EL PERIODISTA QUE DESVIÓ SU CAMINO

03/09/2011 - 12:00 am

“Y ahí supimos. Cuando ya vimos quiénes iban contra quiénes, cuáles eran las finalidades de llevarse a alguien supimos que [el narco] le iba a llegar a Emiliano Ávila me dice Juan Barrientos, reportero de Política que trabaja para un pequeño medio. En este momento no es posible revelar la identidad de las personas que aparecen aquí pues saldrían afectadas sus familias, pero la historia sí puede ser contada. El 30 de noviembre de 2009, cuando el gobierno mexicano ya estaba en la llamada guerra contra el narcotráfico, un grupo armado se lleva al reportero el día de su cumpleaños. Ávila nació en un ejido michoacano, vivió en varios estados de la República. No escribía bien. Tampoco era bueno investigando. Pero tenía una forma única de contar historias. Por esas casualidades del destino, en su primer trabajó le tocó un jefe receptivo a quien no preocupaba tanto la sintaxis. A pesar de tener fallas graves, Ávila hizo carrera. Él representaba el gancho de su medio de comunicación porque era alguien del pueblo. Barrientos me ha citado en un lugar alejado y populoso. Así no se topa con los colegas.

En los noventa, cuando comenzó a trabajar, los periodistas debían tener mucho más cuidado que en los ochenta con los narcotraficantes. Los que no lo entendían terminaban muertos. “Vimos a Ávila que se fue torciendo, torciendo… por más que le decíamos” “No, no”, cuenta Juan, un periodista aún joven, responsable de los temas más difíciles de su comunidad desde que ingresó a Política. El caso es que Ávila se desvía del camino y los demás reporteros comentan seguido: “No tardan mucho en caerle”. Lo único que procuran es que ninguno del equipo esté cerca cuando eso pase. De hecho, Emiliano se acostumbra a decirle a su esposa que sale a trabajar con Juan. Lo usa de tapadera pero en realidad Juan se ha alejado de su amistad. “Va a pasar. Ciérrense”, aconseja el jefe de información. Cuando Emiliano desaparece los miembros de la redacción se ponen de acuerdo:  “Teníamos que sacarlo de donde fuera, sabíamos que no lo iban a aventar en la carretera porque seguramente ya estaba en alguna fosa. Sin su cadáver su familia jamás iba a estar tranquila, por eso hicimos ese acuerdo tácito de encontrarlo. ‘Dónde esté y como esté’, dijimos. Formamos equipos, mandamos gentes preguntando”.

En cuanto se extiende la noticia, los compañeros suben la alerta a los sitios de Reporteros sin Fronteras, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y Artículo 19. Piensan que es por algo que publicó. Pero no es por eso. Un asunto de libertad de expresión no lo es y todos toman las reservas del caso, pero se mantiene la atención en él. “Fuera quien fuera, lo importante es que era la figura de un reportero. Si nosotros no hacemos nada, nos volvemos vulnerables. Los de un portal de noticias suben la nota pero dura pocas horas”. Juan los llama y le dicen que fue a petición de la familia. El reportero contesta: “Eso es falso porque la familia no sabe nada… nadie sabe por qué están pasando las cosas”.

Un periodista importante de la pequeña ciudad le dice: “Creemos que se trata de un secuestro por dinero”. A Juan le da risa la explicación. “En el mundo no hay un solo ejemplo de un periodista que haya sido secuestrado por dinero. Si tú no publicas nada sobre Emiliano lo estás matando. Yo no voy a ser parte de eso, responde con firmeza. Los amigos empiezan a publicar reportes diarios con Artículo 19, con la SIP, con todos los medios posibles. Se lo llevaron simplemente. No hubo comunicados, no hubo nada. No hay certeza de que lo regresen vivo. Imaginan el cuerpo abandonado donde quiera. Pasan meses y el cuerpo no aparece como los demás. Preguntan con qué amigos estuvo ese día. Nadie quiere revelar nada. Luego aparecen mantas con nombres: “Ustedes tienen a Emiliano Ávila, entréguenlo”. Dan direcciones de varios ranchos. Por eso el Ejército se moviliza, empieza a decomisar propiedades. A ellos les llega la información de las mantas. Al final es tal la presión que deciden exhumar el cuerpo (porque ya estaba enterrado) y arrojarlo en una carretera. “¡Fue inhumado y exhumado por quienes lo mataron para entregárselo a la familia!” Aparece en una bolsa negra, aventado en una carretera. Presenta muñecas, manos, codos, hombro derecho y piernas fracturados. Entre la comunidad periodística se cree que lo mataron por su estilo de vida, por sus nexos peligrosos. En ese momento no se sabe a qué grupo criminal pertenece. Pero los reporteros hacen todo para que el cadáver salga a la luz. “Publicamos lo que había que publicar, anduvimos preguntando por todos lados. Al final era uno de nosotros”.

“¿Ella es la viuda de Ávila?”, pregunto a Juan pues me pareció oír el apellido mientras él platicaba con una mujer de blanco, con mucho porte, hace un momento -de unos 38 años, alta, tez color café con leche, facciones armoniosas, cabello largo, abundante y negro,  ojos muy grandes-, que se levantó a saludarlo auténticamente sorprendida cuando llegamos al café. Como se conocían tanto, Emiliano le decía a ella que estaban trabajando juntos. “Me voy con Juan”, gritaba desde la puerta y desaparecía horas. Laura y Juan tenían unos seis o siete años sin verse. “Me dijo que tardó en saber que me había alejado de la amistad de su marido. En aquellos entonces los periodistas hacíamos investigaciones juntos. Primero se iba cada uno por su parte, luego nos juntábamos, nos contábamos la historia. Y entonces ya teníamos una historia general, ya sabíamos lo que estaba pasando”. Parte del trabajo periodístico es hablar con la gente. Como los reporteros conocen a los policías pueden sacar las placas, los números de series, las direcciones. “O nos íbamos al Registro Público de la Propiedad. Nos amparaba así un método propio de investigación”.

La historia de Ávila es la de numerosos reporteros, sólo que el gremio no quiso exhibirlo. No sólo por solidaridad. También porque era un elemento importante para presionar por los asesinatos de periodistas. Su caso, considera Juan, es humanamente más interesante porque cayó por ambición y no por adicción a la cocaína como muchos otros. “Ese estilo de vida que vio en los traficantes le asentó la idea de hacer dinero”, comenta tras reflexionar un momento. Los periodistas que lo rodeaban presenciaron su paso por el periodismo. También su salto al abismo. Tenía dos hijos adolescentes. Un hombre y una mujer. A algunos periodistas los matan por escribir en contra de alguien, como puede verse en YouTube: http://video.search. yahoo.com/search/video?p=blog+del+narco. A otros los compran y los llaman “periodistas en línea”.

 

Mercando a la hija adolescente

Pero la historia no queda ahí. Emiliano se puso a mercar a su hija adolescente. Cuando se separan él y su esposa, a raíz de las discusiones porque frecuentaba mañosos (delincuentes), él empieza a buscar mucho a su hija mayor. Se van horas y horas. La chica nunca le cuenta a su mamá lo que hacen juntos: “Siempre se conduce herméticamente, hasta que un día aparece embarazada”, confía durante este breve encuentro a viuda, a quien llamaremos Laura. La mamá pregunta: “¿Qué pasó?” La muchachita cuenta lo que muchos años calló: “Las reuniones eran de puro narco”. Y resulta que su papá quería ponerla de novia con alguien que estaba mucho más arriba en la jerarquía. “Emiliano quería emparentar con ellos”, relata mi interlocutor bajando la voz, acentuando el pronombre ellos, como suele hacerse en los lugares más asolados por la violencia. Ahí hay una lucha muy visible entre narcotraficantes. Muchos pagan derecho de piso al bando que domina su área.

El relato de Juan es inquietante. A la hija de una conocida mía de Culiacán la mandaron a estudiar a Canadá. Se quedó un año completo detestando el frío de por allá. Todo porque se fijó en ella uno al que le salían billetes de los bolsillos, uno a quien le relumbraba todo de tanta cadena y anillo. Era el primogénito de un narco conocido. Había sido compañero de la chica en la escuela. Había obtenido, con amenazas y con dinero en efectivo, sus calificaciones y había  terminado la Preparatoria. Ahora quería tenerla. La estudiante no piensa regresar. Buena suerte para ella, pero la hija de Ávila tuvo un papá ambicioso y tronchado, qué mala pata. “La niña se dejaba llevar nada más. El día que secuestran a su padre andaba con él —relata Juan—, iban a ver a alguien. Con él iban otros dos hombres. Cuando él la recoge le dice: “Ahorita regresamos, vamos a ver a un amigo”. No se sabe si lo ven o no. Ávila va y deja a la hija con una tía, muy rá́pido porque debía irse a su reunión. Se despide, avanza un poco y, en una esquina cercana, después de recibir una llamada y proporcionar su ubicación, llegan los gatilleros en dos camionetas y los suben. Iban confiados, cuentan los testigos. Se llevaron su carro, un Jetta que ya no apareció. Ya no se sabe nada más. Como la chamaca se queda sola mucho tiempo empieza a marcar el celular de su papá. Ya nadie contesta. Luego, entre la misma gente de ahí, se empieza a correr el rumor: “Levantaron a Emiliano. Levantaron a Emiliano”. En ese tiempo, como se dijo antes, la hija confiesa a su madre lo que hacían ella y el papá. Poco después se casa con un muchacho de su edad. Ésa fue la parte que supe cuando llegamos aquí al café”, indica Juan. Es hora de comer pero ni él ni yo tenemos hambre. La imagen del muchacho ejidatario deslumbrado por la ciudad flota entre ambos.

 

Estereotipo del provinciano deslumbrado

Emiliano representa, de acuerdo con Juan, el estereotipo del provinciano que llega a la gran ciudad a deslumbrarse. Y, sin tener los medios a su alcance,  se engancha en malos pasos. Es una historia individual que confirma todas las historias anteriores sobre ejidatarios que se corrompen en la ciudad. Es la hipótesis que ya todo mundo sabe. Juan suspende el relato mientras busca algo en el bolsillo. No lo encuentra, pero con harta seriedad pintada en sus ojos sentencia: “Aquí lo grave es que le pasó a un reportero. No se ha dicho en los medios nacionales porque nadie ha querido balconearlo. Y eso que Sociedad Interamericana de Prensa vino a hacer su investigación por la muerte del periodista. Cuando pasa esto, los primeros que preguntan son los que mencioné. Yo les digo: “Sé quién lo tiene. Es tal grupo”, pero ellos deciden guardar la información. Cuando levantan [secuestran] a Emiliano, yo le hablo a Artículo 19, una agrupación de defensa de periodistas. ‘Oigan, pasó esto aquí… Suban la alerta’”.

Emiliano Ávila era un tipo normal, le iba bien en el trabajo. Tenía un carácter ligero, agradable. Entró en esto por ambición. Como describe mi interlocutor, cumplía el estereotipo del ranchero ingenuo que no imagina los alcances de juntarse con narcotraficantes. Hijo de ejidatario, seguro veía la siembra de mariguana como algo normal. Juan lo conoció joven. Oyéndolo hablar me traslado mentalmente a la sierra de Badiraguato. Supongo que Ávila fue un niño de tantos, uno que, ya adulto, nunca comprendió del todo la palabra ilícito.

La viuda de Ávila acaba de contarle a Juan cómo comienza a ver al difunto con individuos ruidosos, malhablados y hasta extravagantes. Los lleva a la casa a beber. No le gustan y le advierte: “Síguele y me voy con mi mamá.”. El reportero deja de hacer fiestas pero continúa con sus tratos. Entonces ella empaca. Se va con todo e hijos. Él no se resigna y va por ella a casa de la suegra. Le promete de todo y vuelven a vivir juntos. Pero ya no es igual. Ahora él quiere todo rápido. Está muy irascible. Todo le molesta. La noticia de un levantón, aunque sea lejos, lo pone muy pensativo. Hubo, incluso, una balacera a unas cuadras. Laura la tiene presente. Por eso se va otra vez. Sólo que ahora sí informa de la separación conyugal a familiares y amigos. No se sabe si les da razones explícitas. Como se dijo, Ávila se apega entonces su hija mayor, de 16 años. Va por ella y la pasea. Luego de un tiempo es asesinado. Ahora la hija acaba de confesar a su madre que el niño que viene en camino es de un capo de rango menor.

Juan se pregunta en voz baja cómo hace la familia para soportar todo esto, cómo está haciendo para asimilar no sólo el asesinato sino el embarazo de Jessica. Otro cambio, relata Laura, es que Emiliano se vuelve muy sarcástico. En los últimos tiempos oye las noticias sobre balaceras y demás, y les quiere restar importancia. Pero le preocupan. Todos lo notan. Por el trabajo conocen a capos de medio pelo, capitos, como les dicen. “Uno conocía a uno, otro conocía a otro. Así era porque éramos de aquí. Él no tenía acceso a esa clase de gente porque venía de un ejido. A veces los invitaban a reuniones de esos. (Juan no explica de qué esos se trata. Se entiende que son delincuentes. Mañosos o malandros pues). Cuando Ávila se entera de los contactos quiere que lo presenten. “Yo nunca lo hice. Él siempre buscó esos acercamientos. Buscó y buscó hasta que lo logró. A mí me parece que su finalidad en la vida era buscar dinero. Al costo que fuera, pero tenerlo. Y utilizó todo. Al final su objetivo lo mató. Nosotros ya habíamos visto que tarde o temprano les llega. De viejos no se van a morir. El mismo negocio se los va a llevar. A la viuda la veo fuerte. Como decía, al principio ella no notó nada, ni sabía nada, ni los que sabíamos le decíamos algo. Se dio cuenta al último, ya que vio la actitud de su esposo. Cuando vio que su sueldo no era para la vida que llevaba. Ése fue el primer aviso. Algo malo estaba pasando porque ya era mucho el dinero que manejaba, porque ya eran demasiadas salidas en la madrugada”.

Un profesionista de mediana edad, nacido en la sierra, me contó que su antigua novia se salía de madrugada en su lujoso auto con vidrios polarizados. Desaparecía, a toda velocidad, y regresaba varios días después sin dar explicación. Por eso ya no quiso andar con ella. Tenía una auto caro entre lo caro, y una tienda. Mi entrevistado sabría, más tarde, que el esposo, ya fallecido, había tenido negocios con narcotraficantes. Conocí a la mujer en cuestión. Es muy bella y, sobre todo, muy inteligente. No hubo forma de sacarle una palabra, pese a la recomendación de mi amigo. Siempre supo cómo evadir hábilmente, con mucha gracia, mis preguntas. Un periodista me había dicho: “Véanse en un lugar público”. Pero ella quería promover su nueva tienda y me citó ahí.

Mi mente se va lejos, pero Juan me regresa a la conversación: “La esposa de Emiliano quiere que alguien le cuente la verdad. Cuando me ve pregunta: ‘¿Cómo estás?’ Desde el momento en que comienza a bajar el tono de voz lo sé. Ni su vida es coincidente con la mía ni la mía con la de ella. Me pregunta: ‘¿Cómo comenzó? ¿Cómo decidió meterse a eso?’ Yo le digo: ‘Dónde vives, cómo llego, a qué hora llego’. Ella contesta: ‘Es por aquí, es por allá, y más fácil en las tardes’. Ella sabe que una tarde voy a ir por ahí. Se lo digo indirectamente para cuidarme. Sabe, sin necesidad de decírselo, que no deben estar sus hijos allí, ni nadie. Es una manera de decirle: Sí te voy a contar lo que yo sé. Ella lo acepta. Yo me despido de ella porque venía a esta entrevista contigo”.

 

El Capi vende su vocho

A una semana de haber vuelto a México, me sobresalto al ver bajar del coche de adelante a dos tipos fornidos. Estamos avanzando por Pino Suárez. Sólo van a cambiar de lugar pero igual me asusto. Le cuento al taxista de mi miedo retrospectivo después de un viaje a Sinaloa de tres semanas donde no me pasaron más que cosas buenas. ¿O es miedo después de la narración del capitán de meseros del restaurante cercano a mi oficina aquí en el DF? Es eso. “Ya no hay niños jugando en las calles, mis hijos ya no salen”, me dijo el Capi, al saber que las últimas dos semanas anduve fuera. Sentí demasiado cerca el horror.

Al Capi le robaron el coche, más bien lo obligaron a venderlo en 5 mil pesos. Un día llegó a su casa y sintió muy nerviosa a su esposa.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Nomás que nos quieren comprar el carro..

—Pero, ¿qué más te pasa? ¿Por qué estás así?

—Nada, vende el carro. Eso es todo, vamos a vender el Volkswagen.

—No. Tú tienes que llevar a los niños a la escuela.

El Capi cuenta que tenían muy bien su carrito, con la suspensión baja y todo. En ese momento, dice, les tocaron la ventana. Ahí estaba uno de los narcomenudistas de la zona, un joven que no es de ahí pero a quien, hace un año, le dio por entrar a vender droga. “Si viera eso”, repite el Capital. La frase se refiere al paseíllo que se dan los consumidores todos los días a deshoras de la noche. Están esperando que lleguen sus proveedores. “Señoras bien, así muy arregladas, con ropa de marca, caminando por mi calle”. En cuanto llegan los narcomenudistas se forma una fila larga.  “Como si fueran a comprar tortillas”. Y compran y compran la droga que consumen y luego se van en buenos carros a sus casas en el DF.

“Pero nos protegen”. No sólo el Capi y su familia, también sus amigos, piensan: “Menos mal que están ellos porque así no entra La Familia”. Este México celebra su bicentenario de la Independencia y su centenario de la Revolución con historias de terror. Como la del joven soltero, serio y trabajador, que ya dejó de dormir en su departamento nuevo porque un día le dejaron una cimitarra, “de esas que se saca la funda”, con un mensaje: “Para que te sepas defender”. Dice mi interlocutor que él era igual que él y su familia: “no se metía en nada”. Ahora sólo va a casa a recoger correspondencia y duerme, probablemente, en casa de su madre, o de la novia, o de algún amigo. No le debe nada a nadie ni anda en malas compañías. Ha sido expulsado del Estado de México.

 

Alfombra roja

¿Lo personal es político? ¿Tendrá sentido contar la temprana orfandad de una madre, la mía, obsesionada con la violencia de su tierra? Antes de responder, quiero contar que el 17 de febrero de 2011 se presentó en Ex Teresa Arte Actual “La rebelión de los iconos”, exposición de la artista sinaloense Rosa María Robles. Ya había escandalizado en 2007 a las autoridades sinaloenses con Alfombra roja, pieza compuesta con ocho cobijas ensangrentadas previamente usadas por el crimen organizado para envolver los cuerpos de sus víctimas. Robles no exponía en la Ciudad de México desde hace 20 años, cuando aún hacía escultura en troncos de madera. A pesar de ello, ese jueves el numeroso público llegó temprano a la Capilla del Señor de la iglesia de Santa Teresa la Antigua, hoy el museo de Ex Teresa.

La reconocida escultora, video-instalacionista y artista del performance presentaría, media hora después, una acción presidida por las copias en gran formato de dos autorretratos fotográficos (los originales forman parte de la exposición “Navajas” que entonces aún estaba en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam de La Habana). Por coincidencia me crucé con Robles en la esquina de Moneda, cuando ella iba a grabar —lo vería después en el video— la ceremonia en la que la bandera nacional es tomada en brazos por los soldados. No sabía que hasta las 7:30 PM, en la escalinata del altar, un hombre vestido de negro, con tatuajes y piercing, extraería a la artista 600 mililitros de sangre. El acto no me impresionó, aunque a mi lado una muchacha se asustaba cada vez que la sangre era depositada en una bolsa transparente de hospital. Hasta entonces —sin haber visto las imágenes en las que esta artista, que me interesa mucho, representa La Piedad de Miguel Ángel—, su propuesta estética no me había seducido. La sangre es un lugar común del género del performance y la sentí como efectismo.

Cuando Robles caminó entre el público, rumbo a un muro cubierto con periódicos con noticias sobre el narcotráfico, yo me rezagué detrás del gentío. Atrás quedó un estrecho tapete blanco que se detenía ante el altar. Me subí a una columna junto con dos adolescentes. Ni así vimos cuando ella derramó su sangre en un cáliz dorado y la untó desordenadamente sobre otro lienzo. Esto lo vi al día siguiente en el video donde se registró la acción, una obra mucho más lograda que el performance, mucho más elocuente y auténtica en su carga dramática gracias, tal vez, a la distancia impuesta por la cámara. Cuando por fin me colé, el lienzo manchado con la sangre de la autora —su protesta porque por ley no puede usar las auténticas mantas de los encobijados—, ya cubría un taburete alto. Encima estaba el cáliz. En el muro había un mensaje hasta cierto punto retórico: “La sangre que de mi cuerpo he vertido pretende poner sobre el altar de esa institución su relación oscura, oculta y a menudo descaradamente abierta con el narco… la narcoiglesia”.

Lo que me cimbró fueron las obras situadas en los extremos de la nave: La Piedad y El Á́ngel de la Independencia, ya mencionadas. Allí se alude al crimen organizado empleando, de nuevo, las cobijas del narcotráfico. Pieza excepcional, la video-instalación de La Piedad es una reinterpretación inteligente y actual de Miguel Ángel. Ahí la artista sostiene en brazos una cobija ensangrentada que semeja un cuerpo en desmayo. A sus pies la proyección de 365 fotografías de cadáveres tomadas por Fernando Brito, premiado por World Press Photo 2011 por una de esas imágenes, se traduce en una experiencia dolorosa de este México convulsionado. Pude verlo en la mirada del público. Allí le di el golpe a la exposición. Ahí me abismé en el recuerdo de mi madre obsesivamente anclada a su padre asesinado. ¿Lo personal es político? ¿Tiene sentido que narre la temprana orfandad de una madre, la mía, abrumada por la violencia del Culiacán natal? Lo sabré en otro momento. Ahora sólo queda decir que volví a Ex Teresa dos veces más. Una persona compasiva, encarnada por la artista pero también por mí, había sentido piedad, sin saberlo, por aquella niñita huérfana de los años cuarenta.

 

Flashback: la amapola roja

“A tu abuelo lo asesinaron los gomeros en 1941. Lo emboscaron en la sierra y lo ahorcaron. Con saña. Después mi madre se fue a vivir a la capital. Sola con sus cuatro pequeñas niñas. Porque no soportaba la provincia. Decían las malas lenguas: ‘La viuda es frívola. Se pinta las mejillas. Si apenas enterró al marido. Ese asesino. Sí. El marido de la viuda era un asesino. El padre de las niñas era un asesino’.  “[Ella no usaba rubor. Era sólo que siempre estaba chapeada, como todas las mujeres de la familia”, decía mi madre en voz muy baja, como pensando]. Dijeron que tu abuelo era sanguinario. Pero fue un héroe. Lo sé, muy joven se fue a pelear por la Revolución. Y después fue, durante 11 meses nada más, jefe de la policía de la ciudad. Por eso tuvo que combatir a los gomeros. En defensa propia mató a dos hombres. Era autodidacta, puntual lector de los clásicos. Dante, Homero, todos estaban en el librero de su estudio, en gruesos tomos encuadernados con piel teñida de verde. Era librepensador, como le gustaba decir. Se casaron cuando ella tenía 19 y él 24.

“Tu abuelo era un hombre muy alto y de ojos negros de gitano, negra mirada imponente, medio parecido a García Lorca. Su casa fue la primera de la ciudad en la que hubo retrete, en lugar de fosa séptica. Y en el Museo de Historia Natural había una muela de mamut donada por él, un hallazgo que hizo un día en la sierra. Pero eran tiempos violentos. Sus enemigos le crearon la leyenda negra de que había cometido 157 homicidios. ¡Ay!, cuando los verdaderos asesinos eran los gomeros, los terratenientes ricos del sur de Sinaloa. A principios de los cuarenta había muchos intereses en torno a la amapola. Por eso emboscaron a tu abuelo y lo mataron con tanta saña. ¿Sabes? En las fotografías aparece casi siempre vestido con trajes de lino blanco que oscurecen aún más su cabello y sus ojos. Recién unido a mi madre comenzó a pintarse el cabello porque ya tenía la cabeza blanca. Decidió teñirse después de una noche de fiesta en que alguien quiso bailar con su mujer: ‘¿Me permite la próxima pieza con su hija?’ ¡Su hija! Él siempre tan celoso. En cierta ocasión se armó el revuelo en un baile porque ocurrió que tu abuelo…”

“Que el próximo reportaje sea sobre intelectuales y drogas”, dijo, en enero de 1992, Roger Bartra, entonces director de La Jornada Semanal. Y de inmediato emergieron los recuerdos. Sepulcros de la infancia. Memoria enterrada hace tanto tiempo con la muerte de mi madre: “A tu abuelo lo asesinaron los gomeros. A tu abuelo lo asesinaron los gomeros”. (Cuántos años sin oír tu voz.) Mi madre siempre tuvo presente al padre asesinado. A las niñas que fueron ella y sus hermanas, niñas abrumadas por una  orfandad casi expiatoria. A la madre viuda que huyó de la provincia apenas cumplidos los 41 años. Pueblo chico, infierno grande. Una expresión mil veces escuchada. Y la sucesión abrumadora de imágenes. La amapola roja. La sangre cotidiana. La memoria agobiada, sepultada. Ahora me piden un reportaje sobre las drogas. Puta madre. Las drogas desde este lado del espejo. (Y una voz de las vísceras: “¿Por qué la muerte? ¿Por qué asesinado? ¿Tu voz? ¿Mi voz?”) [Tomado de “Intelectuales y drogas”, reportaje que publiqué en La Jornada Semanal el 6 de septiembre de 1992.]

 

Nuevo diálogo con el Capi

—Cuándo me lleva a su tierra, Capi?

—Ahora no. Está bien difícil. El domingo mataron a dos más.

—¿En el día?

—No, al cuarto para las 12 de la noche.

—¿Fue entre ellos?

—Sí.

—¿De verdad se va a Hidalgo?

—Nomás estoy esperando a que mis hijos salgan de la escuela en julio.

—¿Y a dónde se iría?

—A Tula, allá tengo una casa

—Entonces, ¿no se vendría a la Ciudad de México?

—No, no. Por mí no me preocupo, yo llego en la noche. Pero mis hijos están ahí todo el día.

—¿A su esposa no le da miedo? —No. Yo llego y siempre dice: “No pasó nada, estuvieron aquí todo el día vendiendo droga”.

La violencia en San Juan de Aragón empezó el 7 de mayo de 2010. Fue la primera matanza. Murieron tres.

Antes de hacer otra pregunta, comento al Capi que cada ciudad tiene grabada en la memoria de sus habitantes la fecha de inicio de su propia guerra.

—¿Y sus niños tienen miedo?

—No. En la escuela les enseñan a tirarse al suelo cuando hay balazos. Nomás se echan así —explica mientras mira estira los brazos en posición de echarse un clavado.

—El domingo [los traficantes] fueron por un papá. Él su hijo iban por unas cervezas. Dejaron muerto al niño. Con 12 balazos adentro. Imagínese. El papá alcanzó a huir. Se murió también uno de los que los atacaron. Es entre ellos.

—Pero de veras se va Capi?

—¿Qué me queda?

—¿Es muy grande la Unidad donde vive?

— Sí. Son 15 entradas con seis departamentos cada una. Calcúlele. Por eso se están peleando el terreno La Familia y los Zetas.

—¿Ustedes distinguen quién es quién?

—No. No se puede ni hacer así [mueve los brazos como si abriera unas cortinas y las volviera a cerrar]. Lo haces y ahí quedas. Lo que sí vemos son las camionetas. Entran con sus corridos a todo volumen y ya sabemos. Dan su vuelta por toda la Unidad y 15 minutos después entran los federales. Ya nos sabemos el numerito.

—¿Pero seguro va a dejar su casa? ¿Y su trabajo?

—Voy a bajar a diario de Tula. Con el suburbano ya son 46 minutos de viaje en el primer tramo. Luego tomo cualquier transporte. Es rápido. Antes yo me salía de aquí a las 11 o 12 de la noche. Ahora me voy a las 9:30 a más tardar. Después de las 10:30 ya está muy feo por allá y los delincuentes me cobran unos 50 pesos para entrar a mi colonia.

—¿Y qué más pasó el domingo?

—El sábado detuvieron a uno que vendía droga en la calle. Llevaba desde las 8 y lo arrestaron a las 4 PM. Ya llevaba 37 mil pesos de ganancia. Imagínese el dineral que hacen en unas cuantas horas. Lo malo es que no sabíamos quiénes eran. Ahora son otros. Vienen de otro lado.

—¿Y Tula está bien para vivir?

—Por lo pronto sí porque tengo una casita. Después [la violencia] nos va alcanzar —acepta el Capi con un gesto corporal intraducible.

—Ya andan en todos lados, ¿verdad? Ustedes ya están como estaba Culiacán en 2009.

—Todo nos cambió por allá. Mi esposa sólo va una vez al día al mercado. Se trae la comida y ya no vuelve a salir. Las amigas de su calle ya no se ven. Antes platicaban mientras los niños jugaban en la calle. Ahora desde las 6 de la tarde ya está vacío. Es un desierto eso. Nadie sale. Sábados y domingos nos la pasamos en la casa.

—¿Y por qué no quiere irse su esposa?

—Porque su mamá vive a 20 minutos.

—Yo he ido… Es muy grande.

—¿Ha ido? Pero si entrara hasta mero adentro le daría mucho miedo— contesta mientras se disculpa porque debe atender algo en el primer piso del restaurante.

Marcos y yo nos miramos con sorpresa. Hace años que vamos a este lugar, uno de los pocos en toda la Condesa donde se come bueno y sano, sin salsas pretenciosas, en abundancia. Los meseros son de los de antes, profesionales de primera. El Capi vuelve y pregunta directamente, con preocupación evidente:

—¿Cómo ve mi situación?

—Muy difícil. No pensé que tan rápido quisiera irse de la ciudad.

—Todo empezó ese 7 de mayo del año pasado con la matanza de los tres que le digo. Ya cambió todo. Al grado que el otro día llegué a las ocho de la noche y en la esquina distinguí mucha gente, luces, todo muy animado. Pensé: “Ah, qué bueno, hay fiesta. Pero era la cola para comprar droga. Ahí se ponen. Llegan las señoras muy elegantes que le he platicado, en buenos coches, rápido toman la mercancía y se van. O van jóvenes con dinero. Ayer hablamos los vecinos. De qué sirve unirnos si no nos van a hacer caso. La policía no hace nada. Nadie hace nada. Mandan vigilancia 15 días y al rato ya está igual todo. Ellos tienen el control. Antes los conocíamos y ellos a nosotros. Ahora quién sabe de dónde vienen. Están drogados, matan y ya. Si lo viéramos en una película no lo creeríamos. Es más fuerte que una película.

—Y les empieza a gustar la sangre— interviene Marcos.

—Sí. Se van enredando. Va a seguir. No se puede acabar con esto. Al día siguiente de los homicidios fue uno de ellos mismos a ponerle la pistola a otro en la frente. Aquí se la puso. Si eso es entre ellos a plena luz del día, imagínese. No les importa que sean del mismo bando.

Esta plática inesperada me hace pensar en un fragmento de Entre perros, la novela de Alejandro Almazán sobre tres amigos: un reportero, un sicario y un promotor de box. Uno de los personajes es un sujeto que a cualquier hora del día siente ganas de matar… Y va y lo hace… Así nomás.

 

Crema fría de aguacate con sinaloenses

Ya en plena recta final de este libro, la complejidad de emociones que hay detrás de él me ha ido retrasando, recibo una invitación a comer del historiador sinaloense Gilberto López Alanís, su esposa Sonia, de Los Mochis, la mazatleca Estrella Sámano, y otro amigo coahuilense, Alberto Lépez. Una televisora está filmando una telenovela en la terraza de este restaurante de tradición en el DF, así que hay estrellitas por todas partes, muchachas muy altas, estilizadas, acompañadas de jóvenes bien formados. No reconocemos a nadie, deben de ser principiantes. Pero Sonia y Estrella comienzan de inmediato a bromear. “Pero, ¿qué pasó con los genes de las mexicanas? Estas chicas tienen unas caderitas así de pequeñitas”, dice una. O bien: “Me voy a poner mis lentes oscuros para retratar mejor”.

Eso nos lleva a otro tema, el de la telenovela La reina del sur. Alguien comenta que los personajes dedicados al narcotráfico aparecen como héroes, como si Televisa no hubiera firmado el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia. Quiero actualizar mi información, y poco antes de despedirme pregunto por la violencia en Sinaloa y Coahuila. Después de dos horas de plática sobre hechos generales la respuesta me sorprende: dos primos de Alberto están secuestrados desde hace nueve meses en Torreón. Su relato me recuerda otro sobre un chico sinaloense que estudiaba en el Tec de Monterrey. Sus padres lo mandaron a estudiar a Estados Unidos después del secuestro de un condiscípulo. Tuvieron que sacarlo de la ciudad en menos de 24 horas porque los criminales tenían en su poder el celular del amigo. Ahí tenía registrados los teléfonos de todos sus conocidos.

Una segunda noticia nos asombra a todos. Finalmente fueron hallados los cadáveres de las dos universitarias desaparecidas en octubre de 2010, las mismas sobre las que tanto se habló cuando estuve en Los Mochis, según mencioné en otro momento. Estaban enterradas en las fosas clandestinas de San Fernando. Por estos días de abril se comprobó el ADN de ambas. ¿Por qué terminaron en Tamaulipas tantos meses después si las secuestraron en la carretera Mochis-Culiacán? Alguien comenta que por fin tendrán paz sus familiares. Alberto asiente. Añora, como muchos otros, el México de antes. Ese México ya es historia, pero por lo pronto cuatro familiares suyos se han mudado a otras ciudades. No pueden seguir viviendo en Torreón. Cuando las estudiantes de medicina desaparecieron, Los Mochis, antes ciudad ejemplar por su calidad de vida, ya era la ciudad más violenta de Sinaloa.

Los cuatro coinciden en que jamás se había visto esto en México: decapitaciones, destazamientos, fosas clandestinas, secuestros, balaceras aquí y allá, colgados en los puentes…

—¿Cómo revertir ese daño moral, psicológico, social?—se pregunta Alberto hacia el final de la comida.

En su tierra las cosas están muy mal desde hace años. Otro hermano acaba de informarle que se va a vivir a Estados Unidos. “¿Sabes por qué me voy?”, le dijo. “Porque mi esposa y yo acabamos de presenciar una ejecución, porque mi vecina de enfrente está secuestrada”. Hace nueve meses los primos hermanos de ambos fueron secuestrados. Sus padres entregaron el dinero pero no los regresaron. “Incluso yo que estoy hasta acá lo resiento. Me duelen mucho mis tíos y los primos que quedaron. Uno de ellos ya es alcohólico y a mis tíos los veo cada vez más deteriorados, a la mitad de su peso. Se han enfermado de todo. Van a morir pronto. Ya no viven, ya no quieren salir”. La hermana, también con amigos y vecinos secuestrados, ya está preparando su mudanza a otra ciudad. De los seis hermanos cuatro ya viven en el DF. Ahora no va quedar ninguno en Torreón.

—Mi vida cotidiana no cambió, es igual que siempre. Pero mi sobrino de 30 años está en el pánico, ¿verdad, Gilberto?

Gilberto mira con seriedad a Sonia, la escucha explicar que los jóvenes salen, ven lo que pasa en la noche, van a los antros. Su sobrino tiene pavor de viajar de noche por carretera. Ha cambiado mucho. “Los jóvenes se dan cuenta. Yo nomás veo las calles cada más vacías. La gente no sale como antes”. Gilberto se decide a hablar:

—A nosotros nos tocó una balacera a 20 metros de distancia. Primero lanzaron el vehículo contra el portón de lo que debe haber sido una casa de seguridad. Luego se escucharon las rafagueadas. Yo me metí con mi hija, ya iba de salida. Después pintaron esa casa, repararon los daños de la balacera y la rentaron. Pero los nuevos inquilinos duraron muy poco, un mes. Ahora está en renta otra vez. No creo que nadie la quiera. O sólo que la renten otros como ellos. La gente ya la identifica, ya sabe que ahí vivían los  tres que mataron. Una balacera a 20 metros de ti es otra cosa muy distinta que leer en los periódicos sobre estos enfrentamientos.

Les cuento que ya no puedo ver series policíacas como CSI porque me remiten a la violencia en nuestro país. Ya no las percibo como ficción. Me siento ligeramente intranquila, a pesar de que no me ha ocurrido nada excepto un secuestro express en 2007. Yo iba saliendo del consultorio del oftalmólogo. Había querido tomar el autobús sobre Reforma y el chofer no se detuvo. Entonces le hice una seña a un taxi Tsuru pintado de verde. Algo no me gustó desde que me subí pero iba muy preocupada por el diagnóstico terrorista del médico, así que no hice caso y cerré la puerta. Un minuto después de instalarme se abrieron violentamente las dos puertas traseras y dos tipos robustos se metieron al taxi, se sentaron a mis costados al tiempo que me tapaban ojos y boca. La sensación fue terriblemente desagradable, pero alcancé a pensar: “Un día haré la crónica”. Terminé paseándome con ellos unas dos horas, en lo que se dieron cuenta de que mi banco era el Santander y no el Banorte. En su prisa se habían confundido (ambos tienen logo rojo).

 

Asesinato del Feroz

En un momento de la conversación, Gilberto menciona el asesinato de Álvaro Rendón, el Feroz, escritor y profesor mochitense muerto el 25 de abril de 2011 cuando viajaba rumbo a Culiacán en su auto. Sonia está muy triste, fue esposo de una amiga suya de Los Mochis, donde ella nació.

—Mochis era la ciudad más tranquila de Sinaloa, pero era muy aburrida— comenta entre risas, cambiando súbitamente de ánimo.

—¿Qué fue aquello de que entró el Chapo a un restaurante? ¿No te acuerdas? —le pregunta Gilberto.

—No. Pero sí me acuerdo de una muy amiga mía de la escuela. Me la volví a encontrar. Ahora se junta con esos. Como ya se sabe lo que hace, cuando me la encontré dije a mis amigas: ‘Yo no la saludo, no me vayan a identificar los que están con ella y para qué quieres”. Así es allá. Se va sabiendo quién es qué.

Sonia es muy bromista, de rostro bonito, con una estupenda alegría de vivir. Quería mucho al Feroz. Estrella también lo conoció pero lo trató poco. Era muy joven y pensaba, cuando veía su aspecto bohemio: “Este de qué va a trabajar en la vida. Era de estilo hippe, de cabello largo. Sabía mucho y después se volvió un profesor muy querido. Yo no conocí a Álvaro Rendón, el Feroz, pero por azar me toca darle la noticia al escritor Daniel Sada. Le sienta muy mal. No sabía que tenían amistad. Sada está recuperándose de una crisis renal y me arrepiento un poco de habérselo dicho. Lo define como alguien muy bondadoso, muy culto. Me hubiera gustado conocerlo. Conozco muchos cultos y pocos bondadosos.

—Siempre estaba sonriente, alegre. Se entregaba mucho. Era muy querido —repite Sonia.

Ayer consulté unos datos con el joven escritor Agustín Galván. Hace una mención indignada y triste del asesinato del Feroz: “La que más me aqueja,  claro, es la muerte de Álvaro Rendón, el Feroz. La última vez que lo vi renegaba de lo temprano que cerraban todos los negocios. Habíamos salido con Luis Humberto Crosthwaite (otro escritor) a cenar, apenas eran las 11 y ya todo estaba cerrado. Acabamos en unos hot-dogs malísimos, pues Crosthwaite apenas había comido algo y tenía hambre. El Feroz se puso a increpar a su rancho natal a grito abierto. ‘¿Y en serio tan jodida está la cosa que ni una taquería está abierta?’ Manda varios enlaces para que pueda leer los In memoriam de los amigos.

Uno de ellos es el de James Ibarra, quien lo recuerda como un estudiante delgado, apiñonado, a quien decían el Feo. Luego, según se comentó mucho en esos días, el apodo se transformó en el Feroz. Y es que Rendón era un lector voraz, gran conversador, alumno y maestro fundador de la Facultad de Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), pese a haber estudiado Economía en la capital del país. “Ver cómo un hombre entrañable es víctima de los bárbaros cala profundo en el temple de sus amigos y familiares. El agua nos ha llegado al cuello. No podemos callar, no podemos seguir siendo testigos mudos de un país ensangrentado”, dijo Francisco Meza durante el homenaje póstumo de la UAS en nombre del alumnado. “Tú tan pacífico terminaste siendo víctima de la violencia. Por eso las letras lloran, porque ya no serán leídas como tú lo hacías”, lamentó el maestro Eucario Pérez.

Al parecer el Feroz regresaba a Culiacán cuando se le apareció en la carretera un delincuente armado a quien iban persiguiendo otros. Si esta versión es confiable, el criminal habría detenido al respetado profesor y funcionario cultural utilizándolo como rehén. Al final los otros criminales levantaron (secuestraron sin fines de rescate) al perseguido y dejaron muerto en su coche al rehén. Como remate el rector de la institución, Víctor Antonio Corrales Bargueño, pide que sean investigados los 44 asesinatos de universitarios cometidos desde el 30 de abril de 2009, cuando comenzó la llamada guerra en Culiacán. Hace poco leí algo terrible: los sicarios ya se meten a las aulas para matar a sus víctimas. También supe de las heridas sufridas por otro profesor que fue perseguido por sujetos armados en el Jardín Botánico, muy cerca de la Universidad.

La sobremesa se va volando entre enumeraciones tentadoras, a cargo de Sonia y Estrella, sobres los dulces que comían los niños sinaloenses cuando ellas eran chicas. Los ponteduro, por ejemplo, se hacían con miel y maíz frente a la mirada golosa de los críos. “El chiste era que el vendedor mismo los hacía”. Las melcochas, “mucho mejores que las del DF”, todavía se consiguen pero son distintas a las de antes. A estas norteñas les divierte que en México se hable de la “gente bien”. ¿Y la “gente mal”?, bromean. “Tenemos una casa ‘bien’, ¡cómo crees! A Estrella sigue sin gustarle la formalidad chilanga. Les digo que yo me siento muy bien en Culiacán, después de todo fui educada por padres norteños. También me siento muy bien con la parentela de Parral, Chih. De hecho, nunca he encajado demasiado aquí. Yo estaba en Los Mochis cuando desaparecieron las dos muchachas estudiantes, vuelvo a contar cuando Estrella menciona por segunda vez que las jóvenes acaban de aparecer entre los 168 cadáveres de San Fernando. Este convivio inesperado resulta agridulce. La crema helada de aguacate, la fresca ensalada de berros, la natilla flameada con Cointreau y whisky, delicioso todo, contrastan  agudamente con la conversación. Es inevitable abordar el tema doloroso, central, de la vida cotidiana asediada por la violencia. ¿Cómo dejar de hablar de las decenas de cadáveres encontrados en las fosas clandestinas de Tamaulipas? ¿O de los 13 cuerpos encontrados, hace muy poco, en una fosa de Los Mochis? México se ha llenado de cadáveres sin nombre. El norte del país es un cementerio de fosas clandestinas con los cuerpos de migrantes, vendedores, sicarios, menudistas, campesinos. No tardan en aparecer las fosas del centro y del sur del país. Irónicamente, Rendón fue enterrado en el Panteón Jardines del Humaya, tan conocido ahora por los mausoleos de mármol que el narcotráfico levanta para sus muertos.

 

(Tomado de Cuando llegaron los bárbaros… Vida cotidiana y narcotráfico. Planeta, Temas de Hoy, 2011.)

 

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