Tabasco sufre por el desastre presente y pasado dejado por Pemex. Pero también ha sido alcanzado por el futuro del planeta: la extracción del petróleo y su utilización en combustibles, la tumba de la selva y pérdida de masa forestal, la introducción de la ganadería y su consecuente emisión de metano se han traducido en el calentamiento global que no se restringe al polo norte o a eso tan abstracto que llamamos “mundo”. Las consecuencias del cambio climático están ahí, en Tabasco, el edén perdido...
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Cárdenas, Tabasco, 3 de abril (SinEmbargo).– No hace falta buscar la imagen de un oso polar flotando en el hielo que se derrite en el Ártico o una proyección a 100 años de cómo cambiarán los literales mexicanos para ver las consecuencias del calentamiento global, cuanto está relacionado con la emisión de gases de efecto invernadero.
Para presenciar en México, y en el presente, los efectos del cambio climático sólo falta tomar camino a Tabasco y parar donde termina la tierra, en un pueblo pesquero llamado Sánchez Magallanes.
Cada vez se llagará más rápido si se viaja por carretera. Desde hace 15 años, de manera inexorable, el mar avanza tierra adentro. Un litoral de al menos 10 kilómetros ha sido absorbido por entre 30 y 60 metros de agua. El ascenso del mar ha iniciado.
Si un director de cine quisiera hacer una película post apocalíptica en el trópico, debe venir a las playas de Tabasco: una escuela hundida y ladeada, una discoteca que soñó con estar en Acapulco [ Guerrero] con su pista de baile a la mitad, la playa cortada de tajo.
A Javier Ramírez el mar ya le arrebató 30 metros de su casa, que se ha ido achicando ante la crecida del agua. Cada año, recorren un poco más hacia dentro la sala, las recámaras, la cocina. Pero es como entrar con pantalones al río: al principio se pueden arremangar hasta los tobillos y luego, tal vez, por encima de las pantorrillas, pero llega un momento en que no se puede subir más la ropa y uno termina empapado.
Las autoridades colocaron costaleras de cemento para contener el avance del agua, pero los pedazos de concreto apenas se distinguen ya. Quedaron enterrados en la arena, debajo del mar. Lo mismo ocurrirá con un siguiente intento de contener el avance del Atlántico con la instalación de un tubo relleno de arena, un gusano que se hunde poco a poco.
Interviene la mujer de Javier Ramírez:
“Aquí estuvo bonito. Venía la gente desde fuera. Hasta pusieron restaurantes, palapitas y una discoteca. Todo se lo llevó el mar”.
–¿Y luego? –pregunto a la pareja.
–Ahorita ya la gente no llega. No hay playa. Todo está roto, en pedazos. El mar no trae turistas, trae basura nomás. ¿Quién le va a ganar a la naturaleza? Nadie –resuelve la mujer parada sobre un talud de las conchas de ostiones que ella misma sirviera en el restaurante que estuviera donde ahora llega la ola.
Una vecina suya se asoma de una puerta abierta en el costado de una pared que se corta, hacia el mar, abruptamente, ahí donde la playa desapareció hace tres o cuatro años.
“Ya tiene muchos años de todo el deterioro, esto se está acabando. Al paso de los años se está acabando”, se queja Elizabeth. “Teníamos otra casa en Baja La Villa. Era de madera, más a la orilla. Igual se la llevó el mar. Por eso vivimos aquí”.
–¿Cuándo se la llevó el agua?
–Va pa’ los siete, ocho años.
–¿Qué pasó esa vez?
–Estaba igual el mar que ahorita. Empiezan los nortes y las marejadas a deslavar, a deslavar hasta que derrumba el barranco y derrumba todo y se lleva todo.
–¿Y por qué construyeron ustedes en la orilla del mar?
–Esto ha cambiado drásticamente. Únicamente construyes un terreno, construyes una casa, pero viene un tornado, lo que sea y te empieza a derrumbar. ¿Quién va a saber que va a cambiar el tiempo y todo?
–¿Antes no eran así de fuertes los nortes?
–Ahorita vienen los nortes y por aquí te pasa la marejada. Vea: se llevó 40 metros –y sí, se distinguen los restos de la casa en la arena húmeda. –Una vez pasó la marejada hasta el barrio, unos setenta, noventa metros hacia dentro. Al vecino se le fue toda la casa. Nomás veía como se le iban sus cosas. Para nosotros es normal que las casas se vayan al al mar, no nos sorprendemos pues.
–¿Hasta dónde llegaban las marejadas hace quince años? ¿Tú te acuerdas?
–Lejos, quizá digamos de esta casa como a unos veinte metros, cuarenta metros, mucho más adelante. Había dos casas más adelante de esta y del mismo largo. Ya se fueron junto con los restaurantes de la orilla. Aquí lo quisieron hacer turístico. Era bien bonito: planito, el agua limpia.
* * *
Cuando dos hormigas se enfrascaban en batalla, seguro habría tormenta. Si un pájaro brincaba de una rama verde a una seca, entonces, sin duda, vendría la sequía. Y si un caracol dejaba la tierra y se arrastraba por una pared el torrente tras la lluvia dejaría inundación.
Pero eso ya no sirve a los pescadores para prever la evolución del clima durante el día.
Lo que viene por el cambio climático en el Golfo de México es algo que los científicos tratan de entender desde hace algunos años. Una de las conclusiones es que buena parte de Tabasco será tragado por el mar.
De no revertirse la tendencia del calentamiento global, donde hoy hay ranchos ganaderos, instalaciones petroleras, pueblos pesqueros, platanares, zonas arqueológicas, poblados y rancherías será el fondo del mar.
En Tamaulipas, Veracruz y, sobre todo, Tabasco, existen grandes extensiones a nivel del mar e incluso por debajo. En el momento en que suba 80 o 90 centímetros el nivel del mar en los siguientes 60 o 70 años, el agua penetrará 30 o más kilómetros en algunas partes [15 mil kilómetros cuadrados de zonas costeras anegadas por aguas saladas]. Esto cambia la definición del mapa de México, según las distintas estimaciones del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático.
Definitivamente, para entonces, el turismo que se quisiera hacer el Sánchez Magallanes sólo sería orientado al buceo.
Los especialistas miran, como nubarrones en el cielo, la eventualidad de dos hechos: el cambio de temperatura en la corriente del Golfo y el aumento en el nivel de los mares relacionado con el deshielo de los glaciares.
La estimación es que el nivel medio del mar aumentaría 60 centímetros hacia 2100, mientras que la intensidad de los futuros huracanes se incrementaría 70 por ciento. La temperatura ambiental subiría cuatro grados centígrados en todo el planeta.
¿Cuatro grados centígrados es mucho o poco? Si se considera que el promedio de temperatura durante la última era glacial era diez grados por debajo del promedio actual, se puede pensar que el planeta va un curso hacia un horno.
La combinación arrojaría elevaciones momentáneas del mar cercanas a los cuatro metros para finales del siglo por efecto de las mareas de tormenta.
Así, durante el resto del siglo, el mar continuaría su avance sobre tierra. En México, los estados más afectados serían Tamaulipas, Veracruz, Tabasco, Yucatán y Quintana Roo. En varias porciones de ese extenso litoral, el agua de mar podría entrar 40 kilómetros tierra adentro.
El consenso científico coloca la actividad humana como responsable de un hecho ya para nadie cuestionado, el cambio climático. Es como un resorte y las afectaciones ya están de regreso.
Mario Arturo Ortiz Pérez y Ana Patricia Méndez Linares, investigadores del Instituto de Geografía de la UNAM, también han reconocido que la posibilidad de cambios del litoral tabasqueño.
En su texto Repercusiones por ascenso del nivel del mar en el litoral del Golfo de México, los científicos llegan a conclusiones similares.
Los especialistas concluyeron que el aumento del nivel del mar que se prevé por el calentamiento climático, entre otras razones, será irregular en el Golfo.
“En las zonas de mayor vulnerabilidad la influencia marina se llega a sentir a 40 y hasta 50 kilómetros tierra adentro, por ejemplo, el caso del río Mezcalapa-Usumacinta y humedales de Centla, Tabasco.
“Por la magnitud de la extensión y por las consecuencias y cambios en los sistemas naturales sobresale como el área de mayor susceptibilidad (al aumento del nivel del mar)”.
La zona comprendida hasta los 2 metros de elevación sobre el nivel del mar tiene una extensión aproximada de 5 mil kilómetros cuadrados.
En la zona de la Laguna de Términos, una de las entrantes de mayor longitud, en el nivel de cero a un metro es de 20 kilómetros. En la región del Río Usumacinta el nivel de inundación con la misma altura alcanza hasta 55 kilómetros, proyectándose el siguiente nivel hasta 62 kilómetros tierra adentro.
En el área que corresponde al río Grijalva la extensión del primer nivel de inundación es de aproximadamente 25 kilómetros, el segundo nivel es de 32 kilómetros.
El Golfo de México es una región con 159 mil 890 kilómetros de ríos. Ahí sobresalen dos de los mayores sistemas de deltas en el mundo: el del río Mississippi, en Estados Unidos, y el de la cuenca del Grijalva-Usumacinta, en México. Este, a su vez, es el mayor de Mesoamérica.
Hace algunos años, el huracán Katrina hizo un insospechado giro en su trayectoria. Se enfiló hacia Luisiana, regó los diques con que se pretendía contener al Río Mississippi como si fueran una caja de cerillos y se tragó Nueva Orleans.
Varias coincidencias con lo que Villahermosa vivió en 2007 en mayor magnitud, pero de manera reiterada antes y después. Una lluvia insólita arrastró los muros para contener los ríos Grijalva y Carrizal, dispuestos en el otro delta del Golfo de México. La ciudad se hizo de agua en horas.
Hace unos días, alguien daría más claves para comparar Nueva Orleans con Villahermosa:
Los geógrafos de la Universidad Autónoma de México (UNAM) ubicaron otras zonas en el Golfo de México susceptibles de ser afectados por el nivel del mar: la llanura del delta del Río Bravo; la Laguna de Alvarado y curso bajo del río Papaloapan, Veracruz; los Petenes, Campeche; Bahías de Sian Ka’an-Chetumal, Quintana Roo.
* * *
Los nortes llegan al Golfo de México cada vez más rabiosos. Resoplan y, cuando empatan con la marea alta, tumban caminos, carreteras, casas. Entonces las comunidades de El Alacrán, Villa Paraíso y otras se quedan incomunicadas.
Los viejos del mar recuerdan que no siempre fue así, que antes los temporales eran menos, más cortos, menos intensos.
“Recientemente Pemex [Petróleos Mexicanos] hizo una pequeña reparación de la carretera, pero no le puso una protección firme, fuerte y tantito llega otra vez el norte y la vuelve a destruir. No es una cosa bien hecha.
Jorge de la Cruz tiene 67 años de edad. Es pescador y su padre, Tranquilino, también fue pescador. Y su abuelo, don Ángel, lo mismo. Todos los hermanos de Jorge, los que viven, son pescadores y los que ya murieron lo fueron.
Algo sabe del mar este hombre de cara tallada por el sol y la sal, de cejas largas y gruesas como patas de camarón revueltas por el norte que golpea este pedazo de Tabasco, en el municipio de Cárdenas.
“Hubo un sistema de pesca virgen en que pescamos la cantidad de pescado que quisimos. Con poco tiempo, con pocos días, con pocas horas de trabajo en el mar o en la laguna. Eso hace aproximadamente como unos veinticinco o treinta años".
“Hoy, para agarrar ocho o diez kilos de pescado te pasas todo el día, cuando antes en diez, quince minutos lo hacías. La pesca ha desmerecido como un ochenta por ciento”, estima el hombre.
A unos metros de esta playa oscura el agua arrojaba borbotones de sierra, tiburón, robalo, cuchumbo, mojarra, sargo, ostión o camarón. Todas esas especies había por toneladas.
“Hoy es otra cosa: nuestros hijos emigraron porque la pesca aquí ya no es redituable. Todas, totalmente todas las especies mermaron”.
–¿Qué pasó? –pregunto a Jorge.
–Las contaminaciones de Pemex hicieron migrar al pescado de la costa. También debemos admitir que sobreexplotamos el recurso.
Sobre esto último, Jorge recuerda como en una sola salida a mar abierto volvían al puerto de Sánchez Magallanes con cinco toneladas de pescado sin que hubiera hielo suficiente para refrigerarlo. La comida simplemente se podría.
O extraían especies con conocimiento que su precio en el mercado de La Viga, a más de 700 kilómetros en el Distrito Federal, era tan bajo que el traslado en camión simplemente no era rentable.
El declive pesquero llegó al grado de que las autoridades ambientales vedaron el otorgamiento de nuevos permisos para la pesca comercial. Ahora son los mismos 4 mil pescadores que se disputan el poco pescado restante. De pez vela ya no hay nada y el sábalo y el tiburón no tarda en desaparecer.
Las noticias son más que malas: el lugar prácticamente vive de la pesca.
Hace 20 años la belleza del sitio originó un proyecto turístico hecho pedazos, literalmente, por la crecida del océano.
* * *
Tierra adentro, en el Ejido Morelos, en Teapa, es un nuevo pantano desde las inundaciones de 2007, excepto por los dos meses del año en que sólo cae el sol a plomo.
El agua no tiene a donde escurrir. “Así va a estar el campo hasta marzo. Y si vuelve a llover hasta junio”, dice el campesino José Atila Alegría a la entrada del lodazal.
Alarga un dedo de barro y apunta hacia una charca reseca en que está su casa.
Antes de las láminas, el campo de labranza se convierte en un estanque de pejelagartos, mojarras, macabiles y bobolisos, todos peces comestibles. También de mortales nauyacas.
El ejido es inundable desde que los ríos Teapa y Puyucutenco brincaron de sus cauces hace casi siete años. Algunos sacaron sus estufas, los colchones y se fueron a vivir sobre la carretera. José no sacó nada. En las cuatro casas del terreno en que vive se quedaron sus suegros y dos cuñadas con sus hijos.
Desde entonces la gente va y viene en lancha sobre el ahogado camino de tierra.
En el interior de las casas, se ven líneas verdosas y amarillas a diferentes alturas del suelo. Unas llegan hasta el metro y medio de estatura. Las rayas paralelas son los niveles del agua.
A unos metros, se asoma el corral en donde ya se han ahogado borregos. Uno ocasión, para fortuna de José Atila, la hembra parió dos crías. Pero luego llovió y llovió y los ríos se desbordaron. Hasta que la sequía regresó volvieron a ver a los cuatro animales, regados por la parcela como momias remojadas.
Cuando se inunda la casa, los cuatro de su casa se dividen medio kilo de frijol o de arroz. De vez en cuando, se aprietan el corazón por no seguirse apretando las tripas y suben al tejado. Toman un pájaro, le dan vuelta del pescuezo como matraca y se lo comen. Cada vez tienen menos carne. No hay para darles de comer.
“Y después hay que ver cómo queda la tierra, a veces no queda para sembrar. No hay para comer. Aquí no llega nada de despensa, ni de nada”, dice Atila Alegría.
El hombre queda atrás, su hijo rema de regreso.
El ojo rápido del niño se encuentra algo debajo del arrojo que suple la salida del caserío. Brinca de la lancha a un charco menos profundo. Las ronchas de las piernas se hunden hasta las rodillas.
Levanta el remo y lo deja caer como lanza sobre el lodo. Sigue el movimiento con la mano y levanta el trofeo: un pez diablo, un pez brasileño que en un descuido no aclarado se importó a los ríos tabasqueños. Se multiplicó hasta ser una plaga que devora a los peces nativos, incluidas las variedades comestibles.
El muchacho, llamado Aviecer, observa que el animal aún se sacude. Lo tira y lo remata con un golpe de remo en la nuca. Decenas de animales negros moteados con gris pasan en un instante entre sus pies.
–¿Y por qué no se lo comen? –le pregunto al muchacho.
–¿Comerlo? –replica con la boca convertida en asco –es demasiado feo el cabrón. Es pura espina, es muy duro el hijo de la chingada. Su carne es negra y resbalosa. El pez diablo no se come.
* * *
Laura Vidal es investigadora del nuevo Centro del Cambio Global y la Sustentabilidad en el Sureste. Recientemente, el instituto produjo un estudio sobre la percepción de la población ante las variaciones del clima.
Los resultados, aún pendientes de ser concluyentes, muestran que las poblaciones indígenas no sólo tienen percepciones, sino que comienzan a hacer adaptaciones ante las variaciones climáticas.
Los campesinos y pescadores de agua dulce tabasqueños encuentran que después de las 11 de la mañana no es posible estar bajo el sol y que la vida debe ser entendida como la expansión del agua tierra adentro. En algunas comunidades, los habitantes han resuelto por construir tapancos para subir ahí a sus animales en la época de lluvias pues, invariablemente, se inundarán.
Saben que durante el curso de la inundación deberán racionar la comida para hacer dos alimentos al día y, eventualmente, sólo comerán una vez.
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Ñunca es veracruzano y dice saber del tiempo, porque su vida ya le ha dado 80 vueltas al sol.
Siempre tuvo interés en el movimiento de las esferas. Ñunca es el apodo ganado en su infancia. Así se llama el tipo de canica con que jugaba.
La ñunca de Ñunca era verde. Sólo la evocación del verde redondo entre sus dedos le hace sonreír y mostrar su único diente.
Está parado en un puente vehicular que salva la angostura de una laguna de agua salobre. Lleva una gorra y una playera azules regaladas en algún acto de campaña política del Partido Acción Nacional. Debió ser hace muchos años. Apenas se distingue el logotipo del partido y el nombre del candidato se borró para siempre. Los agujeros en la espalda muestran la piel de pescador viejo iniciado en la infancia.
Regresa la vista al agua. Busca algunos peces para lanzar la red desde el mismo puente. No hay ni uno en que se refleje la luz, porque la segunda semana de noviembre en Veracruz es de mar sin sol. Sólo de nubes, lluvia y esa brizna permanente a la que unos llaman pelillo de gato.
–¿Conoce el clima?– se le pregunta al pescador para provocarlo.
–¿Sí mira que el agua de la laguna corre hacia tierra? Pues en la mañana corría hacia donde está el mar– y apunta el dedo al horizonte marino, a un kilómetro del puente. –Pues eso es porque la Tierra se ladeó pa’este lado.
–¿Ha oído las palabras cambio climático?
–Pues esas sí, la verdad, no.
–¿Cuándo fue la primera vez que escuchó la palabra huracán?
–Esos apenas se presentaron. De esos no había aquí. Tres o cuatro años fue que llegaron. Nunca en el mar me encontré uno. Los huracanes llegaron, porque estallaron bombas atómicas en el cielo. *