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Antonio María Calera-Grobet

03/04/2016 - 12:00 am

Comer o morir

Basta ya. Queremos pasear, queremos beber y comer con los amigos: queremos viajar. Viajar con la muerte y con el cuerpo. Esa es nuestra paz. Y lo merecemos. Hemos dejado la vida en ello.

Basta ya. Queremos pasear, queremos beber y comer con los amigos: queremos viajar. Viajar con la muerte y con el cuerpo. Esa es nuestra paz. Y lo merecemos. Hemos dejado la vida en ello. Foto: Shutterstock
Basta ya. Queremos pasear, queremos beber y comer con los amigos: queremos viajar. Viajar con la muerte y con el cuerpo. Esa es nuestra paz. Y lo merecemos. Hemos dejado la vida en ello. Foto: Shutterstock

Habrá quien piense que escribir sobre los placeres es cosa nimia en un mundo convulso, roto, descoyuntado como el nuestro por problemas más caros, importantes. Pero resulta que tal pensamiento no es (o no debería ser), el centro del juego. Porque nadie supone lo contrario. En estricto sentido, en sentido profundo, casi hasta de manera lógica, antes va lo necesario que lo accesorio, antes va la vida que el epicureísmo.

Para ciertos ojos cavernarios, ciertos placeres que tenemos que ya ni vemos (la idea de novela, el cine mismo, los viajes y la cultura refulgente de los sopores del capitalismo como vestir bien por ejemplo, vivir en casas habitación tapizadas de confort, pagar por estética o practicar deporte como entretenimiento o al revés), son pasiones inútiles, cosas de privilegiados con la nariz respingada, en un mundo en donde la gente aún carece de qué comer o muere de hambre.

¿No es así? Porque, qué importa más para el colectivo, ¿una trufa, una pierna de ibérico, o bien la educación provisional de una familia, una consulta médica, un par de zapatos para ir al colegio? ¿Poder contar con un dormitorio, sentarse en un restaurante de carnes asentado desde hace 100 años en Brooklyn, o bien tener vestido, dinero para hacer la vida de uno mismo? Cierto, lo sabemos.

Para esos ojos cavernarios y además enfermos, lo importante será, siempre, todo aquello alejado de lo que se entienda por lujo, de ese betún o merengue del lujo, la cómoda irresponsabilidad de lo innecesario. Eso es para pequeño burgueses, no para el proletariado, que mientras uno se dedica al espíritu, se dedican a doblarse los lomos.

Pero ese, justo, repito, no ha sido nunca, o no debería serlo, el meollo del asunto. Porque no es cierto. Pareciera, eso sí, que nos gusta sufrir. O culparnos luego de proferirnos placer, por mínimo que este sea. Sufrir colectivamente. Herirnos. Sufrir no como algo inherente a vivir: sinónimo de existir. Esa es la verdad. La culpa corre y nos corroe, termina por enfermar las mentes de aquellos que, dudosos de haber ganado su recompensa, se han mimado.

No es prudente, no es coherente, pensamos, no es justo con los otros, nos decimos, los que sufren, los desconsolados, que nos prodiguemos con cariño, nos regalemos con obsequios de placidez, intensidad sensorial o disfrute intelectual. Eso es anormal. No nos sentimos merecedores de la recompensa del placer. Y más: ya no digamos la euforía, el diletantismo e incluso el regodeo, la parsimonia, son estadios o actitudes deleznables para el que verdaderamente quiere salir adelante, para el hombre que quiere progresar, para el espíritu noble y sabio del maravilloso hombre contemporáneo.

Así de corta la rienda de nuestro deber ser. Siempre el deber y no el ser. ¿Por qué? ¿Resabios de la religión judeocristiana? ¿Regulación del subconsciente por un capitalismo salvaje que castiga al que suspende el vértigo del ritmo laboral? Puede ser. No lo sé. Lo que sé es que es momento de parar. Parar de una vez.

Por eso, a todos aquellos que se la pasan midiendo el dolor, comparando nuestro dolor con el de otros, hay que gritar: ¡Patrañas! Ya ha sido suficiente del flagelo, del silicio, la tortura de la culpa. Basta. No más. Y es que es necesario (si no es que urgente), reivindicarnos como seres necesitados de placer. A todos esos que exigen al otro desde reojo: ¡Patrañas! ¿Cuándo fue que perdimos de vista el hecho de nuestro derecho inalienable, inmarcesible a la dicha, al júbilo, a la entereza, la completud proveniente del hedonismo gratuito? ¿En dónde ese derecho?

En dónde esa noción de libertad humanista de sabernos seres capacitados y necesitados del privilegio del placer? No más. Basta. A todos ellos: ¡Patrañas! Ya ha sido suficiente del trabajo no remunerado en satisfacción, a las jornadas llenas de iras y heridas, sin fin, sin salida. Necesitamos retornar a la dicha. Tal es la recompensa que nos debe ser devuelta: la sonrisa interna de, una vez que se hubo cumplido con el deber, regalarnos con la fuerza del placer. Y es más: un placer directamente proporcional al tiempo entregado a las labores cotidianas, al pesado fárrago de actividades propias de la supervivencia en este mundo delirante. No más, habremos de decir, una y otra vez. Vamos por el placer: de vivir, de pasear, de comer y beber. De convivir. Y no como Dios sino como los hombres mandan. Escúchenlo bien, policías del placer, que el grito inunde sus entrañas. ¡Dejen de joder! ¡Patrañas!

Porque, ¿cuándo si no ahora, nuestro derecho a ese placer? ¿Cuando estemos en el lecho, cansados, enfermos, a punto de fallecer? No. Hic et nunc. Aquí y ahora. Placer in situ, placer de sitio específico. Queremos volver a ver, de nuevo, nuestro espíritu. Y no se trata esto (va para esos ojos cavernarios, enfermos y además coincidentemente refractarios a las manifestaciones del amor, negadores de la llegada de la poesía a su vida), que se ande aquí haciendo un alarde de la vida del derroche no.

Nadie habla de eso. Eso es de fantoches. Se pide aquí abrir espacio a un solo pensamiento: olvidarse un momento acaso, de vez en cuando por lo menos, que somos robots de trabajo, que somos individuos atiborrados, hacinados en oficinas, para que los intereses del dinero terminen de matar a eros. No. Basta de asesinatos de lo humano. Un pensamiento de vida en solaz. De derecho al mimo, al beneplácito. A la paz. Basta. Basta ya. Queremos pasear, queremos beber y comer con los amigos: queremos viajar. Viajar con la muerte y con el cuerpo. Esa es nuestra paz. Y lo merecemos. Hemos dejado la vida en ello.

¡Patrañas! ¡Patrañas! ¡Puras patrañas! No somos seres esclavizados por el capital. Somos seres de placeres y vamos por ellos, nuestra reivindicación no cesará. No somos seres de la competencia, somos seres de la comunicación. Y en ello nuestra batalla será implacable, radical. Los placeres habrán de ser nuestros nuevamente: el arte del ocio, de sólo estar, la pasión por la pasión, el sentido de degustar. El ansia, la pulsión de muerte, los ataques de ansiedad: pasarán. La pasión de vida, la poesía de comunión: echará raíces, y no cederá.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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