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Antonio Salgado Borge

04/03/2016 - 12:00 am

Un terrorífico payaso llamado Trump

El problema no es que Donald Trump sea un payaso profesional; eso ya se sabía de antemano. El problema es que este millonario se ha convertido en un payaso sumamente peligroso.

Donald Trump es un payaso, y como tal ha sido tomado durante la mayor parte de su campaña. En el parlamento británico lo llegaron a calificar de bufón y Barack Obama afirmó que el virtual candidato republicano jamás sería Presidente porque se trata de “un trabajo serio”. Es entendible. Trump claramente es un showman capaz de montar cualquier acto con el fin de llamar la atención, entre los que ha incluido rutinas que, por absurdas, pueden llegar a ser realmente divertidas.

El problema no es que Donald Trump sea un payaso profesional; eso ya se sabía de antemano. El problema es que este millonario se ha convertido en un payaso sumamente peligroso. Basta con ver las imágenes de los saldos de uno de sus mítines más recientes, en el que pidió a gritos que expulsaran a manifestantes a los que acusó de ser mexicanos y en el que un fotógrafo terminó siendo agredido brutalmente por un agente, para sentir que algo va muy mal con la forma en que ha evolucionado este acto. Trump sigue siendo un payaso, pero es uno que se parece más a Pennywise, el famoso payaso de la novela de Stephen King popularmente conocido como Eso, que a payasos tradicionales como Cepillín o Ronald McDonald.

El sádico Pennywise se alimentaba de los miedos de los niños y tomaba la forma necesaria para exacerbarlos. A Trump, desde luego, no le mueve un ímpetu por devorar infantes. Su objetivo es ser Presidente de Estados Unidos y para ello los menores de edad son prácticamente irrelevantes. Sin embargo, diversas encuestas revelan que su “alimento” electoral se encuentra en un segmento de la población que comparte con los niños ciertas características. A Trump le siguen principalmente los menos educados –en particular quienes no tienen educación superior-, los que dicen no tener voz política –es decir, sienten que otros deciden por ellos- y los que consideran que los problemas se deben resolver de forma autoritaria, como suelen hacerlo los padres desde la óptica de sus hijos. Ccomo si fueran niños, muchos estadounidenses han sido seducidos por el pesado maquillaje , los estrafalarios trajes en los que se enfunda de acuerdo a la ocasión y los coloridos globos que el payaso Trump regala sin empacho.

Empero, en la novela de Stephen King, el payaso Pennywise es tan solo una de las múltiples formas en las que se materializa una fuerza maligna, presente desde la prehistoria, que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su paso por la tierra. Su presencia es intermitente, pues alterna largos ciclos de hibernación con períodos cortos de vigilia en los que la violencia se desata en el planeta. Al igual que “Eso el payaso”, “Trump el payaso” encarna algo que desde la perspectiva humana es eterno y maligno. Si bien es cierto que en el mundo concebido naturalmente no hay lugar para el mal trascendental, sí que lo hay para las acciones que consideramos malas.

Las personas tenemos la capacidad, e incluso la necesidad de agredirnos unas a otras. Es por ello que tampoco tenemos la posibilidad de llegar al punto en el que las acciones buenas eliminen por completo a las malas. A lo más que podemos aspirar es a que el balance entre ambas alternativas sea positivo para la mayor cantidad de personas posible. Podemos entender al comediante John Oliver cuando acepta: “a parte le gusta Donald Trump –por ser gracioso-, pero es una parte de mí que odio”.

A estas alturas es irrelevante determinar el verdadero rostro que esconde el maquillaje retórico del virtual candidato republicano. Trump es el rey de las mamadas; defiende causas que en el pasado ha aborrecido y se contradice con frecuencia. Pero lo importante no es lo que Trump realmente piensa, sino los efectos de sus acciones. El origen de las decisiones de un individuo es, como proponía Kant, inescrutable. Esto aplica también para los políticos, quienes debido al alcance de sus decisiones son los primeros que deben ser juzgados mediante parámetros consecuentalistas; es decir, por las implicaciones de sus acciones y no por sus intenciones.

Lo más probable es que Donald Trump no llegue a ser Presidente y que en su campaña intente moderar su discurso con el fin de ganar parte del 58.2 por ciento de los electores que le tienen en un concepto desfavorable. Sin embargo, en el camino este grotesco personaje, quién se considera a sí mismo un “unificador -y en cierto sentido lo es-, ha estructurado una plataforma en la que se aglomera una masa de individuos que, debido a condiciones adversas alimentadas desde hace años en buena medida por el Partido Republicano, comparten una peligrosa mezcla de resentimiento e ignorancia. Racismo, xenofobia, misoginia y etnocentrismo son todas manifestaciones de impulsos humanos que supuestamente nuestras condiciones de vida en sociedad habían limitado; pero que hoy se muestran muy presentes en una numerosa minoría de estadounidenses.

Sigmund Freud defendía que nuestra conciencia, y la civilización que de ella se derivan, nos ponen los límites morales y legales que contienen nuestros impulsos agresivos. Sin embargo, Freud señaló también que esta conciencia puede tanto como desparecer como ser más fuerte dependiendo de las circunstancias. Así:

“Siguiendo un muy conocido pronunciamiento de Kant que conecta la conciencia en nuestro interior con el cielo estrellado, un hombre devoto bien podría estar tentado a honrar ambas cosas como las obras maestras de la creación. Las estrellas son, en efecto, magníficas, pero en lo que respecta a la conciencia Dios ha hecho un trabajo desparejo y desprolijo, pues una enorme cantidad de gente ha traído consigo apenas solo una modesta porción, o ni siquiera algo digno de mención… Aún si la conciencia es algo “en nuestro interior”, no lo es desde el principio”.

Este argumento es brillantemente retomado por Richard Bernstein, profesor de la New School, para quien podemos derivar de Freud que existe siempre la posibilidad, peligrosa y real, de que nuestra conciencia desaparezca y de que nuestra civilización se suma en la agresividad y destrucción sin límites. Es este un “monstruo” que acompañará permanentemente a la humanidad y al que, por lo tanto, nunca debemos dejar combatir ni mucho menos perder de vista. Y sí, la historia nos demuestra que una de los fenómenos que nos permiten reconocer tardíamente su presencia es nuestra tolerancia a los terroríficos payasos.

Twitter: @asalgadoborge

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Antonio Salgado Borge
Candidato a Doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Cuenta con maestrías en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y en Estudios Humanísticos (ITESM). Actualmente es tutor en la licenciatura en filosofía en la Universidad de Edimburgo. Fue profesor universitario en Yucatán y es columnista en Diario de Yucatán desde 2010.

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