LAS REBELDES: MUJERES DE LA REVOLUCIÓN

03/03/2012 - 12:00 am

Las rebeldes narra la historia de dos mujeres y de muchas otras que participaron en la Revolución Mexicana. Siguiendo la historia de Leonor Villegas, quien fundara la Cruz Blanca Constitucionalista, y de Jenny Page, una joven que huye de su casa para ser periodista y encontrar su propio camino, la escritora Mónica Lavín nos relata esa otra historia de México: la que vivieron sus mujeres con ímpetu y entrega.

Basada en las memorias y el archivo de Leonor Villegas de Magnón, esta novela pone los reflectores en el otro lado de las batallas. Allí donde periodistas, enfermeras, fotógrafos, maestras y telegrafistas dieron su propia batalla.

Es 1913 y el Ejército Constitucionalista avanza hacia la Ciudad de México, entre triunfos y pugnas de Villa y Carranza, a la par que la escritura de Jenny Page hace el recuento de la historia de una ambición y una injusticia, e indaga en sus propias pasiones alrededor de una batalla ajena y un amor imposible. Felipe Ángeles, Pablo González, Lucio Blanco, la Adelita, Lily Long, Jovita Idar, el fotógrafo Eustasio Montoya son algunos de los personajes de esta historia donde épica, intriga y memoria se tejen para contar otra cara del movimiento revolucionario.

Con la autorización de la autora y de la editorial Grijalvo reproducimos para ustedes el siguiente fragmento de Las rebeldes.

 

La fogata

Habían sido muchos días y muchos muertos y heridos de la batalla de Torreón que esta vez era una victoria contundente para los rebeldes. Habían sido Villa y Ángeles los héroes, todos sentíamos una excitación que se nos salía del cuerpo; como si anduviéramos más rápido, como si flotáramos. Leonor nos mandó por delante, pues el Primer Jefe le había pedido que lo acompañara a Durango. Los heridos nuestros eran heridos victoriosos y eso cambiaba todo. Eso decía Aracelito que estaba eufórica frente a la fogata.

—Los heridos derrotados son grises —afirmó mientras se desabotonaba el cuello de la blusa de rayas.

Volvió a contar cómo había sido duro atender a los rebeldes en casa de Leonor, pero con qué fortuna los habían sacado en los ataúdes. A otros los habían intercambiado por los hombres que cargando galones de leche, entraban a la casa convertida en Hospital de Sangre. Cuatro de los recuperados salían cargando los galones y los de la entrega más tarde volvían a sus actividades en Laredo.

—Cuando llegó un oficial norteamericano porque tenía órdenes de regresar a los prisioneros de guerra, le dijimos muy ufanas que cuáles, que allí no había nadie. “Son más de cien hombres”, insistió. “Vea con sus ojos, con sus mismísimos ojos azules”, se regodeaban las enfermeras. Y el oficial se rascaba la cabeza, porque con las habilidades de Leonor y la ayuda del cónsul Melquíades habían sacado a los hombres convalecientes y a otros francamente recuperados. Sólo cuatro muertos sirvieron para evacuar a los demás. Una victoria para nosotras las enfermeras.

Nunca había visto a Aracelito tan animada, sería que esa noche de luna, con la fogata y la compañía de los muchachos también cansados de guerra, la hicieron aflojar la lengua, la tensión. Sería la sangría que refulgía guinda  en los vitroleros y que rellenaba nuestras tazas de peltre a cucharonazos.

—Mejor cállate —la interrumpió Aurelia.

Pero Aracelito era imparable, y no respetó la historia del muchacho muerto que no quería recordar Aurelia.

—Hemos visto más muertos que el tuyo —le dijo sin consideración.

Si hubiera estado Eustasio con nosotros hubiera calmado los ánimos, sabía como calmar a su prima y a Aracelito que tenía esos desplantes de niña caprichosa de cuando en cuando. Parecía que el amor de Guillermo, en lugar de suavizarla la hubiera hecho un tanto altanera. Pero no contábamos con que Adela saldría en defensa de Aurelia. Tenía un muerto cercano, a Antonio que apenas le declarara su amor lo habían matado en la batalla que ganamos.

—Hay de muertos a muertos.

Jovita que andaba con nosotras como mamá gallina sólo se atrevió a insinuar:

—Cálmense muchachas, por respeto a los ausentes.

Pero ya Aracelito respondía a la agresión de Adela que había pasado junto a la fogata para intimidar a la muchacha. El silencio delató nuestra cobardía. ¿Qué hacía uno si había visto a Adelita desmadejarse cuando le avisaron que Antonio había caído y ella corrió toda descompuesta a verle la camisa ensangrentada, a cerrarle los ojos mientras lo arrastraban al foso que habían cavado? ¿Cómo la llamábamos al orden si la habíamos visto pasear por las calles como zombie sin querer ayudar más en el trabajo y si no estaba Leonor para saber conducir esa pena tan honda, esa locura súbita?

—Como a ti no te han matado al tuyo— arremetió Adela frente a Aracelito que seguía con la mirada encendida de vino.

—A mí también me lo pueden matar cualquier día —dijo—. Tener un muerto no te hace mejor.

Adela tomó un puño de arena y se lo lanzó a la cara. Aracelito sobresaltada se sacudió la arena, tosió y luego se le echó encima. Entre las enfermeras eran las más bonitas, y Adela, aunque en duelo, ya había aceptado alguno que otro cortejo de la tropa. Aracelito siempre marcaba su distancia. Por eso, por prudente que siempre era, me sorprendía verla ahora con el pelo revuelto y la cara enrojecida intentando forzar a Adela para que cayera al piso. Empujones y rasguños, los muchachos reaccionaron y fueron a separarlas. Me acerqué a Aracelito que bufaba encendida por la pelea.

La jalé del brazo, mientras otras rodeaban a Adela. No quiso que nos retiráramos del fuego. Me senté a su lado en silencio sin soltarle la mano. Por primera vez la sentí frágil. Su seguridad envidiable, como si no hubiera mal que la venciera, como si confiara en la parte luminosa de la vida estaba replegada en la penumbra.

—¿Pasa algo? —le pregunté acompañando su mirada sobre las llamas.

Detrás del fuego, las voces llegaban como un murmullo indescifrable. Voces de hombres y de mujeres. En esos catorce días de la batalla de Torreón hubo más de dos mil heridos, y casi los mismos muertos de la División del Norte. Muchos más de los federales. El fuego crepitante sahumaba el aire, alejaba el olor a carne podrida, ocultaba por un momento el tapiz de muertos y moribundos recogidos del campo de batalla que podíamos imaginar por el trabajo imparable, por los quejidos de los hombres, por la cantidad de cloroformo, de láudano, de quinina que se administraba. Cuerpos lastimados. Vista lacerada y yo intentando escribir algunos apuntes todas las noches en el refugio de mi cuarto, para acabar escribiendo una carta a Ramiro. ¿Acaso todas reventábamos? Ya Leonor nos había prometido que después de Saltillo podíamos ir unos días a Laredo.

—Llevo días sin saber nada de Guillermo —contestó Aracelito.

—Las malas noticias viajan rápido —le dije por consolarla.

—¿También en tiempos de guerra?

—Sobre todo en tiempos de guerra —le mentí.

Inesperadamente, la noche se cimbró con un corro de disparos. El murmullo de la tropa y las muchachas cesó. Sabíamos de qué se trataba, cada tanto había un fusilado. Volvimos al fuego, los ojo suspendidos en el oleaje amarillo. Tuvimos miedo, ganar o perder, morir en la batalla era mejor que el paredón. Cerré los ojos, pensé en los brazos de Ramiro, en la manera en que aquella noche última los estiró para alcanzar mis senos desnudos. Quise abrirme la blusa para que las llamas entibiaran mis pechos como las manos de Ramiro aquel día. Nada de palabras, sus dedos rozándolos, mi cabeza echada hacia atrás gozando, los ojos cerrados, las lágrimas humedeciéndolos. La dicha. Entonces Aurelia comenzó a cantar aquella de La enredadera, una canción de amor, de amor posible. Cada vez que paso y miro se enreda mi alma… el paredón mudaba por una ventana y  un corazón que trepaba como el vegetal. Volví el rostro al fuego. Ramiro no podía morir. Y aunque cada una librábamos nuestra purga, dejamos entrar el canto.

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