especie de diario de dos años de vivir en un país tan sufrido como México”, dice.

Sus logros periodísticos incluyen trabajos de editor de alto rango en El Economista, Reforma y El Diario de Juárez, entre otros.

Y siempre, insistimos, está escribiendo algo. Sentarse a tomar una cerveza –preferentemente en La Condesa– con Alejandro es comenzar a perfilar el esbozo de un nuevo libro. A veces de temas inesperados, como los apuntes que ha hecho en torno a cierta obra de Johann Sebastian Bach o de Johann Sebastian Bach entero: es difícil seguirle el ritmo y afiliarse con velocidad a sus múltiples intereses.

Si por una de esas brisas vanidosas que todos padecemos de vez en cuando a este hombre que bebe Herradura blanco, cerveza y mucho vino tinto se le llegara a subir la espuma de sus mares profesionales, ya vendrán sus hermanas mayores a ponerlo en su lugar y a querer darle a la fuerza, como todavía suele hacer la más grande de los Páez Varela, un billetito por si hace falta comprarse una camisa decente.

Al fin y al cabo, uno es de quien es y viene de donde viene. Ni Batman ni Superman: sus ídolos son sus padres. Ella, todavía pata e’perro entre El Paso y Ciudad Juárez, donde hace labores incansables al frente de los albergues que ha fundado para rescatar a niños de la calle. Él, un periodista retirado en una familia de reporteros y fumadores, curtida la piel de tinta y linotipo. También está Aurelio, su hermano mayor, apicultor y melómano.

 

AQUÍ YA ALLA Y SIEMPRE JUÁREZ

Después de la escritura y la familia, la fuerza de Páez Varela se mide de acuerdo al termómetro de Ciudad Juárez. Carga su tierra en la espalda y nunca deja la mochila descansar en un rincón. Por ponernos sentimentales no mentiríamos si dijéramos que a Alejandro le duele Juárez. Eso no es novedad. Es un dolor de muchos, un dolor de aquellos. Pero también le ríe Juárez en las mandíbulas cuando recuerda su infancia, sus puestos de tacos favoritos o imita como nadie la voz imposible de algún parroquiano de esos bares que sólo el autor conoce.

“Quisiera conocer Juárez del brazo de Alejandro Páez Varela” podría ser el paréntesis que evidenciaría un deseo personal de la cronista, de esos que nunca deben confesarse en una nota objetiva y profesional como la que pretende ser esta. Pero es verdad.

Y de ese territorio inclasificable que Roberto Bolaño no dudó en categorizar como el infierno (“El infierno es como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”, dijo el escritor chileno), salió La guerra por Juárez (Planeta, 2009) un libro sobre la barbarie escrito junto a colegas y paisanos prodigiosos.

La realidad no supera a la ficción en estos casos y fue la literatura la que acudió a su encuentro cuando las palabras de la noticia no alcanzaron a un hombre que, contra todo escepticismo y en discusión con Theodor Adorno, dijo, en 2010: – “En mi Auschwitz caben los poemas”.

Así nació Corazón de Kalashnikov (Planeta, 2009) entrelazando la vida de tres mujeres de Ciudad Juárez signadas por la violencia y echando mano de un lenguaje literario de alto vuelo, para narrar ficcionalmente lo que su oficio de periodista no le permitía contar.

De esa sangre ignominiosa y de esa pulsión por escribirlo todo, siguió la reciente El reino de las moscas (Alfaguara, 2012), la segunda parte de la trilogía que lo comprueba como uno de los autores más consecuentes con una voz propia que busca y encuentra qué decir a propósito de temas que nos duelen y a menudo nos martirizan.


No le importa mucho y no haremos hincapié en cómo se lleva el novelista con el reportero en esa personalidad con antenitas en la buena cocina, los buenos vinos, la última encuesta electoral, la música –siempre la música– y los pintores de vanguardia: ahí están los dos en el cuerpo de un hombre nervioso e hiperactivo que el día menos pensado te llama por teléfono a la hora que sea para contarte que tiene un nuevo libro entre manos.

Mientras la convivencia de esos dos mundos complementarios y contradictorios en forma simultánea se percibe armoniosa, hay un paso adelante en la escritura de Alejandro Páez Varela donde será imposible –e innecesario, afortunadamente para sus miles de lectores– dar marcha atrás.

Ya es un novelista. Y un novelista feliz como un niño con el videojuego de última generación por haber encontrado en la directora de Alfaguara, Marcela González Durán y en el editor Ramón Córdoba, los oídos más atentos y profundos de su prometedora carrera literaria.

Dos cosas más: a Alejandro Páez Varela le interesa mucho todo lo que se relacione con sus perros Simone y Niño.

A Alejandro Páez Varela no le interesan ni un poquito los deportes y entre Messi, el Chicharito y el Canelo se queda con su iPod de música clásica.

Cuidad Juárez, Chihuahua

LA CONCIENCIA DEL DOLOR DEL OTRO

¿Cuándo tuvo conciencia en su vida del dolor de los demás?

–La conciencia la traes contigo. Cualquiera tiene una cierta sensibilidad hacia el dolor del otro, a menos de que seas una bestia o un monstruo. La conciencia del dolor como narrador quizás tenga que ver con lo que fui viendo, escuchando, escribiendo como reportero policíaco en Ciudad Juárez. Es una ciudad construida con mucho dolor por todos lados, por la parte social, por la parte del aparato criminal, por la parte de la justicia. Es una ciudad muy llena de crímenes como lo sabe ahora más dramáticamente todo el mundo. Y está llena de injusticias. Y es como el calcetín donde caen los grandes dramas nacionales. Si iba a haber feminicidios en algún lugar de México, empezó en Juárez; si iba a haber una guerra brutal, empezó en Juárez y esto sucede porque es una sociedad muy debilitada, con estructuras muy débiles…de ahí viene mi sensibilidad frente al dolor.

¿Hay un Juárez antes y después de la Guerra del Narco o Juárez siempre fue Juárez?

–Bueno, hay una ciudad que es la constante, un Juárez abatido por las desigualdades sociales que persistirá, siempre va a estar. Hay otro que es la manifestación contundente de la descomposición tanto social como de las políticas de gobierno y es el Juárez que vemos ahora. La ciudad está sometida por las políticas de un mandatario que dio prioridad a la lucha armada sobre la atención social. Obviamente, todo se revienta por lo más delgado de la cuerda y como Juárez ya estaba muy dañada en sus estructuras manifestó muy rápido la descomposición.

El dolor no lo hizo cínico, sin embargo…

–Creo que tiene que ver con mi formación familiar y con mi formación como individuo. La información que iba recibiendo podría haberla visto cada vez con más cinismo, con más frialdad y convertirme de ese modo en un hombre más duro, pero no. El drama me duele, lo padezco y hay un momento en la vida en que decides ir a un lado o hacia el otro. El dolor no me endureció, cada vez que llego a Ciudad Juárez miento madres y me ofendo como el primer día con lo que ha pasado allí.

En su literatura transcurre fuerte una voz poética que narra ese dolor de determinada manera, ¿escribe así porque le sale así o hay algo deliberado?

–Bueno, como escritor y periodista uno tiene distintas voces. Empecé a trabajar en policiales con un reportero muy duro y muy famoso: Polo Ochoa, un hombre que conocía las entrañas de la corrupción y que hablaba y escribía en voz alta. Casi siempre que escribo nota roja, recuerdo su voz y escribo con la voz de Polo Ochoa. Por otro lado, luego tienes voces que cultivas con tus propias lecturas y de chico he sido buen lector de poesía. Como buen adolescente de mi generación me enamoré de (Jaime) Sabines en algún momento, de Gorostiza y esa voz también me acompaña. No puedo renunciar a ellas para escribir ciertos textos porque son voces que sin querer cultivé. Debe de haber alguna voz más poética en ciertas partes de mis textos, porque estoy pensando en esos autores que me marcaron.

Tanto en su vida literaria como personal el placer, el goce, habitan con la misma fuerza al lado de ese dolor…

–Tengo muchos placeres, casi todos ellos relacionados con mis amigos. Y los placeres rodean toda la actividad que realizo fuera del periodismo. Es verdad que tengo una relación directa con la música, con toda la música y que eso viene, creo, de mi familia. En el siglo pasado, mi familia estuvo llena de músicos y la generación venidera también será de músicos. Mis sobrinos tocan instrumentos, no sé si terminarán como profesionales, pero es probable que así suceda. Hay, fundamentalmente, violinistas y pianistas. En la música también encuentro una salvación al tiempo perdido, o al “tiempo perdido” entre comillas, porque cada vez que oigo música siento que construyo algo. Hace muy poco empecé a oír a Bach y comencé a escribir una serie de ensayos en torno a su música. No sé si los publicaré o no, pero ahí están. Lo mismo sucede con muchos textos en torno a la vida y obra de Händel… digamos que son mis pequeños gustos. Soy un hombre rodeado de muchos compromisos, así que esos son mis pequeños gustos.

Muchos de sus placeres están relacionados con el conocimiento…

–Para mí el conocimiento no es un asunto de erudición. Si algo me gusta: hasta el cansancio. Creo que he escuchado las suites de Bach unas 50 mil veces y cada vez les descubro algo. Y sólo porque me gustan. Eso que podría llamarse cultivar el espíritu o algo así, para mí es el postre que te otorga el entretenimiento. La música clásica me gusta desde niño y recuerdo el primer disco que tuve, era un disco de color amarillo con música de Strauss. Ese vinilo estuvo mucho tiempo en mi casa, hasta que no se pudo tocar más. Había que brincar los tramos que me gustaban y por tanto los ponía una y otra vez… El conocimiento en mi vida, además, es fruto de que he sido autodidacta en todo. Empecé a los 14 años a trabajar en una redacción. El primer lugar al que llegué fue el departamento de fotografía. Comencé revelando rollos en el laboratorio con un mi amigo Crisanto Rodríguez, que era quien tenía el trabajo. Él ya era mayor de edad y me pegaba a él porque por ser menor yo no podía trabajar. Así aprendí a revelar en color, en blanco y negro, aunque sabía que mi vocación estaba abajo, en la redacción. Todo lo que aprendí en el periodismo fue porque quise y todo lo que aprendí de la música fue porque me gusta. Ya de viejo comencé a tomar clases de violoncello porque soy un autodidacta natural. El cello es un instrumento que tiene muchas virtudes. Por empezar, su sonido y coloratura se acercan mucho a la voz humana, por lo que las anotaciones del instrumento son las mismas que para las voces de los hombres. La voz del cello es la de un hombre dolorido, que está detrás, poco protagónico, papeles con los que me identifico plenamente. El cello es un tipo gordito con seis cuerdas, cuando en el momento en que se creó había instrumentos de hasta 18 cuerdas, atado a la melancolía y muy relacionado con la soledad. La voz del cello es la mía.

También es usted un sibarita y muy relacionado con la comida y bebida que tienden a resaltar la cultura de su país. En ese sentido, ¿hay una búsqueda de identificarse con su entorno y decir: soy de aquí?

–Tengo una garganta universal, bebo de todo, como de todo, pero me gustan mucho los sabores locales. Además, alguien como yo que ha vivido en más de 20 casas en los últimos 15 años, siempre está buscando raíz. Me imagino que un argentino que vive en la ciudad de México, de pronto añora el sabor básico, casi rupestre, de la pampa. No sé, es algo natural. Comes y a la vez sueñas, comes y a la vez recuerdas. Por eso sigo comiendo carne y tortillas de harina, porque es la manera en que participo de Ciudad Juárez.

Desierto de Chihuahua

PERIODISTA O ESCRITOR

En este dilema de ser periodista o escritor, creo que uno escribe siempre lo que puede y como le sale, ¿verdad?

–Hasta por razones de tiempo y hasta por razones de obligación. En los textos, curiosamente, inciden muchas cosas. Si te dedicas plenamente a hacer literatura y no tienes otro ingreso, no tienes dinero, esos textos van a conducirte a ti y a tu literatura a cierto entorno. Los textos de todos los periodistas, escritores, narradores, están marcados por su entorno. Entonces, la literatura sale de donde tú estás parado. La literatura sale de tu lo que ves, de lo que hueles, no sale de la nada. Las musas son tu alrededor y entre más vives más ganas tienes de contar. No por nada, libros icónicos fueron escritos por hombres de edad avanzada. Hombres mayores que no necesitaron escribir demasiado. Algunos sí pero otros no tanto y cuando digo esto pienso en (Juan) Rulfo.

¿Cuándo tuvo claro que era escritor? Hay algo distinto entre el escritor y periodista…

–Tengo muy claro en el momento que una nota me convirtió en reportero. No sé cuándo me sentiré escritor. No me he comprado la idea de que soy un escritor. Ahora que hago notas a raíz del lanzamiento de mi nueva novela, me he dado cuenta de que hice muchos libros en muy poco tiempo. No sé cómo ha pasado eso. Ni siquiera tengo esa prisa, esa intención. Ha pasado porque ha tenido que pasar. Me gusta a menudo contar cómo inició la trilogía que ahora avanza con El reino de las moscas. Fue una comida con mis editores y quien actualmente es mi agente, que me preguntó si tenía escrito algo más que periodismo. Así nació Corazón de Kalashnikov, un texto del que no tenía idea siquiera de que fuera publicable. El reino de las moscas, que es su continuación, fue también un texto sin prisa, sin ansiedad…

Pero con El reino de las moscas ya se vislumbra un proyecto literario…

–Así es, en parte porque me tomo muy en serio todo lo que hago… aunque estoy pensando en qué quiero terminar escribiendo y no tanto en un proyecto literario como tal. Por un lado tengo claro que quiero concluir la historia de la trilogía. Pienso incluso en la tercera parte como en un descanso. La novela que espero escribir después de la trilogía estará separada ya de Ciudad Juárez y será, creo, un libro mejor a cualquiera de los tres anteriores. Si entras a mi casa, verás los vidrios rayados con los planos de esa novela posterior a la trilogía. Soy hiperactivo y eso me da muchas ventajas con respecto a los demás, aunque también me somete a muchas debilidades. Soy muy ansioso y me desconcentro con mucha facilidad.

En este esbozo de proyecto literario o como lo quiera llamar, dos editoriales muy importantes como Planeta y Alfaguara se han interesado por su obra…

–Supongo que es porque cumplo con las entregas, siempre me pongo del otro lado puesto que también soy editor y en ese rubro nada hay peor que el que escribe y se siente artista y por tanto no va a hacer los trabajos que correspondan para apoyar la editorial. Parte de ganar con las editoriales es tenerlas satisfechas. Yo estoy satisfecho con ellas y ellas conmigo. Por lo menos hasta hoy…

El amor y la muerte son los personajes centrales de El reino de las moscas, un territorio gobernado por fantasmas…

–Hay cosas que en este libro y en el anterior que no podían contarse a través de personajes vivos y tuvieron que contar las cosas estando muerto. Debían tomar distancia de sus propios personajes y de quienes eran. El personaje con el que abro la novela está muerto y a su alrededor pude escribir un texto bonito. Si hubiera estado vivo, para explicarlo me hubiera hecho falta un mamotreto. Es un personaje entrañable pero muy patán con las mujeres y sólo muerto pudo escribir un texto tan cuidado, de alabanza a las relaciones entre un hombre y una mujer. Es un texto de amor escrito por alguien que en la vida fue un asesino.

En su libro, la muerte es un espacio de redención y el lugar donde se saldan las cuentas. ¿Habla aquí la esperanza del autor?

–A lo mejor. No sé… en esta novela la verdad es que mato la esperanza, no la tengo, a todos los personajes les corto las piernas en algún momento. De hecho, en El reino de las moscas hay un personaje que se llama Esperanza, que nunca habla, nunca le permito decir una sola palabra. Yo quería decir que ni en la vida ni en la muerte es asible la esperanza.

Zaragoza, "El reino de las moscas"

 

 

 

 

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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