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Darío Ramírez

03/12/2015 - 12:01 am

Masacre silenciosa

El 6 de enero de 2015, en Apatzingán, policías federales ejecutaron a civiles desarmados con un saldo de por lo menos 16 muertos y decenas de heridos. Alfredo Castillo, excomisionado para Michoacán, dijo que los acontecimientos fueron producto de “fuego amigo”; así abría el texto de la investigación de Laura Castellanos sobre la masacre de Apatzingán. El […]

Imagen: Tomada de Interne
Imagen: Tomada de Internet

El 6 de enero de 2015, en Apatzingán, policías federales ejecutaron a civiles desarmados con un saldo de por lo menos 16 muertos y decenas de heridos. Alfredo Castillo, excomisionado para Michoacán, dijo que los acontecimientos fueron producto de “fuego amigo”; así abría el texto de la investigación de Laura Castellanos sobre la masacre de Apatzingán. El eco que generó tal información fue tangencial y marginal, como casi siempre sucede después de sucesos semejantes.

México es un país donde información que debería cambiar el panorama político —nacional y en su proyección internacional— acaba siendo marginal y tiene poco impacto real. Al periodismo se le cortan las alas al coartarle su capacidad de influencia mediante el impacto de dar a conocer información de interés público. En este país nadie renuncia (o casi nadie) porque no hay la necesaria presión mediática. El voluntarismo mediático para quedar bien con los gobiernos es lo que hace a la “democracia mexicana”.

La masacre de Apatzingán ha sido confirmada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Según esta institución, integrantes de la Policía Federal cometieron graves violaciones a los derechos humanos, el pasado 6 de enero, contra integrantes de autodefensas en Michoacán. El organismo autónomo afirmó que hubo “excesivo uso de la fuerza” en contra de cinco personas que fallecieron y que se cometió una ejecución extrajudicial. La recomendación de la CNDH está dirigida al gobierno de Michoacán, a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y a la Comisión Nacional de Seguridad (CNS).

En este país la impunidad se recarga en el cinismo y en la nula ética de la mayoría de los funcionarios públicos. La masacre era un hecho conocido por las autoridades. El responsable del encubrimiento (exprocurador en el Estado de México), que hoy goza de un salario público y comanda los designios del deporte mexicano en la Conade es: Alfredo Castillo.

Castillo debería ser llevado a la justicia por encubrimiento de violaciones graves a los derechos humanos. Después de que se conoció la investigación de Castellanos, el funcionario se atrevió a decir: “Lo que haya dicho esta periodista (Castellanos) es muy irresponsable, es muy irresponsable, porque se está haciendo un acto tendencioso”, sostuvo. Castillo continuó mintiendo. En el espacio de W Radio le mencionan a Castillo que el reportaje de Castellanos señala tres cosas: que los testigos, los sobrevivientes, los detenidos, los heridos e incluso personal del hospital incriminaron a la Policía Federal; dos, que estas personas estaban desarmadas y, tres, que se habrían usado balas expansivas, y luego le preguntan: ¿qué podría usted decir a esto?

Castillo responde: “Que son mentiras”. Así, enfáticamente; porque, primero, el director del hospital, dentro de la averiguación previa, declaró (ante el MP) y el propio director del hospital ha dicho que han sacado de contexto su declaración. Y sigue: “En segundo lugar, yo creo que la periodista —y lo digo con mucho respeto—, no es perito en la materia para hacer pruebas de balística ni de trayectoria ni de distancia para poder decirte desde qué lugar se fueron a realizar los disparos”.

Y sigue: “En tercer lugar, no podemos nosotros tomar testimonios de gente que, tapada el rostro que, primero, no dice su nombre, su apellido, su ubicación, que dice qué estaba haciendo ahí, y que tenga testigos que validen que se encontraba ahí en el lugar de los hechos, en horas totalmente inapropiadas (3 de la mañana del 6 de enero) como para poder tener ese número tan importante” [sic].

La falacia de las declaraciones de Castillo son interminables. Y su impunidad también. Lo que llama la atención es el silencio —en este y en otros casos— de todos los demás actores, privados y públicos, sobre las recurrentes masacres y violaciones a los derechos humanos. Pongamos el ejemplo de los partidos políticos y sus silencio. Pudiendo ser un elemento de presión política, todos los partidos, incluyendo Morena, prefieren ser tangenciales en sus señalamientos, sin generar ningún impacto real. A los partidos políticos que no están en gobierno les queda grande la palabra oposición. Su simulación es tal que aparentan ser actores de una democracia pero al final es sólo eso: una simulación.

El camino de recuperación de una enfermedad es, primero, aceptar que uno la tiene. La negación de su existencia solamente alarga y potencia la misma enfermedad. México está enfermo y el paciente (el gobierno de Enrique Peña) niega que haya algo mal. Por el contrario, cuando un doctor le dice (en este caso pensemos que los doctores son El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Relator contra la Tortura, el Grupo de Desapariciones Extrajudiciales o el Grupo de Expertos de Ayotzinapa, entre muchos otros) que está gravemente enfermo, la reacción del paciente (el gobierno federal) es de enojo. El doctor no tiene la culpa. Eso debería estar claro.

Esta negación es grave porque implica que no hay camino hacia la recuperación. El periodismo independiente dentro de una crisis nacional de derechos humanos es un actor fundamental. Es el único contrapeso contra los malos actos de gobierno, como lo son desaparecer y asesinar a civiles. Los contrapesos son fundamentales en las democracias funcionales.

A tres años del inicio de su gobierno, Enrique Peña Nieto está enojado y no reconoce la crisis. Gobernar a través de spots y coberturas periodísticas amigas no es gobernar. La ausencia de castigo a aquellos funcionarios que cometen graves violaciones de derechos humanos o que encubren es la regla. Las fuerzas armadas resultan intocables y se mueven en un régimen de excepción, a ningún partido político se le pide que rinda cuentas como se hace con cualquier institución pública. Son intocables y, mientras eso suceda, casos como Apatzingán, Tlatlaya y Ayotzinapa seguirán ocurriendo y quedando pendientes en la administración peñista.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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