Antonio Salgado Borge
03/03/2017 - 12:03 am
Siete “nuevas Tierras”: ante una nueva oportunidad
El hallazgo de exoplanetas con condiciones similares al nuestro se vuelve cuestión de tiempo para que comprobemos que, micro o macro, hay vida más allá de la Tierra.
El bombo y platillo con que la NASA dio a conocer la noticia sintonizó con la magnitud de lo quería comunicarse: en una transmisión en vivo vía internet, un panel de científicos explicó que siete planetas, con importantes similitudes al nuestro, fueron detectados por primera vez orbitando Trappist-1, una estrella relativamente cercana a la Tierra.
La relevancia de este evento sólo es clara cuando se pone en perspectiva. Hace apenas dos décadas no había registro de planetas afuera del sistema solar, aunque, desde luego, se asumía que los había. En 1995 el primer exoplaneta fue detectado y desde entonces la cantidad de estos astros cuya existencia es conocida por humanos se ha multiplicado exponencialmente [1]. Este fenómeno es tan marcado que uno de los científicos que presentó la semana pasada el nuevo hallazgo describió la época actual como una “fiebre de oro” en que astrónomos profesionales y amateurs buscan con ansias anunciar que han “descubierto” nuevos planetas.
La estrategia comunicativa de la NASA enfocada en la cantidad y cualidades de los planetas hallados –nunca antes se habían encontrado siete de este tipo alrededor de una misma estrella- logró que los medios y el público reaccionáramos con la fascinación y asombro que este caso ameritaba. Sin embargo, paradójicamente este azoro se produce justo en el momento de nuestra historia en que los seres humanos miramos menos hacia arriba. La contaminación lumínica, producida por luces artificiales, no sólo ha privado a los habitantes de las grandes ciudades de los cielos estrellados, sino que poco a poco comienza a desaparecer los astros de las noches de pequeñas y medianas ciudades[2] . Es decir, la luz que utilizamos para habilitar nuestras noches nos está privando de las luces del universo.
La contaminación lumínica es tal que en los últimos años incluso las regiones de Sudamérica donde los más poderosos telescopios se han instalado, han incrementado el brillo de luz artificial en las noches. Esta situación ha llevado a algunos astrónomos a preguntarse si la observación mediante telescopios terrestres será sustentable a largo plazo[3]. Pero más allá de la afectación a este tipo de observación astronómica –de suyo preocupante-, los habitantes de este planeta también perdemos mucho con la desaparición de nuestros cielos estrellados. Probablemente las generaciones más jóvenes o los que han hecho su vida en zonas metropolitanas no están familiarizados con los paisajes estelares, pero éstos estuvieron ahí alguna vez y volverían a “aparecer” si se apagaran las luces artificiales o se reemplazara por equipos con otra tecnología. Aunque, claro está, eso es, por ahora, muy poco probable. Y junto con las estrellas estamos perdiendo la oportunidad que ofrece la noche de dimensionar que estamos en un planeta abierto al universo; que la bóveda celeste no es un límite y que más allá de ella existe una inmensidad repleta de estrellas y galaxias de las que sólo el espacio-tiempo nos separa.
El ser humano aparece en el mundo con una ventana abierta a lo supramundano. Y durante la mayor parte de nuestro paso por el mundo esta apertura nos ha acompañado y condicionado. Desde el empleo de los movimientos de los astros como guía para la agricultura o mapa para navegar los océanos hasta la contemplación de filósofos asombrados o la curiosidad insaciable de científicos de todas las épocas, nuestra interacción con los cielos está profundamente imbricada en lo que la humanidad ha hecho de sí misma y, por ende, en nuestra existencia cómo la conocemos.
Esta apertura nos ha permitido librarnos de algunas de nuestras más apretadas cerrazones mundanas. Así, durante siglos la iglesia negó primero que la Tierra girara alrededor del sol hasta que Copérnico postuló y Galileo comprobó lo contrario. Claramente el ser humano no era el centro del sistema solar como el sistema solar no es el centro de la galaxia y la galaxia el centro del universo. La siguiente cerrazón al universo consistió en la posibilidad de vida en otros planetas, que amenazó la idea de que todo el universo había sido creado para el ser humano y también fue negada.
El hallazgo de exoplanetas con condiciones similares al nuestro se vuelve cuestión de tiempo para que comprobemos que, micro o macro, hay vida más allá de la Tierra. Trappist-1 se encuentra a “apenas” 39 años luz de la Tierra, lo que permite pensar en su eficiente observación y, por qué no, en una posible exploración en un futuro lejano. A pesar de que sus siete planetas se encuentran a una distancia menor de la que separa a Mercurio del Sol, las características de la Trappist-1 permiten que las condiciones en algunos de estos astros rocosos sean muy similares a las de nuestro planeta y que se encuentren en una zona considerada “habitable”. Llama la atención que, al igual que la luna, estos planetas muestren siempre la misma cara al sol y que la otra permanezca en penumbras.
Se estima que dentro de diez años podremos saber si hay vida en el sistema Trappist-1. Científicos alrededor del mundo ya preparan los equipos y sistemas existentes y separan los que entrarán en circulación próximamente –incluido el supertelescopio “Magallanes” que iniciará actividades en 2023- para obtener todos los registros posibles. Actualmente se conocen 3453 exoplanetas; 300 de éstos son rocosos y cinco son considerados por la Nasa “Tierras potenciales” [4]. Cada nuevo descubrimiento nos recuerda, aunque sea de forma mediada, la apertura que ya no podemos ver; nos ofrece la oportunidad de ubicarnos en lo existente y de proyectar todas las posibilidades que la ausencia de noches estrelladas nos hace cada vez más difícil imaginar.
[1] Esta gráfica refleja con claridad el incremento exponencial en el descubrimiento de exoplanetas: http://exoplanetarchive.ipac.caltech.edu/exoplanetplots/exo_dischist.png
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