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Antonio Salgado Borge

04/01/2019 - 12:03 am

Nuevos horizontes

Si proyectos como Nuevos Horizontes o Curiosidad han sido posibles es gracias a una poderosa mezcla entre acumulación de conocimiento y revoluciones científicas derivada del triunfo de la razón, de la confianza en el método científico, del cuestionamiento constante de la naturaleza de la realidad y de siglos de exploración astronómica y filosófica –vale la pena recordad que Newton o Leibniz eran filósofos-.

Después de Plutón, a más de seis mil millones de kilómetros de la Tierra, se encuentra Ultima Thule, un mundo helado y de forma irregular. Foto: Twitter, @JimBridenstine

Después de Plutón, a más de seis mil millones de kilómetros de la Tierra, se encuentra Ultima Thule, un mundo helado y de forma irregular del que hasta hace un par de días sabíamos muy poco. Todo cambió esta semana, cuando cuatro años después de haberse acercado a Plutón en 2015 la nave Nuevos Horizontes se aproximó a Ultima Thule, el objeto más distante jamás visitado por un artefacto surgido de la Tierra. La definición de las fotografías y la precisión de la información de Plutón que en su momento Nuevos Horizontes envió a la Tierra son impactantes; por ende, se espera mucho de su visita a Ultima Thule.

A medida que Nuevos Horizontes o proyectos similares recorren el espacio, el conocimiento que tenemos de la realidad de la que formamos parte se expande. Tan sólo en 2018 la humanidad obtuvo, a través del explorador Curiosidad fotografías impresionantes de la superficie de Marte e información que llevó a un mejor entendimiento de las características de ese planeta. Dado que se dice rápido y fácil, vale la pena hacer un alto para reformular la última frase: una de las especies que habita el planeta Tierra en el siglo 21 ha logrado ver, a través de fotografías, las superficies de otros planetas con lujo de detalle como si tuviéramos los pies sobre ellas.

Los viajes de artefactos como Nuevos Horizontes extienden nuestro conocimiento o, por ponerlo de otra forma, nuestro catálogo de verdades. Y es que la información que viaja a través del espacio junto con las imágenes es analizada por astrónomos, físicos y su sentido es compartido por divulgadores y filósofos de la ciencia. Pero, por mayúscula que sea la proeza y su relevancia, estos artefactos viajan solos en al menos dos sentidos. En un primer sentido, están destinados a consumir su vida útil y a vagar por el espacio interestelar indefinidamente. En otro, este tipo de misiones son proyectos solitarios o poco acompañados dentro de nuestro planeta.

En último de estos sentidos, proyectos como Nuevos Horizontes son solitarios porque a pesar del interés de las personas curiosas asombradas de su condición o de las que buscan nuevos horizontes a través de la ciencia o la filosofía, encuentran poco seguimiento. Lo que es peor, dentro de la misma especie que ha logrado constituir estos proyectos existen movimientos reaccionarios que podrían poner terminar con el espíritu y la operación de estas misiones. El contrasentido es evidente: si estos movimientos literalmente adoradores del medievo no hubieran sido despojados de su control del conocimiento, probablemente seguiríamos pensando el mundo en términos escolásticos; es decir, con la tierra en el centro del universo y con explicaciones basadas en causas finales, en formas sustanciales, o en propiedades aparentes como ligereza o pesadez.

Si proyectos como Nuevos Horizontes o Curiosidad han sido posibles es gracias a una poderosa mezcla entre acumulación de conocimiento y revoluciones científicas derivada del triunfo de la razón, de la confianza en el método científico, del cuestionamiento constante de la naturaleza de la realidad y de siglos de exploración astronómica y filosófica –vale la pena recordad que Newton o Leibniz eran filósofos-. El elemento común en esta mezcla la idea de que conocer los fundamentos últimos y la naturaleza de la realidad es posible, independientemente de las limitaciones de la imagen que se manifiesta inmediatamente ante nosotros. Y que este conocimiento es posible se debe a la confianza en que tales fundamentos y naturaleza son verdaderos: esto es, a que existen realmente; a que no son ficciones o fantasías.

En 2019, en plena “era de la posverdad”, esta confianza en nuestra capacidad de conocer la realidad ha sido puesta entredicho. Y es que un grupo de amantes de una versión simplista del medievo ha aprovechado el giro posmoderno hacia la subjetividad -entendible en más de un sentido- para buscar destruir los fundamentos del conocimiento y la idea de verdad que nos tiene hoy tomando fotografías de Ultima Thule. La idea de fondo de buena parte de los neomedievalistas es rupestre y ofendería incluso a los pensadores medievales originales más sofisticados: no existen más verdades que las reveladas; todo lo demás es subjetivo.

Para ver por qué, vale la pena considerar el famoso diálogo platónico donde Eutifrón defiende que si algo es bueno o justo es porque los dioses así lo han determinado. Sócrates no rebate que lo que hacen los dioses sea justo o bueno, pero argumenta que lo justo y lo bueno no están determinados por el voluntarismo divino, sino que son valores objetivos que guían las acciones de los dioses. Si bien la idea de la objetividad de los valores éticos es sumamente disputable, lo que importa para efectos de este análisis es que la misma discusión puede aplicarse a verdades matemáticas –como “2+2+4”- o lógicas –como “una cosa no puede ser blanca y no blanca al mismo tiempo”-. ¿Se sostienen estas verdades, tal como Eutifrón argumenta, porque la “voluntad divina” o “algo” así lo decidió? ¿O estamos ante verdades eternas que cualquier voluntad divina está obligada a respetar?

De acuerdo con el filósofo Steven Nadler, durante la edad media, fue la posición de Platón la que prevaleció entre los teólogos y filósofos cristianos que prácticamente tenían el monopolio de discusiones metafísicas durante esa época. Dado el dominio del cristianismo, diversas explicaciones fueron planteadas para justificar cómo, a pesar de estar imposibilitado para cambiar estas verdades el Dios cristiano, a quien se suele atribuir poder ilimitado, no perdía con ello su estatus divino. De esta forma, una conclusión aceptada era que “2=2+4” es una verdad eterna que ni Dios puede disputar, o que Dios no puede hacer que una cosa sea blanca y no blanca al mismo tiempo.

Pero algunos neomedievalistas contemporáneos –como parte de la base evangélica blanca que apoya sin reservas a Donald Trump- parecen dispuestos a dar el salto al vacío y a seguir a Eutifrón hasta el final del camino. Así principios lógicos –como el principio de no contradicción- antes indisputados comienzan a ser dejados de lado. Si esto es cierto para verdades consideradas “a priori”, es decir, que no requieren de la experiencia, mucho más sencillo es destruir las verdades consideradas a posteriori; es decir, las que provienen de nuestra experiencia, como “el agua es H2O”. En este sentido, no podemos saber a priori lo que encontraremos en Plutón o en Ultima Thule; para ello, necesitamos registrar lo que ocurre directamente a través de nuestros sentidos o a través de registros indirectos –como imágenes o mediciones- que, desde luego, también son “leídos” por nuestros sentidos.

Para los neomedievalistas, las verdades a posteriori son más fáciles de destruir porque el concepto de “verdad” en este último sentido es controversial. Y lo es, en buena medida, porque existen distintas formas de entender lo que “verdad” significa. La versión más aceptada de verdad es de corte realista. En esta lectura una proposición verdadera es aquello que corresponde con un estado de cosas realmente existente en el mundo. “La nieve es blanca” es una proposición verdadera porque hay nieve y porque ésta es blanca; es decir, porque la proposición corresponde con su objeto. Lo importante aquí es que este tipo de verdades no dependen del sujeto: “la nieve es blanca” es verdad independientemente de que exista una persona para comprobarlo.

El conocimiento humano a posteriori de la verdad entendida como correspondencia entre proposición y objeto depende de la experiencia. Y esto acarrea dos problemas. El primero tiene que ver con falibilidad de nuestros sentidos. Hace más de 400 años, René Descartes planteó su famoso reto escéptico. Para el “padre de la filosofía moderna”, el conocimiento adquirido por medio de los sentidos no puede ser la base última de todo conocimiento indisputable, pues no sólo nuestros sentidos son falibles, sino que la experiencia de algunos sueños es virtualmente indistinguible de la experiencia de estar despierto.

Pero Descartes no concluyó que los sentidos fueran inútiles o poco confiables, pues, para este filósofo francés, sabemos con claridad y certeza indisputables que existe Dios. Y, según Descartes, Dios, siendo infinitamente bueno, no engañaría a sus criaturas. El problema para Descartes es que su prueba de la existencia de Dios depende del conocimiento claro y distinto, pero el conocimiento claro y distinto depende de la existencia de Dios, por lo que sus pruebas en este sentido forman un círculo. Peor aún, evidentemente el argumento de Descartes pierde su fuerza en un mundo donde Dios no es tan benevolente con sus criaturas o cuando se viven en un mundo secular. Si este es el caso, ¿qué garantiza entonces la confianza en lo que conocemos por medio de nuestros sentidos?

Un segundo reto para la verdad como correspondencia es que no existe un “punto de vista desde ninguna parte”, como claramente planteó el filósofo Thomas Nagel. Es decir, que todo se percibe desde un lugar y tiempo determinados y que lo percibido depende en buena medida de la posición espacio-temporal. También son relevantes factores internos como la historia personal de cada individuo o el estado de sus sentidos. A ello tenemos que sumar que, viniendo de un mundo machista dominado por hombres blancos, la idea de verdad como correspondencia ha sido frecuentemente manipulada y utilizada como pretexto para la opresión. Es fácil ver cómo es esto posible: en pleno siglo 21 hay retrogradas que buscan encontrar algún elemento biológico que pueda ser correlacionado con sus prejuicios -“biología, no ideología”-.

Esta serie de complejidades ha llevado a que un grupo numeroso de personas prefiera enterrar por completo la verdad como correspondencia y sustituirla por una idea de verdad subjetiva o verdad para cada individuo: “la nieve es blanca para mí, por ende, es verdadero para mí que la nieve es blanca y no hay otro tipo de verdad disponible”. Este escenario ha sido capitalizado exitosamente por movimientos políticos, normalmente surgidos de la ultraderecha, para desestimar, por ejemplo, las evidencias, el cambio climático o los registros de hechos documentados que les son adversos. De esta forma, es común leer o escuchar que discusiones terminan o empiezan con alguna de las partes diciendo que no hay forma de determinar lo que es verdadero en la disputa porque, a fin de cuentas, todas las afirmaciones tienen un elemento subjetivo.

Pero lo anterior es claramente engañoso. Y lo es porque, tal como Nuevos Horizontes o Curiosidad demuestran, existen razonamientos válidos en términos lógicos y evidencias que corresponden a estados de cosas en el mundo. Salvo que uno sea un escéptico radical y piense -siguiendo la duda cartesiana- que su existencia es un sueño o -siguiendo versiones contemporáneas de la misma duda- que el mundo es una proyección de un cerebro en un contenedor, es preciso admitir que existe “ahí afuera” una nave que esta semana voló cerca de Ultima Thule, que ello sólo es posible porque un grupo de personas asumió una serie de verdades científicas y que es altamente probable que la información registrada en este proceso sea verdadera.

Es importante aclarar que uno siempre podría suscribir alguna versión de escepticismo radical y negar la existencia misma del mundo fuera de la experiencia fenomenológica. Sin embargo, tal como se afirma frecuentemente, incluso el escéptico más radical del mundo tiene que confiar de vez en cuando en la información que proviene de sus sentidos; hasta el filósofo escéptico deja de serlo al momento en que tiene que vivir su vida fuera de la filosofía e ir, por ejemplo, al supermercado. O, para ponerlo en términos del prestigiado filósofo David Chalmers, aunque es en principio posible que la realidad sea una suerte de proyección o un holograma, aún si este fuera el caso para quienes vivimos en este mundo esta sería la única realidad. Por ende, el principio de verdad como correspondencia seguiría siendo válido.

Sin embargo, esta validez no implica, de forma alguna, que toda verdad científica sea inmutable o incuestionable. Si la razón y el método científico han sido tan exitosos se debe en buena medida a que éstos están permanentemente abiertos a revisiones y correcciones basados en métodos y evidencias relevantes. La validez del principio de verdad como correspondencia tampoco implica que no existan diferencias fenomenológicas o experienciales o que exista un “punto de vista desde ninguna parte”. Y es que para defender la posibilidad de verdades a posteriori, basta con adoptar una posición más modesta y argumentar que, aunque provisionales o disputables, las evidencias disponibles apuntan contundentemente a que existen al menos algunas proposiciones que se refieren a estados de cosas reales en el mundo.

Si el subjetivismo metafísico o el espíritu voluntarista de la posición de Eutifrón aplicado a las leyes de la naturaleza fueran correctos, los fundamentos de la realidad probablemente serían inexistentes o cambiantes. Pero entonces las fotografías o registros tomados de Ultima Thule o la superficie de Marte serían fantasías o meras casualidades. Y, dado que ambas opciones son sumamente improbables, una de nuestras mejores cartas para hacer frente a la “era de la posverdad” pasa por defender, con confianza plenamente justificada, nuestra capacidad de abrirnos nuevos horizontes mediante la razón y la ciencia; es decir, por valorar los horizontes abiertos por la humanidad durante la “era de la verdad”, y los éxitos en términos pragmáticos que de ellos se derivan.

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Antonio Salgado Borge
Candidato a Doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Cuenta con maestrías en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y en Estudios Humanísticos (ITESM). Actualmente es tutor en la licenciatura en filosofía en la Universidad de Edimburgo. Fue profesor universitario en Yucatán y es columnista en Diario de Yucatán desde 2010.

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