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Julieta Cardona

04/01/2014 - 12:04 am

El último Año Nuevo

Agarramos carretera el día primero. La celebración de Año Nuevo con mi familia había estado maravillosa: todos mis cercanos habían adorado a Emilia, nos habíamos divertido jugando al cubilete, poker, continental y pictionary mientras bebíamos cerveza de sabores y nos habíamos desvelado haciendo remembranzas de nuestra infancia; toda mi familia había adorado a Emilia. A […]

Agarramos carretera el día primero. La celebración de Año Nuevo con mi familia había estado maravillosa: todos mis cercanos habían adorado a Emilia, nos habíamos divertido jugando al cubilete, poker, continental y pictionary mientras bebíamos cerveza de sabores y nos habíamos desvelado haciendo remembranzas de nuestra infancia; toda mi familia había adorado a Emilia.

A Emilia no le gusta manejar, así que me adueñé del volante como cada vez que viajamos en auto. Era un viaje de muchas horas de regreso a nuestra casa y después de la calurosa despedida que mi madre nos había dado, nos acomodamos en el auto y le dimos play a una lista de música que Emilia hizo para probarme que nuestras madres fueron las mejores amigas que nunca se conocieron: “American retro”; y ahí dentro teníamos a Air Supply, Barry White, The Carpenters, Marvin Gaye, entre otros.

Había un poco de niebla porque pareciera que enero —o el invierno— quiere dejar helado todo lo que toca, así que bajé la velocidad y empecé a cantar “Cotton fields” en español (esa canción de la que Los Apson hicieron cover): “Cuando apenas era un jovencito mi madre me decía mira hijito si un amoooor tratas de encontrar…”, mientras Emilia lo hacía en inglés: “When I was a little bitty baby my mama would rock me in the cradle in them old cotton fields back home…”. Volteé a mirar a Emilia y, en serio, estaba tan bonita que le agradecí en silencio al mundo porque de cualquier lugar en donde ella podía estar, estaba conmigo cantando una canción que probaba la empatía de dos en una misma melodía.

El camino era de bajada y, al tiempo que la niebla se condensaba de pronto, se atravesó en el camino un algo que nunca supe qué fue, pero que me hizo virar súbitamente hacia la izquierda; ya no estábamos en el gris cenizo de la carretera (o no sé); íbamos en picada y después de un par de giros en donde no vi toda mi vida (como dicen los que están al borde de la muerte), el coche se suspendió cual burbuja de jabón en el ojo de un tornado como dándonos la oportunidad de vernos por última vez a los ojos; finalmente nos estrellamos en un muro gigante de concreto (o no sé en qué) y todo reventó.

Silencio.

Un pitido agudo e incesante en mis oídos.

Volteé a ver a Emilia y un pedazo de vidrio le buscaba el corazón; Emilia me miró tan triste que me remonté al recuerdo de un cordero que, cuando yo era niña, mataron frente a mis ojos mientras él me suplicaba ayuda sin saber hablar.

Veinte años después y otra vez me volvía inútil ante la muerte. Esa maldita.
Me acerqué a Emilia como pude y también lo más cerca que pude. Comencé a llorar porque buscaba que la muerte, al chupar el alma de mi Emilia, la sintiera mojada y salada; para demostrarle que no se la llevaba limpia; no sé, me imagino que llorando sobre ella, yo buscaba decirle a la muerte que Emilia me pertenecía.

Preguntas.

¿Cómo le digo a Dios que se ha equivocado porque ella debía de ser yo?

(No te ofendas, Shakespeare, pero no eres el único en el tema del amor y la muerte).

Y Emilia, con los ojos cuasicerrados, me miraba ya sin pedirme nada; y yo,

«esperando la muerte como un gato
que va a saltar sobre 
la cama 

me da tanta pena 
mi mujer 

ella verá este 
cuerpo 
blanco 
rígido 
lo zarandeará una vez y luego 
quizás 
otra: 

<<!Hank!>> 

Hank no 
responderá. 

no es mi muerte lo que 
me preocupa, es mi mujer 
que se quedará con este 
montón de 
nada. 

quiero que 
sepa 
sin embargo 
que todas las noches 
que he dormido a su lado 

incluso las discusiones 
más inútiles 
siempre fueron 
algo espléndido 

y esas difíciles 
palabras 
que siempre temí 
decir 
pueden decirse 
ahora: 

te amo».

Y yo, recitando poemas de amor y llorando sobre el ya inerte cuerpo más hermoso, imploré —como la condesa Adéle Tapié cuando pidió a Dios por la deformidad de las piernas de su hijo Henri Toulouse—: “Que me dé el sufrimiento que a ella le destina”.

Hice un esfuerzo por abrir los ojos: ahí estaba Emilia sosteniéndome en su regazo y mirándome como yo miré al cordero aquel.

Dios enmendaba errores y la muerte encontraba eternidad en cuerpos moribundos.

«más allá de donde
aún se esconde la vida, queda
un reino, queda cultivar
como un rey su agonía,
hacer florecer como un reino
la sucia flor de la agonía:
yo que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir mi muerte y hacer
de mi cadáver el último poema».

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