El día que le declaré la guerra al Splenda

03/05/2013 - 12:02 am

¿Es usted entero, light, semi o dos por ciento reducido en grasa? Así, así como en los Starsucks. ¿Alto, venti, tall? ¿Chico, mediano, grande o bien grande? No piense mal. Le estoy hablando de qué tipo de etiquetado consume. Yo no sé si la Lady Profeco sea una mujer que pide su café sin crema, y con stevia. O si coma postre. Vaya usted a saber. Pero de que tiene inseguridades y complejos, no nos queda duda.

Confieso que crecí con un montón de inseguridades, entre ellas, la imagen corporal, cosa que asumo compartimos casi el 80% de las mujeres y otro alto porcentaje de hombres.

Pero hay pensamientos extremos que rayan en lo absurdo; por lo menos los míos lo son, vistos con cabeza fría. Más de alguno pensará “qué tarada”, “qué ridícula”, pero, querido lector, las crudas cifras y estadísticas de bulimia, anorexia o personas que sufren a diario por su sobre peso o tienen una idea distorsionada de su cuerpo debieran apelar a su sentido de la comprensión o compasión. Tres de cada 10 individuos sufren algún tipo de trastornos alimenticios como bulimia, anorexia o síndrome del atracón.

Los productos de dieta están en el mercado desde hace más de 20 años. El primer edulcorante utilizado como sustituto del azúcar fue la sacarina. Estos alimentos estaban dirigidos principalmente a las personas diabéticas o a aquellas que querían disminuir tallas y peso. Muy bien. Pues llevamos casi 30 años con los productos de dieta y sin embargo ostentamos el poco honroso segundo lugar mundial en sobrepeso infantil, superados únicamente por los gringos.

Quizá de más pequeño ser rollizo era sinónimo de estar saludable, pero ahora las estadísticas son francamente alarmantes. Uno de cada tres adolescentes de entre 12 y 19 años tiene obesidad o sobrepeso y las cifras de individuos enfermos de diabetes han aumentado exponencialmente durante la última década[1].

Yo evitaba una serie de alimentos porque era “experta” en dietas. Probé todas. La de la toronja, la del té verde, la de comer sólo proteínas y grasas, o sólo proteínas, la de no comer, la de los licuados, la de evitar carbohidratos y un larguísimo etcétera. Supongo que saben a qué me refiero. ¿Pastel? Un sueño remoto de la infancia.

Un buen día me cansé y decidí que algo estaba mal. Tres argumentos que ni siquiera corroboré bastaron para que me decidiera a probar algo diferente: primero, vivíamos en un país con sobrepeso, o sea que lo light no estaba haciendo su labor; segundo, estos productos son más caros; tercero, cuando a tu cuerpo le proporcionas Canderel, Splenda o cualquier edulcorante, entra en estado de alerta. Se emociona “wow, voy a recibir azúcar”, y zas, esta nunca llega, así que cuando llega, pues el cuerpo dice: con todo. Échame el pastel completo.

Así que fui con temor pero decidida al supermercado. No sabe querido lector: sí le sufrí. Diez años comiendo de manera irregular toman su tiempito, no crea que no.

Iba con una hoja marcada por la nutrióloga que básicamente decía: NADA LIGHT. Así, subrayado. Empecé por el pasillo de frutas y verduras. Sin problemas. Nada más que ahora no tenía que comerme media manzana, sino que me podía comer la manzana entera. ¿Sí está usted enterado que hay dietas que sólo le dejan comer a uno un cuarto de toronja o dos guayabas? ¿O que tiene que contar diez fresas, no once ni nueve, sino DIEZ?

Segundo punto: ahora tenía que tomar leche y yogurt ENTEROS. Pues ahí voy. Compré dos litros de leche entera pasteurizada de vaca y cuatro yogurts normales. Las manos me temblaban de la felicidad. Me recordaba a mi infancia. Ya sabe, cereales o el Nesquik de fresa con leche que sabía a LECHE. Mi jugo de arándano light se vio sustituido por jugo normal de frutas. Marca regular. Ni siquiera tenía que ser orgánica ni alguna otra payasada.

Venía lo bueno: el pasillo de los cereales. ¡Tenía permiso para comer galletas dulces diario! ¡Permiso querido lector! ¡Y avena para aventar! ¡Y arroz para inflar!

No podía de la emoción. Empecé a llenar el carro de pan negro, pan de centeno, pan de siete y de doce granos, arroz arbóreo, galletas de avena con chocolate, dulces de amaranto, un par de bisquets –sí, como lo oye, BISQUETS– y una barra de mantequilla entera de la rica, nada de margarina. Arándanos, nueces, pasas deshidratadas, dátiles, almendras, a granel.

Y por fin, por fin, pude olvidarme del Canderel. Del maldito Canderel. Me dijeron que lo tirara, lo donara a alguien, que me deshiciera de él. Y que me compro mi azúcar morena y me creo muy salsa. Con esta haría aguas de sabor, aguas de fruta que estaban permitidas en mi nueva dieta. Es más, hasta me indicaron que podía tomar un helado diario. Así como lo oye, ¿eh? ¡Ah! Y nada de hacer ejercicio de manera obsesiva, simplemente mover el cuerpo y comer todo lo que ahí se me mandaba.

Llegó la hora de pagar y yo era la más orgullosa compradora de todo el súper porque volteaba a ver mi carrito y me parecía que era lo más sano y normal del planeta. Yo creo que la cajera pensó que estaba en ácidos.

Después de tres meses, querido lector, por fin me hice una mujer entera –por lo menos en cuanto a la comida–. Devoro mis chiles rellenos con arroz, mi vaso de agua de limón con yerbabuena endulzada con azúcar mascabado y termino con un helado de yogurt. Me dejé de sentir la eterna ridícula que pedía una aburridísima Coca Cola light cuando lo que en verdad quería era un capuchino y compartir un postre.

Y le presumo que a media tarde me como mis dos galletas de salvado marca Taifeld’s (de verdad que están buenísimas).

Y encima ceno un sándwich de pavo, queso, tomate, lechuga y un vaso de leche que no sabe a agua.

Ahora si me puedo decir ¡provecho!

 

@mariagpalacios


[1] Federación Mexicana de Diabetes

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