El tope: monumento a la cultura del obstáculo

03/04/2013 - 12:01 am

Los hay de muchos tamaños y formas. El tope de bolitas, el tope chorizo, tope trinchera, tope-banqueta, el tope paso-a-desnivel, topes de piedra, topes recubiertos de asfalto, de chapopote, de concreto, el tope-zanja, topes ecológicos a la sombra del único árbol de la cuadra, topes pintados de amarillo, topes pintados de cebra, topes con igualación de color al color de la calle –¡faltaba más!–, topes incógnitos que aparecen de la nada, topes secretos, topes presuntuosos, topes que rascan y dan masaje a su carro, topes con poste de luz incluido, tope-máforos, topes antes de cruzar la calle y topes después de cruzar la calle, justo en la esquina, topes de callejón y de avenida, topes en los bulevares, topes de autopista, ¿ya hay topes en los segundos pisos?, bache-topes, bache-topes dobles, bache-tope-bache, tope-bache-tope, topes vibradores, topes sin señalamiento, topes aquí, zonas de topes para ahorrar en los anuncios, rampa-topes, topes de llanta y de manguera, todos los topes: el tope.

Si México fuera a recibir un premio por innovación tecnológica, nos lo deberían de dar por nuestros topes.

Pero, ¿para qué derrochar nuestro ingenio en eso? O, lo que es lo mismo, ¿para qué tenemos tantos topes?

Mexicanos al grito del tope

Yo no conozco un país con más topes que el nuestro, y presumo que si lo hay, habrá de tener características culturales similares. Porque en teoría, todos odiamos los topes: los odiamos la minoría automovilista y los odiamos, sobre todo, los que vamos tranquilos en el camión, oteando por la ventana o leyendo, con ganas de llegar a la casa, y de repente saltamos por los aires porque el canijo chofer no frenó ni tantito. El miedo: los automovilistas sienten que ahora sí ya se les fregaron los amortiguadores, los usuarios del transporte colectivo sienten que ahora sí ya se les desprendió la retina.

Y sin embargo los topes proliferan año con año.

“Es que la gente los pide”, me comentaban unas personas que se dedican a hacer encuestas para alcaldes y gobernadores. “¿¡Qué!?”. “Sí, la gente los pide, cuando preguntamos qué le gustaría que el gobierno hiciera en su colonia, la mayoría responde que topes y, muchos menos, que parques o canchas”.

¿Así que si la raza respondiera que quiere parques en lugar de topes, nuestras ciudades serían prototipo del urbanismo verde? Aunque sería un inicio, no creo que sea tan sencillo.

Por un lado, los topes –así como los fantasmas, los pivotitos esos dizque para que los carros no se suban a las banquetas, etc…– son una gran forma de nuestros gobiernos para sablear al erario, para hacer algo barato que los electores vean. Por ejemplo, si hay una escuela y se teme atropellamientos de niños, en vez de poner un puente peatonal y una reja, es más barato poner topes y usar parte del resto del dinero para promocionar que “el gobierno cuida a nuestros niños”. Complete usted la frase: “hacer obra pública es la mejor forma de _ _ _ _ _”.

Pero por otro lado volvemos a la pregunta, ¿por qué la misma raza que odia los topes es la que pide más topes?

La satisfacción del tope

Cuando era niño, para ir de la escuela a la casa, tenía que cruzar un barrio harto fresa casi deshabitado. Casi nadie circulaba por ahí y era una avenida ancha. Sin embargo, frente a una casa tan grande como cualquier otra, había dos topezotes. Las buenas lenguas decían que ahí vivía un tipo influyente que los mandó poner. Seguramente usted también conoce ejemplos similares: topes sin motivo ni razón frente a una casa X. Y es que sí, parece que también ponemos topes para mostrar que somos poderosos, que podemos obstaculizarte la vida a capricho.

Mejor dicho: si el tope afecta al otro y yo puedo disfrutar cómo reniega cada que pasa, ¡perfecto! Y si un tipo influyente puede poner topes, ¡yo también! Y que se frieguen todos los demás. ¿Suena absurdo? Sí, pero seguramente cerca de su casa hay un par de viejitas o unos camaradas que se sientan a ver caer la tarde frente a un tope. Lo invito a que vaya con ellos y platique.

Eso, claro, por no hablar de los topes que aportan beneficios económicos directos a vendedores de aguas, lechuguillas, tunas, artesanías chinas o locales, colectas para quinceañeras, graduaciones o parroquias. Y, por supuesto, las siempre rentables vulcanizadoras (no es broma, una buena vulcanizadora da más ingresos que la mayoría de salarios de un profesionista).

Y es que obstaculizarle la vida al prójimo pareciera un deporte nacional, algo que nos da un beneficio directo aunque no vendamos tunas. De ahí el título, a sugerencia de Ignacio Padilla, el tope es el baluarte, el emblema de nuestra cultura del obstáculo. ¿Pasa así en todo el país?

La cultura del obstáculo

Cuando llegué a vivir a cierta ciudad del altiplano, quería dar talleres literarios y alguien me dijo que era “muy amiga” de la persona encargada de las contrataciones en la institución gubernamental. No me gustó eso del compadrazgo pero sentí que si no aceptaba el favor, entonces quedaría yo como un malagradecido. Le di el currículum. Pasaron tres semanas y nada.

Un día caminaba por la calle del Instituto y decidí entrar y preguntar por la directora. Quedé contratado en quince minutos. Pero lo maravilloso fue que el gran amigo de mi amiga montó en cólera y todavía me desprecia porque, palabras de él, yo me “brincaba las trabas”, los topes que él había puesto para que me hicieran el favor de contratarme.

Seguramente le ha pasado algo similar. Pero piénselo un momento, nos encanta poner topes de todo tipo. Ahora los barrios que se construyen vienen con topes-garita, con sus guardias desarmados no particularmente atléticos. ¿De verdad nos hacen sentir más seguros? ¿O es sólo la satisfacción medieval de que los que quieran entrar a “nuestro” coto tendrán que vérselas con un tope?

La cultura del obstáculo no se da de igual forma en todo el país, por supuesto. Pero me parece que en el altiplano es donde está más arraigada, tanto que sus habitantes desertamos de cualquier empresa antes de iniciarla porque “ya sabemos que no se va a poder”, porque alguien se divertirá poniéndonos trabas, porque alguien se robará el proyecto para, de todas formas, no hacerlo. ¿Y si sí se pudiera?

Es decir, ¿si sí lo intentáramos y fuéramos lo suficientemente perseverantes para “brincar las trabas” de tipos inútiles y acomplejados?

Hace un par de años estuve tres meses en Pretoria, Sudáfrica, y no conozco otra ciudad donde haya menos respeto por el peatón. Un amigo me explicaba que era parte de la herencia del Apartheid: los negros iban a pie, los blancos tenían carro, y los negros, por ley, eran seres inferiores, de modo que ¿para qué tener la cortesía de detenerse ante un ser inferior?

En México, las ciudades más igualitarias son donde el peatón en verdad tiene la preferencia, donde hay menos topes y la burocracia es mucho más eficiente y eficaz. ¿Será que, de nuestro pasado colonial, nos queda una herencia similar a la de los sudafricanos?

Es posible. El barrio en el que vivo en Puebla es cerrado, las calles sólo comunican al interior y están llenas de topes, incluso se clausuró un retorno porque a la raza le daba por meterse a toda velocidad en sentido contrario y había hartos accidentes. Andar a toda velocidad en tu propio barrio, ya cuando vas a llegar a tu casa, por las calles donde corren tus propios hijos, creo que no hay peor colmo del egoísmo.

Pero lo mismo podría decirse de la ciudad. Tal vez si empezáramos a pensar que el tipo de enfrente es igual a mí, que el peatón es igual a mí, que el mesero, el burócrata, el policía, el político, el albañil, que todos son iguales a mí, entonces podríamos superar esta cultura del obstáculo.

O lo contrario, seamos cínicos y hagamos del tope un monumento nacional, pongamos un tope en cada casa, adoptemos un tope, hagámoslos cada vez más altos y más hondos, usemos todo nuestro ingenio para obstaculizarnos la vida de una vez por todas.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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