El Oro, que alguna vez fue el epicentro de la minería internacional, es hoy un pueblo que ha regresado al presente con la arquitectura intacta que dejaron los ingleses, franceses, libaneses e incluso chinos. Un pueblo ancestral que congeló la modernidad de principios del siglo XX.
Por María Luisa Alós
Ciudad de México, 3 de diciembre (SinEmbargo).- Alfonso Reyes Romero abre la puerta de su casa y nos invita a entrar, es un campesino que siembra avena y maíz con sus hijos en un predio que lo mantiene ocupado de sol a sol, de ida y vuelta en la pick up, todos los días excepto hoy, domingo. Su casa no es la típica morada de un campesino, la construcción estilo francés domina la calle principal de El Oro, en el Estado de México. La madera cruje suavemente bajo nuestros pies, acostumbrada a los pasos de más de 100 años de caminarla. No es la primera vez que deja entrar a extraños.
Sabedor de que su casa llama la atención, Poncho, como prefiere que lo llamemos, abre la cortina de encaje de la ventana en la acogedora sala de estar para que Gustavo capture el ambiente interior con el Palacio Municipal de fondo; es una imagen de postal que debe estar reproducida quién sabe cuántas veces, con su encanto a prueba de desgaste. La fachada pintada de un blanco y rojo impecable, con flores en el porche, está hecha de madera. Perteneció a uno de los gerentes de una de las minas que a principios del siglo XX sentaron sus reales en este lugar alejado del mundo industrial de la época. El destello del oro bajo las tierras fértiles de este rincón del México capturó la pupila de inversores afiebrados de diferentes latitudes del planeta y llegaron para construir su imperio minero, con sus casas, comercios, hospitales, escuelas e incluso sus iglesias.
Poncho cuenta que la casa fue construida en 1908, cuando se edificaron el Palacio Municipal y el teatro Juárez, a escasos metros de distancia. En 1942 su papá le compró la casa a un compadre por 2 mil 700 pesos, unos 200 mil de ahora, calcula, y ha albergado a tres generaciones. Cada ocho días, los visitantes le piden conocerla por dentro y él o sus padres hacen de guías, sin cobrar o pedir nada a cambio.
A El Oro lo domina el pasado, entre construcciones seculares que edificaron personas de diferentes nacionalidades, especialmente norteamericanas y europeas. Al caminar por sus calles, algunas empinadas, uno puede sentirse de pronto en otra época. Poncho nos recomienda bajar por su calle unos metros para conocer otra joya, la casa de una familia libanesa, los Matta. Doña Rosario y su hijo Omar atienden un pequeño local del frente de su hogar donde venden ropa, el cual fue construido por el bisabuelo, nacido en Líbano, comerciante de uniformes y prendas de mezclilla para los mineros. Los pisos, nos dice Rosario al recorrer el patio interior de la casa, son florentinos; las plantas y los colores pastel de la fachada interior parecen tener música; las habitaciones conservan parte del mobiliario original como las camas de latón, la vitrina del comedor y la cocina con sus quemadores originales. Y ahí, en el centro de este espacio, en medio de un pequeño huerto Elisa Matta reposa al sol, es la tía bisabuela de Omar, casi no oye, a cambio de esa dificultad se expresa con un par de ojos de un azul profundo y claro, un fulgor que envidiaría el metal dorado de este pueblo. Nos muestra fotos de su juventud, una muchacha ataviada con su vestimenta árabe y la misma mirada que conserva casi un siglo después. Aunque la casona sólo es habitada por Rosario, Omar y Elisa, cuando hay reunión familiar, las fotografías capturan a un clan alegre arraigado a sus orígenes, con los ornamentos de su cultura ancestral.
El Oro es un museo viviente, en la medida que nos adentramos en cada casa, sus moradores cuentan su historia, la historia de todos, tejida con los años; es difícil creer las dificultades económicas de sus pobladores cuando sus casas se mantienen intactas, costosamente intactas, sobrevivientes como sus habitantes.
Este pueblo minero, a dos horas de la Ciudad de México, tiene de todo. En gastronomía hay carnitas, elotes cacahuazintle y pulque en el mercado; comida corrida con tortillas recién hechas en fondas; tacos de cochinita pibil y de chilorio, los platillos típicos de Yucatán y Sinaloa preparados por una sonriente cocinera; menú internacional como la del famoso restaurante del Vagón Express, dentro de un verdadero vagón y pan recién horneado, y cocina de autor como La Ventana, con enchiladas mineras o filete relleno de setas de Fernando Bringas. Me pregunto qué sería de este país sin su gastronomía, en cada rincón del extenso territorio llamado México, las penas son mitigadas, evadidas, pospuestas o acompañadas por sabores y olores. Si no hubiera tanto comal humeante y salsas multicolores quizás habríamos alzado algunas revoluciones. ¿Será una bendición maldita?, reflexiono con un bocado de pambazo bañado en chile guajillo relleno de chorizo verde y papa.
Por la mañana interrumpimos el recorrido de las casas para hacer senderismo. Gustavo carga su cámara y emprendemos una caminata de cuatro horas con Jesús Téllez, ingeniero geomático, Edgar Gómez, ayudante de geólogo y Enrique Monroy, graduado en planeación territorial. Nos dirigimos al bosque, el clima es ligeramente frío, perfecto para hacer un poco de ejercicio. Los muchachos nos entregan un palo como bastón y una bolsa de plástico, “es un recorrido ecológico, nos recuerdan, es para recoger la basura en el camino”. Entre los pinos nos detenemos en un riachuelo donde los gamusinos buscaban pepitas de oro. Edgar hace una demostración de cómo recolectarlo: entre la tierra recabada en un tazón de plástico se divisan finas partículas que brillan al sol. Ante nuestra incredulidad explica que el detalle está en separar el mineral con químicos como el mercurio que al respirarlo es letal. Aquí, perdidos entre la vegetación están los tiros más antiguos de donde se extraía el oro, mezclados con historias infames sobre el trato a los trabajadores.
Después de dos horas de caminar, nos preguntan si queremos un poco de emoción. Gustavo y yo nos miramos dubitativos. La emoción consiste en ir a la cabaña que construyeron en la cima del cerro que domina El Oro en donde hay mezcal y botanas, y un proyector con una fuente de luz para pasar películas de terror. La sola idea enchina la piel, la oscuridad y el silencio de la noche son perfectos para predisponer el ánimo y sacar la adrenalina. En lugar de una película nos quedamos viendo el paisaje, Enrique nos enseña sus libros de historia de donde nutre sus relatos. No es historiador de profesión pero parece, le apasionan los datos específicos, los hechos del pasado, los nombres de personajes y el entramado social que fundó El Oro desde la Conquista y sobretodo, responder a la curiosidad cuando surgen preguntas.
Alfredo Jurado, ex cronista de El Oro, tiene la historia de este pueblo (denominado Mágico), en su memoria. Las bonanzas y crisis producidas por el metal dorado han sido concurrentes, cuando los mazahuas antiguos lo recolectaban en ríos; luego los españoles que empezaron a extraerlo de la tierra; hasta las últimas páginas de la minería, con la desbandada de las empresas extranjeras y el surgimiento de cooperativas que no volvieron a vivir el auge de las primeras décadas del siglo pasado. Parte de ese esplendor que cobijó al capital extranjero y dejó casi en la ruina a sus trabajadores y pueblo en general puede verse en el Museo de Minería.
¿Alguien puede creer que durante el Porfiriato y la Revolución Mexicana, en El Oro se comerciaban caballos árabes, sedas de oriente, perfumes y encajes franceses, carros lujosos, maquinaria pesada para la minería que se ensamblaba aquí? ¿Qué en estas tierras llegó mucho antes el teléfono, la electricidad y el telégrafo que en otras ciudades importantes? Sí, es creíble, como es creíble que ese mismo pueblo cayó a la subsistencia básica, con una industria semi artesanal como la pailería (braseros, calentadores de agua, cazos) y el incipiente turismo.
Otro conocedor de la historia es José Luis Monroy, dueño en tercera generación de la imprenta más antigua de El Oro. En medio de daguerrotipos, máquinas antiguas y modernas, papeles, revistas, libros y una música clásica que se agradece, Manuel reconoce que le gusta “defenestar” a la minería. “Se vinieron a llevar lo que hoy es la economía de Canadá, Estados Unidos e Inglaterra”, asienta con la pipa apagada en la mano. Al igual que con Jurado, nos quedamos horas platicando con Monroy sobre historia y anécdotas que apenas cabrían en un libro.
“Es el único pueblo en México que su iglesia no está en la plaza principal, sino al final de un callejón. Eso habla de la gente de aquí”, sentencia Christian Bueno, joven escritor y cronista de este pueblo mágico al presentar el libro Textos escogidos, de Velia Marmolejo Fat (orense de origen chino), editado por su hijo Gabriel Escalante en un rebosante Teatro Juárez.
Una parada de este viaje a lo largo de varias visitas fue en casa del chef Fernando Bringas, dueño del restaurante "La Ventana" y de una hermosa edificación estilo inglés en la cima de uno de los cerros desde donde el atardecer cobra diferentes tonalidades antes de oscurecer. Desde aquí la panorámica de la pequeña ciudad se aprecia la magia de una aldea salida de un cuento. Su casa, con gran parte del mobiliario original, es quizás la que se encuentra en mejor estado. Perteneció a uno de los gerentes de la mina inglesa Dos Estrellas, la cual le fue vendida a su abuela, recién viuda, a plazos por 20 años, sin contrato, sin intereses, con el valor de la palabra, tan en desuso como el pequeño refrigerador que conserva, uno de los primeros fabricados en el mundo.
Fernando se ha acostumbrado a vivir en esta pequeña mansión rodeada de vegetación, sin internet, televisión o aparatos electrónicos. La va remodelando lentamente por lo costoso. "¿Y no espantan?", pregunto mientras recorremos sus pisos de madera traída desde Escocia. Se ríe, confiesa que a veces ha sentido presencias pero nada más, lo dice como si fallara la tubería.
La iglesia anglicana y la casa del pastor es otra de las construcciones que se mantiene en pie. Rodolfo Navarrete, de 69 años, hijo de minero, es quien custodia el predio. Ahora la casa la habita un pastor mexicano que preside este pequeño templo que recibía cada domingo solo a la población inglesa y actualmente la visitan los parroquianos locales. Gracias a ellos, dice Rodolfo, hoy se sigue practicando el béisbol y el futbol. Más que una propiedad privada, este hombre considera que es patrimonio de los habitantes de El Oro. Y cuando al despedirnos, le pregunto qué piensa de la minería, lacónicamente responde “se le extraña poco”.
Esta frase, mencionada de diferentes maneras, resume el sentimiento colectivo. Si el himno nacional proclama que “un soldado en cada hijo te dio”, en El Oro se puede asegurar que hay un cronista en cada uno de sus hijos. Ahí están las palabras de Raúl Vargas, un viejo que se toca el sombrero a manera de saludo cuando camina por la calle, en sus ires y venires del Palacio Municipal donde hace de guía voluntario o, Gustavo Baeza, guía también, del Museo de Minería, quienes transportan a los escuchas a esta parte de la Historia de México, que aquí en El Oro, está más viva que en muchos museos o libros.
Al mineral, puede que no, pero a la gente de El Oro, sí se le extraña.
Para contactar Senderismo El Oro: sederismoyciclismoeloro.com Watsap 52 1 55 6197 6784. Siete recorridos, cuatro de ellos con bicicleta.
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